27.11.11

Generación del '98

Introducción. El año de 1898 y la crisis española
Fernando Montesdeoca

Los escritores no tuvieron la culpa. O no directamente al menos.
Se le llama generación del ’98 a un conjunto de escritores españoles diversos entre sí que, sin embargo, compartieron algunas características en sus obras.
Se le llama Generación del ’98 porque dentro del contexto de una época de crisis generalizada en España, en ese año ocurre un acontecimiento contundente: España pierde sus último territorios americanos.
¿Cómo los pierde? En una guerra con el país equivocado: Estados Unidos. Claro que Estados Unidos no era aún la potencia que es ahora; y España, por desgracia, ya no era la potencia que había sido antes.
¿Por qué empezó la guerra? Porque Cuba, que aún era colonia española, inició, desde 1895, un proceso para independizarse de España, que reprimió el levantamiento. Estados Unidos, según esto, se preocupó por las injusticias y los derechos humanas y todas esas cuestiones que siempre dicen defender: la libertad, la autodeterminación de los pueblos, los derechos, en fin; así que mandó un barco de guerra a echar un ojo por ahí, también porque había negocios y ciudadanos americanos viviendo en Cuba, y bueno, eran sus intereses. El chiste es que de repente, quién sabe por qué, quién sabe de dónde, hubo una explosión y el barco se hundió. Era un barco de guerra, el Maine, y que no que quién fue y que cómo y que quién se quedó dormido y todo eso, y pues no: resulta que investigaron y que habían puesto una mina desde afuera. ¿Quién?, se preguntaron los gringos. ¿Quién? Pues los españoles. Hicieron escándalo y declararon la guerra. Los españoles dijeron que no. Que la explosión se había originado desde adentro del barco y que no tenían nada que ver. ¿A quién creerle?
Claro, ya que los Estados Unidos ganaron la guerra, que duró unos tres meses, se quedaron, como indemnización, con los territorios de las Filipinas, Puerto Rico y Guam. A lo mejor se pregunta, pero ¿cómo?, ¿si el pleito era en Cuba que tienen que ver esos lugares? Antes del conflicto Estados Unidos había querido comprar las islas de Cuba y Puerto Rico sin conseguirlo. Al final con la guerra consiguió más. De todos modos no se quedó con Cuba, que a partir de entonces consolidó su independencia de España. Hoy todavía Puerto Rico es territorio de los Estados Unidos y por eso los portorriqueños pueden irse a Estados Unidos sin problemas, porque son ciudadanos. Ya allá parece que hacen mafias, delincuencia y otras cosas, pero bueno, no todo les sale siempre bien a los gringos. Hay portorriqueños, además, que son buenos ciudadanos, ¿no? Guam sigue siendo territorio de Estados Unidos, sólo que a diferencia de Puerto Rico y Cuba, que están en el Golfo de México, Guam se encuentra en el Pacífico, igual que Filipinas. Después de la segunda guerra mundial Filipinas se convirtió en una república independiente.
En cuanto a la época de inestabilidad que afecta a España, y a la forma de ver y expresarse de los escritores de la generación del ’98, se conoce, de manera general como La Regencia, y abarca del año 1885, en que muere el rey Alfonso XII, hasta la mayoría de edad de su hijo, Alfonso XIII, que en 1902 sube al trono. La regencia es la forma de gobierno en la cual María Cristina de Hasburgo, viuda de Alfonso XII, y embarazada, ocupa el papel de reina regente, en ausencia de un sucesor legítimo. De todos modos no gobierna ella de modo directo, sino a través de diversos partidos políticos que se sucedieron en el poder. La crisis española no corresponde exclusivamente a este periodo, sino que tiene antecedentes y se continúa más allá de la regencia hasta la Guerra Civil Española de los años ’30 que culmina en el franquismo.

María Cristina de Hasburgo, viuda de Alfonso XII, embarazada, sube al poder como reina regente gobierno por turno de partidos , conflicto con otros partidos y fuerzas políticas sistema de partidos apoyar a la regente, extranjera y sin experiencia
se refiere a una época de crisis general en España Esta generación de escritores españoles se refiere al año de 1898. La fecha se refiere al año en que España entró en guerra con los Estados Unidos por la disputa de algunas colonias americanas. España perdió en esta guerra y perdió con ella las colonias.
Así que el año de 1898 resulta un año simbólico del proceso general de crisis y decadencia de la sociedad española, por la pérdida material de los últimos territorios americanos. Se puede decir que es el acontecimiento crítico más notorio.

1. Antecedentes literarios. Romanticismo

Son muchos. Primero está el Romanticismo. Este movimiento tiene antecedentes literarios desde el siglo XVIII, en lo que se conoce como prerromanticismo, el cual se manifiesta, por ejemplo, en el género de la novela sentimental, como La nueva Eloísa, de Jean-Jacques Rousseau, el mismo autor de El contrato social. Otra novela sentimental de la misma época es Pamela o la virtud recompensada, de Samuel Richardson, en Inglaterra. También del siglo XVIII, en Inglaterra, y como antecedente de la literatura romántica de horror, está la novela gótica El castillo de Otranto, de Horace Walpole.

La aparición de características de tendencias románticas en el arte tiene que ver con la aparición gradual de nuevas formas de vida social que, en el caso de la literatura, da lugar a un nuevo público lector.
Estos nuevos públicos emergen en la medida en que la burguesía se extiende y alcanza niveles de vida más altos. El desarrollo de esta clase social coincide, como se sabe, con la Revolución Industrial en Inglaterra. La escala de valores estéticos se orienta hacia la verdad subjetiva, la sensibilidad, la intimidad y también, la forma naturalista de expresión, que a diferencia del simbolismo y la grandeza del arte aristocrático, busca los detalles espontáneos de la vida cotidiana. Por eso surgen en la novela el género sentimental y costumbrista, que al mismo tiempo tiene intenciones moralizantes. Sin embargo, también surgen las historias de horror que buscan provocar sorpresa frente a lo extraordinario, las cuales reflejan una visión decadente.
Durante el siglo XVIII hay dos tendencias que se oponen al modelo aristocrático y monárquico: por un lado el prerromanticismo, y por el otro la Ilustración. Ambos cuestionan, desde dos puntos de vista distintos al sistema monárquico. El primero desde el irracionalismo de la emoción y la intimidad; el segundo desde la razón. En Francia los principales exponentes de estas tendencias son, respectivamente, Voltaire y Rousseau.
En Francia, por ejemplo con Moliere, surge el drama burgués en oposición al modelo de la tragedia clásica, que se identificaba con la aristocracia y con el suntuoso arte barroco.
La Revolución Francesa, sin embargo, representa una ruptura y el prerromanticismo no se continúa propiamente en el Romanticismo, aunque prepara el camino para la aparición de éste. Lo que sucede con la revolución es que se presenta un nuevo sentido del mundo que adquiere características propias del sistema burgués, basado en el liberalismo económico, las ideas democráticas y de igualdad, así como el individualismo. A partir de entonces se madura la idea de la libertad del artista, que es un concepto nuevo. Inicialmente surge entre clasicistas, ya que clasicista fue el arte de la revolución, pero conforme avanza el siglo XIX el romanticismo se define con más claridad y se convierte en el elemento progresista de la época.
Inicialmente, los primeros “románticos”, en tanto que celebran los ideales de la revolución y la nueva concepción de sociedad y de ser humano, son los neoclasicistas. Pronto, conforme pasa el entusiasmo inicial y se hace evidente que los beneficios de los ideales revolucionarios están destinados a un sector privilegiado de la sociedad, los artistas se alejan de la celebración patriota y libertaria, dando lugar a una tendencia al desprecio por la realidad social, y se refugia en una concepción idealizada, que se fuga hacia sus temas predilectos:

§ El pasado idealizado
§ La utopía
§ Lo inconsciente
§ Lo fantástico
§ El horror
§ Lo misterioso
§ La niñez
§ El sueño
§ La locura
§ La noche
§ La soledad

En coincidencia con esta postura crea la ilusión de una existencia estética utópica, en su intento por adaptar la vida al arte, de tal modo que el romántico tiende a adaptar la vida al arte. Construye su propia ficción, su propia leyenda, a veces negra, y la vive en carne propia.
En su escape de la realidad, sin embargo, es decir, en su sentirse extraño al mundo, y buscar por tanto lo lejano, lo fantástico, el pasado, lo exótico, sin alcanzarlo nunca del todo, siente nostalgia por esos mundos y no acaba por pertenecer a ninguno. Una ironía romántica consiste en que el artista es conciente de lo ficticio de la representación, es decir, sabe que vive un autoengaño, y en la búsqueda de un escape más convincente, en la evolución del romanticismo, busca la anestesia y la embriaguez de los sentidos para dejsrse llevar más profundamente en una ilusión inconsciente. En todos aspectos, el Romanticismo del siglo XIX posterior a la Revolución Francesa, es un salto hacia lo irracional.
Así crece la leyenda del artista romántico, al margen del mundo utilitario burgués, de su moral conservadora y mesurada, y del respeto por las normas sociales. El artista romántico se auto exila del Contrato Social y se convierte en un orgulloso marginado, más grande que la sociedad con respecto a la cual es un ser extraño.
En España y en Latinoamérica el Romanticismo se define, sobre todo, hacia el sentimentalismo de la relación amorosa. Retoma el ideal del amor caballeresco, siempre insatisfecho de sus propios méritos para alcanzar a la amada, que o ya ha muerto, o no le corresponde, o no se atreve a acercarse a ella. La amada suele encontrarse entonces en el mundo de los sueños, en el pasado o en el futuro, o en lugares inaccesibles, ya sea por su ubicación física, o por su condición de clase. A diferencia del caballero andante, los esfuerzos del romántico por alcanzar a su objeto son inútiles. El mérito se encuentra en su sufrimiento y en su impotencia.
¿Pero es siempre así? No del todo. Sobre todo sería necesario revisar con cuidado las producciones literarias del periodo en Latinoamérica y España. Está el caso, por ejemplo, del Don Juan, de Zorrilla, que es romántico, en donde su personaje se salva finalmente gracias al amor de doña Inés. El Don Juan original, que no es romántico, en cambio, se lleva a don Juan al infierno. El tema de esta obra tiene, sin embargo, un trasfondo muy romántico: a pesar de que don Juan hace suyas a las doncellas que corteja, no se enamora de ninguna. Nada más las utiliza para engrandecer su prestigio y para satisfacer su placer, pero, en cierto modo, nunca las alcanza. El amor, que aparentemente persigue no le está destinado. Hasta aquí don Juan coincidiría con el rasgo básico del romanticismo sentimental en lengua española, pero Zorrilla le concede, sin embargo, realizarse, y salvarse del infierno en el amor de doña Inés, aunque (rasgo romántico), no en el mundo de los vivos, sino en el más allá.
Si quieres información detallada del prerromanticismo y Romanticismo te recomiendo que consultes La historia Social de la Literatura y el Arte, de Arnold Hausser, en los capítulos que corresponden a esos temas. Otro autor que ha estudiado de manera detallado al Romanticismo es Harold Bloom, quien tiene diversos textos al respecto, y algunos los puedes encontrar en internet.

También está el link siguiente sobre características del romanticismo. Te voy a pedir que entres al sitio y tomes notas en tu cuaderno de los datos que ahí se mencionan:

http://www.ale.uji.es/romuniv.htm#Ilustración

En los archivos siguientes subiré textos románticos representativos, no sólo del romanticismo español e hispanoamericano, sino de otros países para que llevemos a cabo una comparación de características, par continuar después con los otros antecedentes que tienen que ver con la Generación del ’98, que es nuestro tema central.

Cantares / Generación del 98

Antonio Machado

I

Nunca perseguí la gloria
ni dejar en la memoria
de los hombres mi canción;
yo amo los mundos sutiles,
ingrávidos y gentiles
como pompas de jabón.
Me gusta verlos pintarse
de sol y grana, volar
bajo el cielo azul, temblar
súbitamente y quebrarse.

II

¿Para qué llamar caminos
a los surcos del azar?...
Todo el que camina anda,
como Jesús, sobre el mar.

III

A quien nos justifica nuestra desconfianza
llamamos enemigo, ladrón de una esperanza.
Jamás perdona el necio si ve la nuez vacía
que dio a cascar al diente de la sabiduría.

IV

Nuestras horas son minutos
cuando esperamos saber,
y siglos cuando sabemos
lo que se puede aprender.

V

Ni vale nada el fruto
cogido sin sazón...
Ni aunque te elogie un bruto
ha de tener razón.

VI

De lo que llaman los hombres
virtud, justicia y bondad,
una mitad es envidia,
y la otra, no es caridad.

VII

Yo he visto garras fieras en las pulidas manos;
conozco grajos mélicos y líricos marranos...
El más truhán se lleva la mano al corazón,
y el bruto más espeso se carga de razón.

VIII

En preguntar lo que sabes
el tiempo no has de perder..
Y a preguntas sin respuesta
¿quién te podrá responder?

IX

El hombre, a quien el hambre de la rapiña acucia,
de ingénita malicia y natural astucia,
formó la inteligencia y acaparó la tierra.
¡Y aun la verdad proclama! ¡Supremo ardid de guerra!

X

La envidia de la virtud
hizo a Caín criminal.
¡Gloria a Caín! Hoy el vicio
es lo que se envidia más.

XI

La mano del piadoso nos quita siempre honor;
mas nunca ofende al damos su mano el lidiador.
Virtud es fortaleza, ser bueno es ser valiente;
escudo, espada y maza llevar bajo la frente
porque el valor honrado de todas armas viste:
no sólo para, hiere, y más que aguarda, embiste.
Que la piqueta arruine, y el látigo flagele;
la fragua ablande el hierro, la lima pula y gaste,
y que el buril burile, y que el cincel cincele,
la espada punce y hienda y el gran martillo aplaste.


XII

¡Ojos que a luz se abrieron
un día para, después,
ciegos tornar a la tierra,
hartos de mirar sin ver!

XIII

Es el mejor de los buenos
quien sabe que en esta vida
todo es cuestión de medida:
un poco más, algo menos...

XIV

Virtud es la alegría que alivia el corazón
más grave y desarruga el ceño de Catón.
El bueno es el que guarda, cual venta del camino,
para el sediento el agua, para el borracho el vino.

XV

Cantad conmigo en coro: Saber, nada sabemos,
de arcano mar vinimos, a ignota mar iremos...
Y entre los dos misterios está el enigma grave;
tres arcas cierra una desconocida llave.
La luz nada ilumina y el sabio nada enseña.
¿Qué dice la palabra? ¿Qué el agua de la peña?

XVI

El hombre es por natura la bestia paradójica,
un animal absurdo que necesita lógica.
Creó de nada un mundo y, su obra terminada,
«Ya estoy en el secreto -se dijo-, todo es nada.»

XVII

El hombre sólo es rico en hipocresía.
En sus diez mil disfraces para engañar confía;
y con la doble llave que guarda su mansión
para la ajena hace ganzúa de ladrón.

XVIII

¡Ah, cuando yo era niño
soñaba con los héroes de la Ilíada!
Ayax era más fuerte que Diómedes,
Héctor, más fuerte que Ayax,
y Aquiles el más fuerte; porque era
el más fuerte... ¡Inocencias de la infancia!
¡Ah, cuando yo era niño
soñaba con los héroes de la Ilíada!

XIX

El casca-nueces-vacías,
Colón de cien vanidades,
vive de supercherías
que vende como verdades.

XX

¡Teresa, alma de fuego,
Juan de la Cruz, espíritu de llama
por aquí hay mucho frío, padres, nuestros
corazoncitos de Jesús se apagan!

XXI

Ayer soñé que veía
a Dios y que a Dios hablaba;
y soñé que Dios me oía...
Después soñé que soñaba.


XXII

Cosas de hombres y mujeres,
los amoríos de ayer,
casi los tengo olvidados,
si fueron alguna vez.

XXIII

No extrañéis, dulces amigos,
que esté mi frente arrugada;
yo vivo en paz con los hombres
y en guerra con mis entrañas.

XXIV

De diez cabezas, nueve
embisten y una piensa.
Nunca extrañéis que un bruto
se descuerne luchando por la idea.

XXV

Las abejas de las flores
sacan miel, y melodía
del amor, los ruiseñores;
Dante y yo -perdón, señores-,
trocamos -perdón, Lucía-,
el amor en Teología.

XXVI

Poned sobre los campos
un carbonero, un sabio y un poeta.
Veréis cómo el poeta admira y calla,
el sabio mira y piensa...
Seguramente, el carbonero busca
las moras o las setas.
LlevadIos al teatro
y sólo el carbonero no bosteza.
Quien prefiere lo vivo a lo pintado
es el hombre que piensa, canta o sueña.
El carbonero tiene
llena de fantasías la cabeza.

XXVII

¿Dónde está la utilidad
de nuestras utilidades?
Volvamos a la verdad:
vanidad de vanidades.

XXVIII

Todo hombre tiene dos
batallas que pelear:
en sueños lucha con Dios;
y despierto, con el mar.

XXIX

Caminante, son tus huellas
el camino, y nada más;
caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.
Al andar se hace camino,
y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar.
Caminante, no hay camino,
sino estelas en la mar.

XXX

El que espera desespera,
dice la voz popular.
¡Qué verdad tan verdadera!

La verdad es lo que es,
y sigue siendo verdad
aunque se piense al revés.

XXXI

Corazón, ayer sonoro,
¿ya no suena
tu monedilla de oro?
Tu alcancía,
antes que el tiempo la rompa,
¿se irá quedando vacía?
Confiemos
en que no será verdad
nada de lo que sabemos.


XXXII

¡Oh fe del meditabundo!
¡Oh fe después del pensar!
Sólo si viene un corazón al mundo
rebosa el vaso humano y se hincha el mar.

XXXIII

Soñé a Dios como una fragua
de fuego, que ablanda el hierro,
como un forjador de espadas,
como un bruñidor de aceros,
que iba firmando en las hojas
de luz: Libertad. -Imperio.

XXIV

Yo amo a jesús, que nos dijo
Cielo y tierra pasarán.
Cuando cielo y tierra pasen
mi palabra quedará.
¿Cuál fue, jesús, tu palabra?
¿Amor? ¿Perdón? ¿Caridad?
Todas tus palabras fueron
una palabra: Velad.

XXXV

Hay dos modos de conciencia:
una es luz, y otra, paciencia.
Una estriba en alumbrar
un poquito el hondo mar;
otra, en hacer penitencia
con caña o red, y esperar
el pez, como pescador.
Dime tú. ¿Cuál es mejor?
¿Conciencia de visionario
que mira en el hondo acuario
peces vivos,
fugitivos,
que no se pueden pescar,
o esa maldita faena
de ir arrojando a la arena,
muertos, los peces del mar?

XXXVI

Fe empirista. Ni somos ni seremos.
Todo nuestro vivir es emprestado.
Nada trajimos; nada llevaremos.

XXXVII

¿Dices que nada se crea?
No te importe, con el barro
de la tierra, haz una copa
para que beba tu hermano.

XXXVIII

¿Dices que nada se crea?
Alfarero, a tus cacharros.
Haz tu copa y no te importe
si no puedes hacer barro.

XXIX
Dicen que el ave divina
trocada en pobre gallina,
por obra de las tijeras
de aquel sabio profesor
(fue Kant un esquilador
de las aves altaneras;
toda su filosofia,
un sport de cetrería),
dicen que quiere saltar
las tapias del corralón,
y volar
otra vez, hacia Platón.
¡Hurra! ¡Sea!
¡Feliz será quien lo vea!


XL

Sí, cada uno y todos sobre la tierra iguales:
el ómnibus que arrastran dos pencos matalones,
por el camino, a tumbos, hacia las estaciones,
el ómnibus completo de viajeros banales,
y en medio un hombre mudo, hipocondríaco, austero,
a quien se cuentan cosas y a quien se ofrece vino...
Y allá, cuando se llegue, ¿descenderá un viajero
no más? ¿O habránse todos quedado en el camino?

XLI

Bueno es saber que los vasos
nos sirven para beber;
lo malo es que no sabemos
para qué sirve la sed.

XLII

¿Dices que nada se pierde?
Si esta copa de cristal
se me rompe, nunca en ella
beberé, nunca jamás.

XLIII

Dices que nada se pierde,
y acaso dices verdad;
pero todo lo perdemos
y todo nos perderá.

XLIV

Todo pasa y todo queda;
pero lo nuestro es pasar,
pasar haciendo caminos,
caminos sobre la mar.

XLV

Morir.. ¿Caer como gota
de mar en el mar inmenso?
¿O ser lo que nunca ha sido:
uno, sin sombra y sin sueño,
un solitano que avanza
sin camino y sin espejo?

XLVI

Anoche soné que oía
a Dios, gritándome: ¡Alerta!
Luego era Dios quien dormía,
y yo gritaba: ¡Despierta!

XLVII

Cuatro cosas tiene el hombre
que no sirven en la mar:
ancla, gobernalle y remos,
y miedo de naufragar.


Mirando mi calavera
un nuevo Hamlet dirá:
He aquí un lindo fósil de una
careta de carnaval.

XLIX

Ya noto, al paso que me torno viejo,
que en el inmenso espejo,
donde orgulloso me miraba un día,
era el azogue lo que yo ponía.
Al espejo del fondo de mi casa
una mano fatal
ya rayendo el azogue, y todo pasa
por él como la luz por el cristal.

L

-Nuestro español bosteza.
¿Es hambre? ¿Sueño? ¿Hastío?
Doctor, ¿tendrá el estómago vacío?
-El vacío es más bien en la cabeza.

LI

Luz del alma, luz divina,
faro, antorcha, estrella, sol...
Un hombre a tientas camina;
lleva a la espalda un farol.

LII

Discutiendo están dos mozos
si a la fiesta del lugar
irán por la carretera
o campo atraviesa irán.
Discutiendo y disputando
empiezan a pelear.
Ya con las trancas de pino
furiosos golpes se dan;
ya se tiran de las barbas,
que se las quieren pelar.
Ha pasado un carretero,
que va cantando un cantar:
«Romero, para ir a Roma,
lo que importa es caminar;
a Roma por todas partes,
por todas partes se va.»

LIII
Ya hay un español que quiere
vivir y a vivir empieza,
entre una España que muere
y otra España que bosteza.
Españolito que vienes
al mundo, te guarde Dios.
Una de las dos Españas
ha de helarte el corazón.

11.11.11

Cordero de Dios

http://es.geocities.com/cuentohispano/texto/sipan_cordero.html
OSCAR SIPÁN

Cordero de Dios

Marx se equivocó al creer que el sufrimiento económico sería la base de la revolución; quizá lo sea la angustia psíquica, el sufrimiento espiritual"
JOHN ZERZAN (1999)


Imbuido en un caos a cámara lenta, roto el círculo de juicio y control, de equilibrio y realidad, rogándole a un dios desconocido que todo sea un mal sueño, una pesadilla de verano, cae de rodillas, alza las manos al cielo y con los ojos cerrados y la mandíbula desencajada expulsa un grito de dolor del que tendrá que alimentarse el resto de sus días.
Mercedes negro de última generación bajo un sol de justicia, instala al niño en la silla -asegurando firmemente las correas y los cierres--, revisa el nudo de su corbata de seda y se atusa el pelo moteado de canas en el espejo retrovisor, a pesar de la ducha ya tiene la frente perlada de sudor, deposita la americana y el maletín de cuero negro en el asiento contiguo y enciende el climatizador y la radio, "ola de calor en el país...la temperatura podrá alcanzar hoy los cuarenta y cinco grados a la sombra", concentrado en firmes pensamientos -el ultimátum de su jefes, una relación basada en la comodidad, falta de ilusiones, anemia de sentimientos, depresión, deterioro del cuerpo y de las defensas- avanza entre una amalgama de casas unifamiliares repetidas, gente repetida corta mecánicamente un césped repetido, pasea a un perro de raza repetido o besa en la mejilla a una mujer repetida que le desea un buen día, habitantes de un paraíso abstracto, adictos a la luz artificial y al dinero de plástico, herederos de dudas y tristezas, circula a mayor velocidad de la permitida, sorteando repartidores andróginos y jubilados sin nada que hacer, jubilados como su padre, un hombre marcado por una guerra y una mujer alargando su vida en una residencia de la provincia de Huesca, intenso dolor de cabeza y el regusto amargo del café en la boca del estómago, si la delegación japonesa que hoy visita la fábrica no invierte en la nueva planta se acabó la casa unifamiliar, el coche de importación, el gimnasio, las vacaciones exóticas, el club de golf...los valores fundamentales -si no puedes comprar no existes--, de todo eso se habló en la última reunión, un solo camino, una sola dirección: para juzgar al mundo hay que estar en el lado de los vencedores, les mostrará, en su mejor inglés comercial, todo el proceso de fabricación, paso a paso, calibrando cada palabra, cada latido, argumentando con sencillez y seguridad (el catecismo del vendedor: la seguridad), impermeable y límpido, explayándose de una forma clarividente en las cuestiones importantes, desplegando todo su abanico de trucos con sinceridad fingida, toda su arquitectura de palabras vacías, alejado de su propias miserias para contagiar entusiasmo por un proyecto en el que ni él ni sus superiores creen, si consigue transmitir el mensaje habrá triunfado, invertirán, y esa inversión solventará el fantasma del cierre de la empresa o su traslado al tercer mundo, el atasco se perfila importante a la entrada de la autovía, cientos de coches avanzan de forma sumisa en dos carriles, avanzan y luego se detienen, con el bombeo inconstante de un corazón enfermo, las ocho y treinta de la mañana y su intranquilidad se traduce en ardor de estómago y anquilosamiento de los músculos, el saxo de Charlie Parker amortigua la quietud de los coches desde la radio, "resignación" es la palabra que todo el mundo lleva escrita en mitad de la frente, mira a una mujer de labios almibarados y porte altivo y se imagina su vida con ella, es joven, delgada como una promesa, pañuelo multicolor anudado al cuello y rayos uva, de unos veinte años a lo sumo, se muerde las uñas de la mano derecha con la mirada lejana, inalcanzable, y un mohín de niña disgustada en el rostro, el abrazo de tela del vestido ceñido reafirma unos pechos voluptuosos, por un momento, por una décima de segundo está desnuda a su lado -hoyuelos de felicidad, pelo púbico enmarañado y piel tersa y brillante-- musitando obscenidades en su oído sobre la cama de una habitación de hotel, siente el perfume de su sexo... no, basta de fantasías, debe dormir la lujuria y centrarse en el mensaje, el día le exige una castidad de ideas, una pureza mental impecable, la sociedad está construida únicamente para los ganadores, su futuro es algo serio, lo es todo, el móvil le saca de su estancamiento, reconoce el número del jefe de inmediato y contesta con una voz aturdida, algo impostada, "buenos días...sí, claro, de camino...un atasco a la altura del hipermercado...ya han llegado, sí, me hago cargo...hasta luego", enajenado, golpea el volante con una violencia inusual, desproporcionada, y respira hondo, intentando dominar su calvario particular, la impotencia del momento le está destrozando los nervios, daría su brazo derecho por fumar un cigarrillo, profundas caladas de humo gris y tranquilidad acunando su ánimo, el parche de nicotina le recuerda con brusquedad su compromiso: ha dejado de fumar, de pronto se atisba algo de movimiento, avanza renqueante, de forma irregular, adelanta a la mujer y la olvida, las luces de la policía le descubren la causa del atasco: la vida de un ciclista se derrama en el asfalto, ineludiblemente posa su mirada en la figura caída y en el amasijo de hierros que fue su bicicleta, un hombre angustiado llora en silencio por la vida que acaba de seccionar, "en realidad no tiene la culpa -piensa--, nadie tiene la culpa: era su destino, su cruel y estúpido destino", la bola de fuego del astro rey se refleja con una claridad terrorífica en el charco de sangre, incrementa la velocidad, conduce ajeno al agreste paisaje de chabolas con antena parabólica, toxicómanos durmiendo en tiendas de campaña y basura, la anarquía de solares vallados y naves en construcción le anuncian la proximidad del polígono industrial, en la radio dos contertulios divagan sobre el mapa del genoma humano y el mal de las vacas locas, su palabras son ejercicios de estilo --sin una pizca de inteligencia ni de intuición-- para su propio lucimiento, los imagina orgullosos y arrogantes, hinchados como pavos, con los antebrazos apoyados en una mesa circular, bebiendo agua mineral a sorbitos y apagando sus cigarrillos mentolados en las paredes de un cenicero, el smog y la periferia de la gran ciudad le inyectan un aire flemático y cautivador: va a hechizar a esos malditos japoneses, atraviesa el polígono color mostaza y llega a la fábrica, le da los buenos días al guardia de seguridad -rostro enjuto y piel ambarina en un cuerpo de músculos cultivados cinco horas al día en un gimnasio y esteroides-que, desde la garita, le devuelve el saludo, le hace firmar y levanta la barrera bicolor, coloca el coche en su plaza de mando intermedio (plaza número 536), en el inmenso puzzle alquitranado que es el aparcamiento, sale del mismo y una voz le increpa "que se dé prisa, que comienzan a ponerse nerviosos", es una voz sin candidez ni clemencia: la voz de un tratante de miedo: su jefe, le da una palmada en la espalda -altruismo intencionado- y le desea buena suerte con un brillo gélido en las pupilas, los japoneses -figuras arcaicas de rostro árido e inexpugnable, regios trajes de paño y corbatas impregnadas en naftalina y oscuridad- inclinan la cabeza a su llegada y le dan la mano firmemente, impacientes como novios en el día de su boda, después, en la sala de juntas, esquemas y transparencias, humo de puros y café aguado, charla de presentación y teatro de supervivencia, teatro de muy alto nivel, la verdad, seriedad y un chiste oportuno, de efecto liberador, visita rutinaria a pie de fábrica siguiendo una ruta prefijada, con un casco amarillo, unos tapones de caucho para amortiguar el ruido y una bata de cirujano, la atención para las máquinas y la invisibilidad para los empleados, explicaciones y más explicaciones, cifras infladas --unidades por hora, número de contenedores por día, crecimiento teórico gracias a la nueva planta, apertura de mercados--, datos y más datos, y al final, de vuelta al punto de partida: la sala de juntas, dos horas más tarde -seis desde que llegó a la fábrica--, física y psicológicamente extenuado, los japoneses toman una decisión, una decisión positiva, explosiones de júbilo, clímax conmovedor, euforia colectiva reflejada en los rostros, en el espejo del alma, todo el mundo satisfecho, encantados de ratificar el acuerdo con un gran apretón de manos, una firma por sextuplicado y una gran copa de champán, pero, extrañamente, la mañana no es completa, algo no encaja en esa felicidad, ¿qué?
Un pensamiento repentino estalla en su cabeza inundándolo todo: una imagen aérea del inmenso aparcamiento --cientos de filas de coches alineados en un orden estricto, coches de directivo y coches de trabajador, coches imponentes y coches desguazados, coches con el color de la selva y coches con el color del desierto, capotas pulidas refulgiendo bajo un sol amenazador-- y un niño, prácticamente un bebé, (que alguien olvidó llevar a la guardería) atado fuertemente a una silla por diversos cierres de seguridad en el interior de un mercedes negro de última generación en plena ola de calor.

Fábula primera

Juan Benet. (Madrid, 1927–1993). Escritor español.
JUAN BENET

-Vete al mercado -dijo el comerciante a su criado-- y compra mi destino. Estoy seguro de que será fácil encontrarlo. Pero no te dejes engañar, no pagues más de lo que vale.

-¿Cuánto he de pagar? -preguntó el criado.

-Lo mismo que para los demás. Mira cómo está el destino de los demás y paga lo mismo por el mío.

El criado estuvo ausente durante largo tiempo y volvió desazonado, asegurando a su amo que no había encontrado su destino en el mercado, a pesar de haberlo buscado con gran ahínco. El comerciante le reprendió con acritud y se quejó de su ineficacia.

-No puedo encargarte la encomienda más sencilla. ¿Es que lo he de hacer todo yo? No puedo -compréndelo- abandonar este negocio que sólo marcha si yo lo vigilo. Por otra parte, me interesa mucho hacerme con ese destino. Sigue buscando y no vuelvas por aquí sin haber dado con él.

El criado volvió al mercado y durante días buscó el destino de su amo, sin encontrarlo en parte alguna. Pero alguien le sugirió que buscara en otros mercados y ciudades porque una cosa tan especial no tenía por qué hallarse allí. El criado volvió a casa del comerciante a pedirle permiso y dinero para el viaje, a fin de buscar un destino por toda la parte conocida del país.

El comerciante lo pensó y dijo:

-Bien, te concedo ese permiso y ese dinero, a condición de que no hagas otra cosa que buscar mi destino. No vuelvas aquí sin él -y añadió- o sin la seguridad de que no está en parte alguna y a merced de quien se lo quiera llevar.

El criado se puso en viaje y ya no hizo otra cosa que recorrer toda la parte conocida del país en busca del destino de su amo. Viajó por regiones muy lejanas y envejeció; perdió la memoria pero, fiel a la promesa hecha a su amo, sólo conservó la obligación contraída. También el comerciante envejeció y perdió muchas de sus facultades. Un día su constante peregrinación llevó al criado hasta el negocio de su amo a quien ya no reconoció, empero sí le interrogó sobre el objeto de su búsqueda.

-Por lo que me dices -dijo el comerciante-, tengo algo aquí que creo que te puede convenir -y le mostró su propio destino.

-Es exactamente lo que necesito -repuso el criado-. Pero espero que no cueste mucho. Llevo tantos años buscándolo que me he gastado casi todo el dinero que tenía. Sólo me resta esto.

-Ya es bastante y me conformo -repuso el amo-. Ese trasto lleva toda la vida en mi casa y a nadie ha interesado hasta ahora. Te lo puedes llevar a condición de que me digas para qué lo quieres.

-Eso no lo puedo decir porque lo ignoro. Lo he olvidado. Sé muy bien que lo necesito, pero no sé para qué.

-Entonces es tuyo -replicó su viejo amo-; es un objeto que conviene a un desmemoriado. Creo recordar que alguien lo olvidó aquí y no se me ocurre destino mejor para él que quedar encerrado en el olvido de quien tanto lo necesitó.

y cuando el comerciante vio que su antiguo criado se alejaba con su destino bajo el brazo, dijo para sus adentros:
-Al fin.


Texto extraído de «Una tumba y otros relatos». Ed. Taurus

Fábula segunda

JUAN BENET


Al despedirse le advirtió, con un tono de Cierta severidad:

-En ausencia mía no deberás visitar a Pertinax. Cuídate mucho de hacerlo, pues de otra suerte puedes provocar un serio disgusto entre nosotros.

La mujer permaneció en su casa obediente de las instrucciones de su marido, quien a su vuelta le interrogó acerca de las personas que había visto en su ausencia.

-He visto a Pertinax -repuso ella.

-¿No te advertí que no fueras avisitarle? -preguntl él con enojo.

-No fui yo a visitarle. Fue él quien vino aquí en ausencia tuya.

Fue el marido en busca de Pertinax y le preguntó: -¿Qué derecho te asiste para visitar a mi mujer en mi ausencia?
-No fui a visitar a tu mujer -contestó Pertinax, sin perder la calma- sino a ti, pues ignoraba que te hallaras ausente de tu casa. En lo sucesivo deberás advertírmelo si no deseas que se produzca de nuevo esa circunstancia que tanto te mortifica.
No satisfecho con tal explicación, el marido ingenió una estratagema para averiguar las intenciones de Pertinax y descubrir la índole de las relaciones que mantenía con su mujer. Despachó a ésta de la casa con un pretexto cualquiera, y disfrazándose con sus ropas, envió un criado a Pertinax para comunicarle que hallándose en su casa esperaba ser honrado con su visita.
Pero la mujer, recelosa de la conducta de un marido que se comportaba de manera tan desconsiderada y averiguando en parte sus intenciones, decidió -disfrazada de Pertinax- volver a su casa para representar el papel que deseaba que presenciase su marido.

Por su parte Pertinax, al advertir que la mujer se hallaba sola en la casa, contrariamente a las noticias que había recibido, se disfrazó de su marido, sin otra intención que la de descubrir la intimidad de las relaciones que les unía.

Así pues, cuando el falso Pertinax -que no era otra que la mujer- se rindió a la casa para cursar la visita a la que había sido invitado, se encontró con que el matrimonio le estaba esperando, a diferencia de lo que había presumido.

La circunstancia en que se vieron envueltos los tres era análoga para cada uno de ellos, pues los tres sabían, cada cual por su lado, que uno al menos de los otros dos se hallaba disfrazado, sin poder asegurar cuál de ellos era, ni siquiera si lo estaban los dos. En efecto, cualquiera de ellos podía razonar así: si sólo hay uno disfrazado debe haberse disfrazado de mí, puesto que yo lo estoy de él, y, por tanto, el auténtico sólo puede ser aquél de quien yo estoy disfrazado. Ahora bien, como no está disfrazado, no tiene por qué saber que lo estamos nosotros y, por consiguiente, al no tener ninguna razón para suponer una mixtificación no lo romperá. Y sí, por el contrario, lo están los dos, el que está disfrazado de mí es aquel de quien yo no estoy disfrazado, del cual ignora si está disfrazado o no. Así pues, no es posible saber quién está disfrazado de quién, a menos que uno -atreviéndose a revelar las intenciones que le llevaron a adoptar tal disfraz- se apresure a descubrir su identidad ante los demás, cosa en verdad poco probable.
En consecuencia -debieron pensar, cada cual por su lado--, si queremos preservar nuestros
más íntimos pensamientos e intenciones, hemos de seguir disfrazados para siempre, lo cual, si cada uno ha elegido con tino su disfraz, no cambiará nada las cosas.


Texto extraído de «Una tumba y otros relatos»

Agradecimiento

Julia Otxoa
(Relato de su libro Kískili-KáskalaVosa, Madrid 1994

Hortensia Salazar recogió de la tintorería el abrigo rojo que días atrás había dejado para limpiar. El abrigo traía en su bolsillo izquierdo una pequeña carta dirigida a ella. Se le invitaba a acudir a una misteriosa cita en la playa, el martes doce a las tres de la tarde.La dama, picada por la curiosidad, acudió a la cita y esperó por espacio de tres largas horas. Cuando cansada e indignada se disponía a marcharse, un niño le entregó otra carta de color verde. En ella, el misterioso personaje, que firmaba con las iniciales A.Z. se excusaba por no haberse presentado y le volvía a convocar para dentro de siete días en los jardines de la catedral.Hortensia Salazar guardó fidelidad ininterrumpida durante más de veinte años a los sucesivos requerimientos, a pesar de que a ellos jamás acudió nadie.Gracias a la diversidad geográfica de las citas, la paciente dama llegó a conocer perfectamente todos los rincones de su ciudad. Y cuando murió, siendo ya muy anciana, lo hizo quedando profundamente agradecida a aquel desconocido, que durante tantos años había llenado su vida, manteniendo viva en ella la llama de la pasión por lo ignoto e inasequible.

10.11.11

Separa

Oscar Sipan
ERA VERANO y una mañana en la que no tenía nada que hacer decidí acompañar a la chica rubia al asilo para visitar a su abuela Petra. El sol quemaba lo suficiente para dejar de ser agradable y la chica rubia y yo nos dirigíamos al asilo. Caminábamos cogidos de la cintura, muy unidos, charlando animadamente, con las gafas de sol sucias y el sudor deslizándose por nuestro cuerpo como un torrente en época de crecida; cuando estás enamorado el tiempo y el espacio adquieren otra dimensión y por eso llegamos en un abrir y cerrar de ojos. Se trataba de una moderna construcción de ladrillo rojo -decorada con planchas caleidoscópicas de aluminio-de cuatro plantas de altura y repleta de amplios ventanales y cuidados jardines. Su situación privilegiada -una inmensa llanura rodeada de campos de cereal y alfalfa-hacía del lugar un paraíso para la tercera edad ya que, además de acercarles al entorno plenamente rural de su juventud, les llenaba de tranquilidad y sosiego. El edificio brillaba como una luciérnaga gigante en un país de invidentes y se divisaba a kilómetros de distancia.
Delante de la puerta principal -había además tres puertas auxiliares-, a escasos metros de la escalinata de mármol blanco, un coche mortuorio se encontraba estacionado; el alegre entorno se veía gravemente amenazado. La chica rubia se desprendió de mi cintura de una forma eléctrica, dio un chasquido nervioso con la punta de la lengua y cruzó los dedos deseando con toda su alma que aquel siniestro vehículo no fuera un taxi para su abuela Petra. Se despidió de mí con un beso rápido y seco y atravesó una selva de puertas de puertas automáticas de cristal. Cuando perdí de vista la silueta esbelta de su figura, me di a vuelta bruscamente y sentí cómo subía un escalofrío sin forma por el ascensor de mi columna vertebral; entonces decidí alejarme. Caminé hacia el ala este del edificio -una terraza con losas de gres rodeada por una barandilla metálica-y me senté en un sencillo y acogedor banco de madera. La visión del coche fúnebre me había producido un desagradable dolor de muelas en el alma y la verdad es que me sentía bastante incómodo allí sentado; algo en mi interior exigía movimiento. Enfilé mis pasos hacia un lateral y me apoyé en la valla que delimitaba la terraza con el jardín. Me quité las gafas de sol, turbias como el agua de una alcantarilla, y abrí los ojos todo lo que pude, intentando abarcar el mayor número de cosas posible. El sol calentaba todavía con más virulencia y en el horizonte una estrecha y descuidada carretera comarcal se abría paso entre los campos. Pequeñas figuras borrosas caminaban por el arcén de la misma en dirección al asilo. De repente, un gorrión macho se lanzó en picado y atrapó al vuelo una mariposa naranja con machas amarillas y negras. La mariposa nada pudo hacer. Lo vi como en un documental.
Apoyado en la valla de metal, pude comprobar cómo las pequeñas figuras -que avanzaban en una interminable procesión-eran algunos de los hombres y mujeres que habitaban aquel extraño hotel. Con un ritmo lento y casi diría doloroso, los ancianos caminaban en rigurosa fila india, como un grupo de boy-scouts perdidos en las brumas de un cementerio. No debían de ser más de quince o quizá veinte.
Con el paso de los minutos y las nubes de calor, fueron acercándose a su destino. Con muchísima dificultad, haciendo grandes esfuerzos, ascendieron la suave rampa que enlazaba la carretera con el asilo. Sus caras, apacibles y bondadosas, me recordaban a los rostros de los niños, extenuados tras un largo día de cumpleaños. Niños mayores de sesenta y cinco años que arrastraban un pasado. Niños ex bomberos, ex amas de casa, ex sargentos de la guardia civil, ex enfermeras o ex artistas de variedades, aunque también ex asesinos, ex prostitutas, ex violadores, ex parricidas o ex navajeros de la peor calaña; las canas y las arrugas implicaban respeto, pero las escorias de la vida pertenecían a cada uno.
Aunque no quise mirar, aunque me forcé a observar la infinita línea del horizonte en vez de apreciar el sufrimiento que aquella pequeña ondulación les producía, acabé volviendo la vista hacia la rampa. Era un espectáculo dantesto y decadente: parecían robots a los que se les estuviesen terminando las baterías. Según iban llegando a mi posición, me saludaban educadamente, entre respiraciones agitadas y palpitaciones asíncronas, y yo les devolvía el saludo con una cortés sonrisa. Cuando doblaron la esquina y se dieron de bruces con el coche fúnebre, dejaron de caminar, como inmovilizados por una fuerza descomunal y cercana, y se reunieron en un amplio círculo. En voz baja, como para no profanar el sueño de los muertos, fueron discutiendo a quién habría venido a buscar la dama de la guadaña.
En su tono de voz se podía apreciar el miedo, un miedo con el que tenían que convivir día a día. Un miedo que sólo desaparecería con la muerte.
Desde mi posición, desde de refugio al lado del jardín, pude apreciar la amargura de sus comentarios y, por un momento, perdí mi identidad, el contorno de mis recuerdos y lo que me pareció más importante: perdí la percepción de mi juventud. Me convertí en uno de ellos, en un pobre diablo que esperaba la muerte jugando al mus, recordando o haciendo pequeñas excursiones; saber a ciencia cierta que el monstruo viene hacia ti y disimular como si la cosa no fuese contigo, de eso se trataba. Lleno de un angustioso nerviosismo, caminé hacia la puerta principal, en un intento desesperado por desprenderme del miedo, viscoso e insondable, que aquel minúsculo grupo me había contagiado. Sentía las manos brutales y despiadadas de Dios en mi cuello -unas manos de largos dedos huesudos y llenos de callosidades-, ahogándome como a un perro, disfrutando con la destrucción de otra de sus imperfectas creaciones de barro y lágrimas. Me ahogaba y no podía evitarlo. Entonces, como por arte de magia, las puertas automáticas de cristal se abrieron y la chica rubia salió con su habitual entusiasmo y agitó la mano en mi dirección. De las profundidades de la entrepierna de mi pantalón vaquero surgió una oleada de calor incontrolable, una catedral de deseo que terminó por ahuyentar de mi lado aquel presagio de muerte. Cerré los ojos, inflé los pulmones de aire puro y me quedé allí, sonriendo, bajo el abrasador sol de agosto, con la extasiante alegría de haber recuperado mi juventud y la sensación de tener que aprovechar mi vida al máximo.

Cerraduras

OSCAR SIPÁN

Cerraduras
"Estamos todos en el fondo de un infierno, cada instante del cual es un milagro", E.M. CIORAN

Miro a través del ojo de la cerradura y veo a una mujer madura
-alcanzando esa frontera marchita que es la menopausia-- sentada en la cama de una habitación en penumbra. Tiene la cara surcada de arrugas, una de esas caras irreductibles, ajadas por el tiempo, que jamás se dignan en integrarse con el paisaje, y acaricia un retrato con ambas manos, casi arañándolo, presa de una impaciencia incontrolable. Los ojos -oscuros, impregnados en una luz confusa -son un pozo de aguas profundas; las sienes hierba cana, zuzón aletargado por el invierno. Ahora que su única hija ha muerto los días transcurren lentos y extraños. Suspira, sin dejar de acariciar el retrato, y se yergue repentinamente, poseída por una fuerza descomunal, agitando la lámpara de araña del techo. Sueña con sus manos pequeñas y su sonrisa irrompible, a todas horas.
Pero el cordón umbilical se ha roto definitivamente.
Se incorpora, sintiéndose vieja e inútil, y recorre la habitación empujada por la ansiedad. Se detiene ante el tocador. Se sienta en una silla de mimbre y se cepilla el cabello lentamente, con la mano izquierda, imitando los gestos elegantes y precisos de su hija. La voz de un hombre -"me voy, no me esperes para cenar"- atraviesa la puerta cerrada. Una voz pausada y nasal, carente de misterio, apática, demasiado lenta para la vida. Sin responderle, concentrada en sus miserias, abre un joyero y levanta el doble fondo de terciopelo: la foto de un joven de gesto orgulloso y rostro simétrico, algo taimado, una carta de amor moteada de lágrimas, un poema de grafía alterada por el dolor ("Te quiero con ese extraño avanzar de las mareas/ silencioso y disciplinado/ víctima de un absurdo plan tan antiguo como el tiempo/ de un dueño invisible/ de una luz que enturbia nuestros abrazos/ Te quiero desde la órbita imposible de un despertar varado en un océano de cansancio/ Te quiero a través de los cuerpos que pupila, corazón y cerebro/ fabrican para nosotros/ Te quiero/ a pesar de todo/ pero no hay poesía en la traición"), una caja de preservativos, un número de teléfono anotado en una grasienta servilleta de cafetería. Revisa estos objetos con la minuciosidad de un arqueólogo y luego los guarda. Vuelve a la cama y, abatida por una mano invisible, por un viento interior, se deja caer. Ahora, fría como una misa televisada, desorientada como una princesa sin un espejo, aferrándose a un pasado que se desmorona, buscando oxígeno en los recuerdos, paladeando un jarabe de hiel (el jugo de la derrota), sin ilusiones, sin camino, puede sentir la aplastante soledad humana, el estómago vacío de Dios. Porque, ¿de qué le sirve a una madre rota el sabor de la primera cereza del verano? ¿Puede importarle algo el deterioro de la capa de ozono? ¿Las consecuencias devastadoras del sida en Africa?
Se necesita mucho dolor para no sentir nada.
El tic tac del reloj asesina toda esperanza en el cuarto cerrado, sembrado de motas de polvo y mariposas disecadas, atrapado en una atmósfera de levadura.
Arroja el retrato contra la pared, provocando un ruido ensordecedor, desasosegante, como de trenes chocando en la niebla, y sale del cuarto con un único pensamiento:
--"No existe cobijo para esta tormenta".
* * * * * *
MIRO A TRAVÉS DEL OJO de la cerradura y veo a una mujer encorvada afeitando a su esposo. El filo de la navaja se desliza por el cuello y el mentón hasta llegar a un labio inferior, húmedo y amoratado, que se descuelga sin vida. La mujer le habla cariñosamente, como a un niño enfadado, mientras tensa la arrugas de la mejilla y secciona una barba cana e hirsuta. No puede evitarlo: una gota de sangre se desliza por un rostro que hacía volver la vista atrás y que ahora se encuentra reducido a una masa de carne inútil. Un cuerpo hermoso y solemne, de ideales acendrados y personalidad cautivadora, al que, por no quedarle, no le queda ni la dignidad del suicida: el cuerpo de un juez atrapado por una enfermedad de nombre impronunciable que nubla la vista y los sentidos, de un germen que asesina la lucidez, toda ilusión. Cuando termina, le masajea la cara de abajo a arriba, con su aftersabe preferido, y besa su frente herida, apenas rozándola; días atrás, se asustó al no reconocerse en el espejo y se golpeó en la huída con el armario del baño. Le quita el batín de seda japonesa (regalo de su último cumpleaños), desnudándole en un silencio quebradizo y, tumbándole en la cama, boca arriba, le coloca una cuña de metal bajo los genitales. Vierte agua templada y gel sobre un barreño de plástico y una esponja y limpia un cuerpo nervudo jaspeado de pecas y decadencia, dedicando especial atención a los pliegues de las articulaciones y el sexo. Tras secarlo concienzudamente, le cambia el pijama y le pone las zapatillas. Más tarde, deja caer la aguja de diamante sobre un disco gastado y, como cada mañana desde hace seis largos años, la "Danza húngara Nº 3" de Brahms se expande por el cuarto. Alzándolo de las axilas, lo coloca en posición vertical y entrelaza su mano a la suya, abrazando su gruesa cintura al mismo tiempo. El hombre mueve los pies pesadamente, sin prestar atención al ritmo ni al compás, fuera de toda armonía, como si se arrastrase por un lodazal. La mujer guía y dirige toda la operación. Es sólo un brillo, un destello que se diluye en sus ojos zarcos, de un azul abrasado, sin vida, lejos del bien y del mal, pero, por un momento, la luz de aquel viaje a Grecia le devuelve la esperanza: la sombra de un diciembre apasionado eternizándose en su cerebro, la sensación de inmortalidad al salir de puerto, el gentío agitando pañuelos blancos y derramando lágrimas de envidia o tristeza, las gaviotas, la fría brisa de la mañana y sus modales toscos, zafios hasta la exageración para un hombre de leyes, su mano poderosa ¾una mano de dedos tallados en bronce y uñas devoradas en el tedio de un despacho sin ventanas- acariciando el hueco de la nuca, la pequeña orquesta de jazz comandada por un pianista ciego, el baile, el capitán haciendo los honores con una condesa rusa, la risa y el alcohol, el silencio del camarote alterado por la música de los amantes, noches de cama con sabor masculino y dulzón, el sabor de la vida. No hay nada mejor que la vida. No hay nada tras la cortina de la vida.
Se aparta de él ¾acaba de orinarse y continúa bailando, ajeno a todo sufrimiento- y desea fuertemente que muera en mitad del sueño.
* * * * * *
MIRO A TRAVÉS DEL OJO de la cerradura y veo a una enana velando el cadáver de su madre. Cuatro candelabros de hierro iluminan tenuemente la sala, una habitación umbría de altos techos poblados por manchas de humedad y jeroglíficos de moho. Una flor seca y un escapulario dorado reposan sobre la mesilla de noche, el único mueble que acompaña a la cama. Un halo de olor acre y desagradable (el aroma del naufragio) envuelve el cuerpo sin vida de la muerta, todavía joven y hermosa, que tiene el cabello recogido en una trenza color mostaza, los labios agrietados por la enfermedad y las manos -manos de uñas largas y afiladas moteadas por restos de esmalte barato-cruzadas sobre el pecho; el semblante, pálido y sin arrugas, es una obra de arte impoluta esculpida en mármol por un loco o un genio.
La enana -sentada sobre la cama, a su lado-le acaricia la mejilla delicadamente, mientras se esfuerza por odiarla: hasta en el final, bajo el yugo inabarcable del invierno perpetuo, parece reprocharle su existencia.
--Aquí está, madre, sin gritarme, sin avergonzarse de mi presencia, hermosa, dulce y tranquila, cuando en vida sólo tuvo para mí desprecio y brutalidad -le increpa furiosa--. ¿Dónde están sus hombres? ¿A dónde se fueron aquellos hombres de sienes plateadas y bucles rubios, aquellos hombres corpulentos y delgados, bebedores y abstemios, empleados de banca y tahúres, engreídos y simpáticos a los que, bajo ningún concepto, podía yo saludar? Capté el mensaje alto y claro, madre: de un vientre tan bello nunca pudo salir nada deforme. Se desprendió de mi cordón umbilical con asco y me ignoró: ignoró al bebé que lloraba de hambre en la cuna, ignoró a la niña que jugaba sola lejos de la vista de la gente, ignoró a la adolescente que se formulaba preguntas en el silencio de la madrugada, que mutaba a mujer en un cerco de amargura. Madre, rompió la más sagrada ley de la naturaleza: repudió a la sangre de su sangre. Me convirtió en el muñeco repugnante donde desahogar sus iras, en la criada eficiente e invisible de su pensión para hombres.
Nada más verla, nada más cruzar el umbral de la puerta de la casa de beneficencia, acompañada por la hermana-portera de voz inexistente y ojos esquivos, se ha llenado de odio: preciosa hasta el final, exuberante en su delgadez, refulgiendo en la penumbra de la habitación como un icono religioso. Un pensamiento trashumante la deja sin fuerzas: al igual que las bombillas aumentan su resplandor y luego se desvanecen, se iluminó antes de morir.
Aunque sabe que ha muerto sola y medio loca, en la más absoluta miseria, lejos de sus vestidos fabulosos, de sus perfumes franceses y de sus joyas, de sus hombres solitarios y sus placeres rápidos en un bazar sexual abierto las veinticuatro horas, bajo un crucifijo de madera arrasado por la carcoma y los rezos, en la habitación de una casa de amparo, consciente en su agonía, retorciéndose entre sábanas usadas y mugre, todavía siente su presencia altiva e irritable, imagina su sonrisa de ultratumba antes del castigo. Y eso la sobrecoge: la semilla del temor no necesita luz para germinar.
--No, basta ya, madre, cuando crucé esa puerta prometí que no volvería a intimidarme. Escapé a un mundo mejor, me exilié de su compañía y del muérdago de sus ojos turbios y, como padre, encontré la felicidad -le recrimina con un tono de voz impregnado en desesperación-Y, ¿sabe qué le digo, madre? Espero que se pudra en el infierno.
Sin mirar atrás, sintiendo un alivio indescriptible, se aleja con paso firme y sale del cuarto hacia la vida, mientras las velas se consumen en una danza anárquica y derraman riachuelos de cera.
* * * * * *
MIRO A TRAVÉS DEL OJO de la cerradura y veo a una mujer desnuda asiendo un violonchelo como a un amante apocado. Frente a ella, un gran espejo hexagonal le devuelve su imagen, inmóvil, petrificada en un suspiro; una cortina roja, pesada como un muro, aisla la habitación de la luz y el ruido. Tiene los ojos cerrados -ojos de pestañas cobrizas y rizadas, de párpados delicados y venosos- y respira pausadamente. El cabello rasurado al uno le da un aspecto de indefensión. Una hembra de lóbulos cristalinos, pubis laberíntico y piernas largas rematadas por tobillos de porcelana china que desembocan en unos pies pequeños. Una boca grande -de modelo consumida por las drogas, los hombres y la noche-retiene el silencio en un rictus de serenidad. Sus pequeñas manos parecen un prolongación del arco y el violonchelo. Desde su oscuridad, espera el momento adecuado, la décima de segundo mágica que infle las velas de la inspiración. Nada perturba ese rostro cincelado por dioses o demonios, ese rostro de piel pálida y nariz oblonga. De repente, rompe su mutismo y abre los ojos, iluminada por una luz indescifrable, por un néctar de sonidos y colores (licor de almas), y, siguiendo con fervor la partitura fijada en un atril invisible, extrae del instrumento notas que recuerdan aromas silvestres, aromas lejanos, aromas misteriosos: música refrescante para el alma de los que no esperan nada. Utiliza la improvisación como llave que abre la puerta entre dos mundos, como antídoto contra la locura. Se enfrenta a la pieza sin planes ni estratagemas, prisionera de su libertad, combatiendo, con una armonía indestructible, sus miedos, sus inquietudes, buscando el púrpura de la noche eterna, el clímax de su zigurat particular y, cuando parece alcanzarlo, una fuerza desconocida destruye su concentración y le arroja a la realidad. En una sola nota descendente toda la tristeza y el desencanto, toda la vejez y la enfermedad, todo el cansancio y el peso de la Historia, el reflejo de un millón de tardes de hastío en el agua clara, de despertares solitarios, de traiciones inesperadas, los dialectos del tiempo desvelados en una única nota inacabada, el tórrido e imparable camino hacia la muerte.
Se deja caer al suelo entre sollozos, firmemente abrazada a su amante, sintiendo la náusea de la impotencia, víctima, una vez más, de su propia imperfección.
* * * * * *
MIRO A TRAVÉS DEL OJO de la cerradura y veo a una mujer anclada en la moda de otro tiempo maquillándose ante un espejo de bolsillo. El espejo le dice que nunca fue bonita. Intenta borrar el paso del tiempo con varias capas de maquillaje apelmazado. Pero no es suficiente. Lleva un vestido rojo atardecer que se ciñe a sus caderas y a sus pechos -erguidos y voluptuosos en el pasado, que ahora se descuelgan como fruta podrida, lejos de la efervescencia de la juventud, avergonzados de su antigua lozanía- y parece sonreírle a una copa de vino. Un gran escote en forma de uve muestra las manchas de la vejez y el sol. Brinda a la salud de Gregory Peck, bebe un largo trago y golpea el vaso contra la mesa; los posos del vino se quedan impregnados en el carmín y una saliva oleaginosa se desliza por la comisura de sus labios. Se dispone a ofrecer a la sociedad seis horas de su tiempo libre. El teléfono de la esperanza es un método como cualquier otro para combatir las espinas de la soledad; una forma más de fortificarse contra el fracaso. Medio borracha, con la mirada chispeante y sincera, se levanta y hace café. La cocina -demasiado grande para una sola persona-refulge en una oscuridad tan sólo alterada por la llama del calentador. El silencio, esa ausencia de voces y ruido, parece sobrecogerla. Se sirve un café largo, le agrega un chorrito de anís casero y regresa junto al teléfono. En el cenicero, restos de carmín acunan a cinco cigarrillos consumidos. Termina un crucigrama sin demasiado interés -"sexta letra del alfabeto griego" ZETA--. Camina inquieta con sus zapatos de tacón, rehuyendo su imagen en el espejo, sintiendo un cansancio inexplicable, esperando. Regresa por el camino de la bebida y se sirve varias dosis. Un pensamiento obsceno, sacrílego atraviesa su cabeza: besar en la boca al hombre que, desde el crucifijo de bronce, preside la habitación, lamer la herida del costado y arrancarle el taparrabos, seducirlo, poseerlo en la plenitud de su calvario.
--¿Esta mentira es la vida? ¿Esta falacia? ¿Por qué nos arrastramos como serpientes por un sendero plagado de aristas cortantes? ¿A dónde se fue mi buena estrella? -se lamenta en voz alta, con la cabeza fijada entre las manos.
Se acerca al teléfono negro y desea con todas sus fuerzas que alguien llame. Alguien con una historia triste y sórdida, no importa que sea hombre o mujer. Alguien que se desaga en llantos y necesite su apoyo, su conversación. Porque ella aconseja, escucha, orienta...es una brújula en un mar de confusión; un mar que, en realidad, también arremete contra ella.
Cuando suena el teléfono contesta acariciando el gatillo de una pistola cargada que, tarde o temprano, tendrá que utilizar.
* * * * * *
MIRO A TRAVÉS DEL OJO de la cerradura y veo a una mujer inclinada sobre una máquina de escribir. El flexo --un círculo de luz ambarina-ilumina volutas de humo y ráfagas de palabras que, como por arte de magia, surgen de la nada, empujadas por unos dedos ágiles y huesudos, sin anillos, esculpidas para una absurda posteridad. Multitud de párrafos masacrados y frases ilegibles violan las cuartillas de papel reciclado, que se amontonan en la parte izquierda de la mesa y en la papelera de rejilla, convertidas en minúsculos satélites.
Escribe: "Le sonríe maquinalmente, sin ganas, y a cambio recibe otro abrazo desconfiado. Ha cedido en sus pretensiones, en su pequeña rebelión. Porque las mujeres le temen al fórceps oxidado que todo hombre lleva dentro".
Escribe: "Los partos, el paso del tiempo y el desamor la convirtieron en una mujer anfibia, una mujer que indistintamente podía vivir en el ostracismo de una tierra baldía de sentimientos o sumergida en un doloroso mar de lágrimas y desdicha".
Escribe: "Hombre y mujer están condenados a no entenderse, a desangrarse en la gélida bañera del amor. El sufrimiento de dos mundos opuestos abre el camino, un camino cuyo final siempre se hace solo y desnudo".
Remarca estas frases con un rotulador rojo y luego las estruja entre sus manos.
Comenzó el relato preguntándose "¿qué hay tras las puertas cerradas?", pero únicamente escribe sobre el esfuerzo: el esfuerzo de una madre por recuperar a su hija fallecida; el esfuerzo de malvivir con un marido víctima del Alzheimer; el esfuerzo por superar el recuerdo de una madre cruel y despiadada; el esfuerzo por vencer la mediocridad; el esfuerzo por escapar de la soledad, el hastío de los que esperan. Escribe sobre los seres que mejor conoce: las mujeres. Y utiliza las cerraduras como nexo entre su imaginación y la realidad. Porque, ¿qué es real y qué no lo es? Alguien dijo:
--"Una vida no existe si no es narrada y fijada en el papel".

4.11.11

Antología de cuentistas contemporáneos españoles. Primera parte.

Ramón Gómez de la Serna

RAMÓN GóMEZ DE LA SERNA (1888-1963). Nació en Madrid. Publicó su primer libro a los 13 años; su obra sobrepasa los 80 volúmenes. Entre sus muchas características innovadoras está la de transformar los géneros que toca dándoles un sello y configuración muy personales. Fue el creador de la greguería, frase aguda, breve y paradójica. Como el pintor Dalí, sus excentricidades abonaron su fama: pronunció conferencias, encaramado en un trapecio, o encima de una mesa colocada sobre el lomo de un elefante pintado de blonco y negro; solía decir que las siete plumas de fuente que invarioblemente llevaba en el bolsillo interior del saco se llenaban solas por la sangre que extraían de su corazón. La admiración hacia él llegó a ser motivo de un culto conocido con el nombre de ramonismo. No crea en su literatura propiamente personajes, sino tipos que encarnan ideas. Su novela más conocida, La viuda blanca y negra, acusa cierta influencia unamunesca.


El pez único
Ramón Gómez de la Serna


El gabinete brasileño tenía aire de decoración del rey Midas, con biombos del emperador del Japón. Sobre una mesita brillaba una pecera de cristal azuloso, en que el pez, más inverosímil del mundo se paseaba como por un palacio. Se veía que el centro de la habitación era aquella pecera. En la paz sestera del salón de Río de Janeiro, todo floreciente hacia la bahía luminosa, la pecera era como el símbolo de un misterio y de una adoración.
Don Américo, repleto y callado, y doña Lía, silenciosa y amuñecada, estaban satisfechos de sus rentas. Se sentía en aquella paz un silencio fecundo, cuajado en cafetales, rico en raíces, resurgidor de cosechas. Don Américo y doña Lía no tenían más deber que no interrumpir lo que iba cundiendo en la atmósfera, como riqueza de lluvia en día claro y candente.
—Lía, estás demasiado inmóvil —dijo don Américo, asustando al pez con sus palabras.
—Américo, así se conserva mejor la etiqueta, y ya sabes que viene a cenar el excelentísimo don Reinaldo dos Santos.
—Lo sé, pero es demasiada tu inmovilidad... Mécele,... Cuando tan compuesta y perfumada te mueves en la, mecedora, parece que entran vientos perfumados en la habjtación.
Doña Lía se movió un poco y por las ramas y las flores dibujadas en la casa y taraceadas en los biombos pasó una brisa que lo animó todo.
—¿Sabes el signo que me parece que hace nuestro pez en el agua? —preguntó don Américo.
—¿Cuál? —dijo doña Lía.
—El signo del dólar, la ese endemoniada.
—Como que nuestro pez en un pez capitalista.
Había llegado la hora de encender luz, y doña Lía encendió tantas lámparas como se encienden en un teatro inyectando enchufes en todas las paredes y animando de luz las más bellas pantallas céreas y sonrosadas.
El timbre sonó en el fondo de 1a casa, y a los pocos momentos se oyó el badajo de un bastón en la campana de cobre de la bastonera y poco después en el felpudo del pasillo se sintieron pasos en voz baja, y como remate un criado, al que destacaron en el umbral de la habitación las linternas de sus guantes blancos, pronunció e1 nombre del excelentísimo señor don Reinaldo dos Santos de Alburquerque da Silva.
Durante un largo rato como cuando los pájaros trinan al encontrarse en el mismo árbol, se repartieron cortesías, saludos y excelencias entre los tres reunidos. El excelentísimo don Reinaldo dos Santos traía un esmoquin intachable y en su pechera lucía esa perla verdadera en que se conoce a los americanos verdaderos.
Don Reinaldo comenzó a acariciar las pantallas como si fuesen gorrotes de niños, y alabó copiosamente todas aquellas riquezas que convertían en sacristía búdica el salón de doña Lía y don Américo. Al llegar al pez se quedó asombrado, como si hubiese hallado uno de esos joyeles únicos que se muestran en las vitrinas centrales de los museos.
—Pero ¿qué pez es éste? —preguntó balbuciendo ante las irisaciones con que coqueteaba bajo sus miradas, soltando burbujas de ópalo, mientras sonreía como un pez irónico y superior.
—¡Ah, este pez es un pez inencontrable y mágico! —dijo ponderativo don Américo.
Don Reinaldo miraba el fondo de la pecera como un pájaro que sólo mira con un ojo para ver mejor lo que cae bajo su vista.
—¡Un pez como éste no lo habrá visto su excelencia jamás! —añadió doña Lía, aumentando el interés de la visión.
El pez se movía en el agua con pretensiones de bolsillo de brillantes y zafiros montados sobre malla de oro.
—Este pez —insistió don Américo— es un pez único de la India, que ha necesitado cien años de cruces y cuidados para tener tan bellos matices. Ha consumido las vidas de un padre, un hijo y un nieto, dedicados a añadirle lóbulos de perfección.
—¡Si le dijéramos lo que ha costado, se quedaría usted patidifuso!... ¡Cinco mil pesos! —declaró doña Lía, dejando inmóvil al invitado.
Durante unos minutos, el joven de tierra adentro tomó el aspecto enigmático del indígena malicioso acariciando la idea de un crimen. El bigotico con que imitaba a los héroes de la pantalla se despegaba de su rostro de color amulatado, y su sonrisa se fue abriendo en sonrisa de máscara.
Don Américo y doña Lía se miraron satisfechos de ver una admiración tan enorme frente a su pez único.
Don Reinaldo espiaba en un espejo lejano el gesto de los dueños de la casa, y, volviéndoles la espalda, en un santiamén metió la mano en la pecera, apañó el pez, y en un abrir y cerrar de ojos, ¡zas!, se tragó el pez inaudito, el pez insólito, la filigrana tierna y centenaria.
—¡Oh!
—¡Ah!
Dos inmensas exclamaciones de pavor atravesaron como dos balas el espejo en que don Reinaldo, después de haber hecho el gesto infernal de quien se ha tragado toda la caja de las píldoras en vez de la pildorita indicada, volvía a sonreír satisfecho.
—¿Pero qué ha hecho su excelencia? -¿Pero cómo ha podido hacer su excelencia eso? —preguntaron uno tras otro, con idéntica incomprensión, doña Lía y don Américo.
Don Reinaldo, cínico y lleno de sensatez salvaje, respondió:
—¡Un pez de cinco mil pesos! ¡Pues no es nada la suerte! ¿Es que creen ustedes que volveré a encontrarme nunca un pez así? Lo contaré en todas partes como la fechoría más gloriosa de mi vida ¡Haberse comido un pez de cinco mil pesos!
Don Américo, que le oía atónito y colérico, se dirigió a él con gesto de rey de la tribu que echa del poblado al transgresor de la ley, y, señalándole con el dedo la puerta, le dijo:
—¡Váyase!... Ya ha comido usted en mi casa para toda la vida.
—Muchas gracias —respondió don Reinaldo—, ha bastado el entremés para quitarme el apetito... Muchas gracias.
Y don Reinaldo desapareció en el pasillo.



GREGUERÍAS («humorismo + metáfora = greguería»)
De Ramón Gómez de la Serna

Como daba besos lentos duraban más sus amores.
_________________
A veces un beso no es más que chewing gum compartido.
_________________
La reja es el teléfono de más corto hilo para hablar de amor.
_________________
Amor es despertar a una mujer y que no se indigne.
_________________
Daba besos de segunda boca.
_________________
El primer beso es un robo.
_________________
Cuando una mujer te plancha la solapa con la mano ya estás perdido.
_________________
Cuando la mujer pide ensalada de frutas para dos perfecciona el pecado original.
_________________
El amor nace del deseo repentino de hacer eterno lo pasajero.
_________________
En la manera de matar la colilla contra el cenicero se reconoce a la mujer cruel.
_________________
Aquella mujer me miró como a un taxi desocupado.
_________________
Hay matrimonios que se dan la espalda mientras duermen para que el uno no le robe al otro los sueños ideales.
_________________
Si os tiembla la cerilla al dar lumbre a una mujer, estáis perdidos.
_________________
El beso es hambre de inmortalidad.
_________________
Debajo de un traje de terciopelo parece que la mujer va sin ropa interior.
_________________
Como con los sellos de correo sucede con los besos que los hay los que pegan y los que no pegan.

Marcelo Brito (cuento)

CAMILO JOSÉ CELA (1916). Nació en Galicia. Su formación universitaria se vio truncada por la guerra. Por breves períodos fue periodista y empleado burocrático. Es una figura literaria que siempre ha suscitado polémicas: ha recibido por igual elogios y denuestos. Viajó por América y conoce muy bien España. Algunas de sus obras son: Viaje a la Alcarria. Esas nubes que pasan y El molino de viento, narraciones cortas; La familia de PascuaI Duarte, Nuevas andanzas de Lazarillo de Tormes, La colmena, La catira, novelas. Cela posee una gran habilidad para dar rápidos retratos, y admirables dotes verbales. Es uno de los escritores españoles más traducidos y leídos en el extranjero.

Marcelo Brito
Camilo José Cela

Durante muchos meses no se habló de otra cosa por el pueblo... Marcelo Brito, el mulato portugués, cantor de fados y analfabeto, sentimental y soplador de vidrio, con su terno color de café con leche, su sempiterna y amarga sonrisa y su mirar cansino de bestia familiar y entrañable, había salido de presidio. Tenía por entonces alrededor de cuarenta años, y allá —como él decía— se habían quedado sus diez anteriores, mustios, monótonos, reducidos a una reproducción de la carabela Santa María, metida inverosímilmente dentro de una botella de vidrio verde, que había regalado —sabrá Dios por qué—, con una dedicatoria cadenciosa que tardó once meses en copiar de la muestra que le hiciera vaya usted a saber qué ignorado calígrafo presidiario, a don Alejandro, su abogado, el mismo que no consiguió convencer al juez de su inocencia. Porque Marcelo Brito, para que usted lo sepa, era inocente; no fue él quien le pegó con el hacha en mitad de la cabeza a Marta, su mujer; no fue él, que fue la señora Justina, su suegra, la madre de Marta. Pero como parecía que había sido él, y como —después de todo— al juez le era lo mismo que hubiera sido como que no, le mandaron a presidio, y allá le tuvieron casi diez años, metiendo las largas pinzas —con las jarcias y los obenques y los foques de la Santa María—, por el cuello de la botella. Sobre el camastro tenía una fotografía dc Marta, su difunta mujer, de traje negro y con un ramo de azahar en la mano; y, según me contó José Martínez Calvet —su compañero de celda, a quien hube de conocer, andando el tiempo, en Betanzos, en la romería D'os caneiros—, algunas veces su exaltación al verla llegaba a tal extremo, que había que esconderle la botella, con su carabelita dentro, porque no echase a perder toda su labor estragando lo que —cuando no le daba por pensar— era lo único que le entretenía. Después volvía el retrato de su mujer de cara a la pared, y así lo tenía tres o cuatro días, hasta que se le pasaba el arrechucho y lo volvía a poner del derecho. Cuando esto hacía, la cubría materialmente de besos, con tal frenesí, que acababa derrumbándose sobre el jergón, boca abajo, postura en la que quedaba a lo mejor hasta tres o cuatro horas seguidas, llorando como un niño.
Una vez fueron por la penitenciaría, en viaje de estudios, unos abogados recién salidos de la Facultad, sentenciosos y presumidillos como seminaristas de último año de la carrera, que hablaban enfáticamente de la Patología criminal y que no encontraban una cosa a derechas. Quiso la Divina Providencia que fueran testigos de una de las crisis de Marcelo, y como si se hubieran puesto de acuerdo, tuvieron a bien opinar —sin que nadie les preguntase nada— sobre lo que ellos llamaban “caracteres específicos del criminal nato”, sentando como incontrastable la teoría de que esos arrebatos del mulato no eran sino expresión del arrepentimiento que experimentaba por “haber segado en flor” —la frase es de uno de los letrados visitantes— la vida de la mujer a quien en otro tiempo había amado. Los abogadetes se marcharon con su sonrisa satisfecha y su aire triunfal, y yo muchas veces me he preguntado qué habrán dicho, si es que llegaron a enterarse, de lo que más tarde hemos sabido todos: que la pobre Marta se fue para el purgatorio con la cabeza atada con unos cordeles, puestos para enmendar lo que su marido ni hizo ni probablemente se le ocurrió jamás hacer.
La interpretación de los sentimientos es complicada, porque no queremos hacerla sencilla. Sin su complicación, mucha gente a quien saludamos ron orgullo —y con un poco de envidia y otro poco de temor también— y a quien dejamos respetuosamente la derecha cuando nos cruzamos con ella por la calle, no tendría con qué comprar automóviles, ni radios, ni pendientes para sus mujeres, ni nosotros, los que somos sencillos y no tenemos automóvil, ni radio, ni pendientes para regalar, ni, en última instancia, mujer a quien regalárselos, ¿para qué queremos complicar las cosas, si en cuanto dejan de ser sencillas ya no las entendemos? Usted se preguntará por qué sonrío cuando digo esto. Usted se pregunta eso porque no interpreta los sentimientos del prójimo —los míos en este caso— con sencillez. Usted piensa que yo sonrío para hacerme enigmático, para llevar a su alma una sombra de duda sobre mi sencillez; pero yo le podría jurar por lo que quisiera que si sonrío no es más que porque me asusta el convencerme de que no entiendo las cosas en cuanto han dado más de dos vueltas por mi cabeza. Mi sonrisa no es ni más ni menos de lo que creería un niño que me viese sonreír y entendiese lo que digo; mi sonrisa no es sino escudo de mi impotencia, de esta impotencia que amo, por mía y por sencilla, y que me hace llorar y rabiar sin avergonzarme de ello, aunque los abogados crean que si lloro y rabio es porque he dejado de ser sencillo, porque he matado —quién sabe si de un hachazo en la cabeza— mi sencillez y mi candor, recobrados ahora que ya soy viejo, como un primer tesoro...
Lo que sí puedo asegurarles es que el llanto del desgraciado portugués no estaba provocado por arrepentimiento de ninguna clase, porque de ninguna clase podía ser un arrepentimiento producido por una cosa de la que uno no puede arrepentirse porque no la hizo; el llanto de Marcelo no era ni más ni menos —Y qué sencillo es— que por haber perdido lo que no quiso nunca perder y lo que quería más en el mundo, más que a su madre, más que a Portugal, más que a los fados, más que a la varilla de soplar que le había traído don Wolf la vez que fue a Jena de viaje... El llanto de Marcelo era por Marta, por no poder tenerla, por no poder hablarle y besarla como antes, por no poder cantar con ella —parsimoniosamente, a dos voces ya la guitarra— aquellas tristes canciones que cantara años atrás...
—¡Voy muy desordenado, don Camilo José, y usted me lo perdonará! Pero cuando hablo de todas estas cosas es cuando miro jugar a los niños, ¡que no importa adónde van a parar, como no importa mirar si es más hondo o menos hondo el agujero que hacen las criaturas en la arena de la playa!...
Habíamos quedado en que no fuera él, sino la señora Justina, su suegra, la que diera fin a los veintitrés años de Marta. El caso es que tardó en averiguarse la verdad tanto como la vieja tardó en morir, porque la muy bruja —que debía de tener miedo a la muerte— tuvo buen cuidado de callar siempre, aun cuando más comprometido veía al yerno, y menos mal que cuando se la llevó Satanás tuvo la ocurrencia de dejar una carta escrita diciendo la verdad; que si no, a estas alturas el pobre Marcelo seguía añadiéndole detallitos a la Santa María... Tal maldad tenía la vieja, que para mí no dijo la verdad ni aun en trance de muerte, al confesor ni a nadie, porque, aunque, según cuentan, pedía confesión a gritos, me cuesta trabajo creer que no fuese hereje. El caso es que, como digo, dejó una carta escrita diciendo lo que había, y al inocente le sacaron de la cárcel —con tanto, por lo menos, papel de oficio como cuando le metieron—, y como era un buen soplador y don Wolf le estimaba, volvió a colocarse en la fábrica —que por entonces tenía dos pabellones más— y a trabajar, si no feliz, por lo menos descansado.
Transcurrieron dos años sin que ocurriera novedad, y al cabo de eso tiempo nos vimos sorprendidos con la noticia de que Marcelo Brito, temeroso de la soledad, se casaba de nuevo.
La soledad, con Marcelo tan al margen, tan a la parte de fuera de lo que le rodeaba, como tiempo atrás lo estuviera de su compañero José Martínez Calvet, era dura y desabrida, y tan pesada y tan difícil de llevar, que Marcelo Brito —quizá un poco por miedo y otro poco por egoísmo, aunque él es posible que no se diese mucha cuenta de este segundo supuesto y que incluso lo rechazara si llegase a percatarse de su verdad— se decidió a dar el paso, a arreglar una vez más sus papeles (aumentados ahora con el certificado de defunción de Marta) y a «erigir un nuevo hogar», como don Raimundo, el cura, hubo de decir con motivo de la boda. Esta vez fue Dolores, la hija del guarda del paso a nivel, la escogida. Marcelo lo pensó mucho antes de decidirse, y su previsión, para que la triste historia no se repitiese, la llevó hasta tal extremo, que, según cuentan, sometió durante meses a su nueva suegra a las más extrañas y difíciles pruebas; la señora Jacinta, la madre de Dolores, era tonta e incauta como una oveja, y fueron precisamente su tontería y su falta de cautela las que la hicieron salir victoriosa —la inocencia, al cabo, siempre triunfa— de las zancadillas y los baches que, por probarla, no por mala intención, le preparara su yerno.
Dolores era joven y guapa, aunque viuda ya de un marinero a quien la mar quiso tragarse, y el único hijo que había tenido —de unos cuatro años por entonces— había sido muerto diez u once meses atrás, por un mercancías que pasó sin avisar... Los trenes —no sé si usted sabrá—, cuando van a ser seguidos de otro cuyo paso no ha sido comunicado a los guardabarreras, llevan colgado del vagón de cola un farolillo verde para avisar. El mixto de Santiago, que era el que precedió al mercancías, no llevaba farol, y si lo llevaba, iría apagado; porque nadie lo vio. El caso es que Dolores no tomó cuidado del chiquillo y que el mercancías —con treinta y dos unidades— le pasó por encima y le dejó la cabecita como una hoja de bacalao... Al principio hubo el consiguiente revuelo; pero después —como, desgraciadamente, siempre ocurre— no pasó más sino que a la víctima le hicieron la autopsia, la metieron en una cajita blanca —que, eso sí, le regaló la Compañía— y la enterraron.
El gerente le echó la culpa al jefe de Servicios; el jefe de Servicios, al jefe de la estación de La Esclavitud; el jefe de la estación de La Esclavitud, al jefe de tren; el jefe de tren, al viento... El viento —permítame que me ría— es irresponsable.
La boda se celebró, y aunque los dos eran viudos, no hubo cencerrada, porque el pueblo, ya sabe usted, es cariñoso y afectivo como los niños, y tanto Marcelo como Dolores eran más dignos de afecto y de cariño —por todo lo que habían pasado— que de otra cosa. Transcurrieron los meses, y al año y pico de casarse tuvieron un niño, a quien llamaron Marcelo, y que daba gozo verle de sano y colorado como era. Marcelo padre estaba radiante de alegría; cuando vino el verano y ya el chiquillo tenía unos meses, iba todos los días, después del vidrio, al río con la mujer y con el hijo; al niño le ponían sobre una manta, y Marcelo y la mujer, por entretenerse, jugaban a la brisca. Los domingos llevaban, además, chorizo y vino para merendar, y la guitarra (mejor dicho, otra guitarra, porque la otra se desfondó una mañana que la señora Justina se sentó encima de ella) para cantar fados.
La vida en el matrimonio era feliz. No andaban boyantes, pero tampoco apurados; y como al jornal de Marcelo hubo de unirse el de Dolores, que empezó a trabajar en una aserrería que estaba por Bastabales, llegaron a reunir entre los dos la cantidad bastante para no tener que sentir agobio de dinero. El niño crecía poquito a poco, como crecen los niños, pero sano y seguro, como si quisiera darse prisa para apurar la poca vida que había de restarle.
Primero echó un diente; después rompió a dar carreritas de dos o tres pasos; después empezó a hablar... A los cinco años, Marcelo hijo era un rapaz moreno y plantado, con los labios rojos y un poco abultados, las piernas rectas y duras... No había pasado el sarampión; no había tenido la tosferina; no había sufrido lo mismo para echar la dentadura...
Los padres seguían yendo con él —y con el chorizo, el vino y la guitarra— a sentarse en la hierbita del río los domingos por la tarde. Cuando se cansaban de cantar, sacaban las cartas y se ponían a jugar —como cinco años atrás— a la brisca. Marcelo seguía gastándole a su mujer la broma de siempre —dejarse ganar—, y Dolores seguía correspondiendo al marido con la seriedad de siempre; una seriedad un poco cómica que a Marcelo —un sentimental en el fondo— le resultaba encantadora.
Al niño le quitaban las alpargatas y correteaba sobre el verde, o bajaba hasta la arena de la orilla, o metía los pies en el agua, arremangándose los pantaloncillos de pana hasta por encima de las rodillas.
Hasta que un día —la fatalidad se ensañaba con el desgraciado Brito— sucedió lo que todo el mundo (después de que sucedió, qué antes nadie lo dijo) salió diciendo que tenía que suceder: el niño —nadie sino Dios, que está en lo alto, supo nunca exactamente cómo fue— debió de caerse, o resbalar, o perder pie, o marearse, el caso es que se lo llevó la corriente y se ahogó.
¡Sabe Dios lo que habrá sufrido el angelito! Don Anselmo, que conocía bien los horrores de verse rodeado de agua por completo, que sabía bien el pobre —tres naufragios, uno de ellos gravísimo, hubo de soportar— de los miedos que se han de pasar al luchar, impotentes, contra el elemento, comentaba siempre con escalofrío la desgracia de Marcelo hijo.
No se oyó ni un grito ni un quejido; si la criatura gritó, bien sabe Dios que por nadie fue oída... Le habrían oído sólo los peces, los helechos de la orilla, las moléculas del agua... ¡lo que no podía salvarle! Le habrían sólo oído Dios y sus santos, los ángeles, niños a lo mejor como él, y quien sabe si, por la voluntad divina, parados en sus cinco años inocentes, aunque en sus alas hubieran soplado ya vendavales de tantos siglos...
El cadáver fue a aparecer preso en la reja del molino, al lado de una gallina muerta que llevaría allí vaya usted a saber los días, y a quien nadie hubiera encontrado jamás si no se hubiera ahogado el niño del portugués; la gallina se hubiera ido medio consumiendo, medio disolviendo lentamente, ya la dueña siempre le habría quedado la sospecha de que se la había robado cualquier vecina o aquel caminante de la barba y el morral que se llevaba la culpa de todo...
Si el molino no hubiera tenido reja, al niño no le habría encontrado nadie. ¡Quién sabe si se hubiera molido, poquito a poco; si se hubiera convertido en polvo fino, como si fuera maíz, y nos lo hubiéramos comido entre todos! El juez se daría por vencido, y doña Julia —que tenía un paladar muy delicado— quizá hubiera dicho:
—¡Qué raro sabe este pan! Pero nadie le hubiera hecho caso, porque todos habríamos creído que eran rarezas de doña Julia...

Fallos en el Sistema

ÁNGELA VALLVEY
escritora española, (1964).

Si tenía que ser sincero, él nunca había pensado seriamente sobre ello. Si hacía un esfuerzo, recordaba con una vaga inquietud algo de sus días de instituto, sus aburridas clases de ciencias, su indiferencia respecto a muchos asuntos que parecían ser esenciales a juicio de sus profesores.

Pero reflexionar, lo que se dice meditar formalmente sobre la cuestión, no lo había hecho nunca. Hasta aquella tarde. La tarde en que pensó, con las mejores palabras del mejor de los lenguajes existentes en el mundo más perfecto posible, unas cuentas cosas. La gravedad, los cuerpos celestes, la rotación de la Tierra, volcanes, meteoritos... Todo eso.

Ah, cielo santo... ¿Dónde se metía Dios, el Dios de Newton que, aunque no hacía mucho por arreglar miserias y el dolor humanos, al menos se dedicaba a reajustar de vez en cuando las órbitas de los planetas y a mantener el sistema, caótico por naturaleza, funcionando correctamente?

Se acordó de repente de asuntos que alguna vez había leído u oído, incluso memorizado sin prestar atención, como se hace con los anuncios de la tele, que todo el mundo cree ignorar hasta que un día se da cuenta de que está tarareando una melodía ridícula en la que se exaltan las benéficas virtudes de una determinada marca de cereales chocolateados.

Primero fue una pequeña sacudida, como un espasmo de impaciencia que no supo en principio si achacar a su propio estado anímico, alterado y nervioso por el cambio de ambiente. Después, un desacompasado vaivén lleno de furia. Una sacudida fuerte que lo agitó como un sonajero en las manos de un bebé monstruoso. ¿Era el impacto de un meteorito, otro como aquél que exterminó a los dinosaurios? ¿O un terremoto? Sí, se trataba de un maldito terremoto, y él no había presenciado ninguno hasta entonces. Habían pasado 10 días desde que llegó a aquella ciudad y ya una sacudida de la Tierra le había dejado el estómago y el espíritu arrasados por el pánico.

Cuando todo pasó, pensó en aquella Ley de la Gravitación Universal que decía que todos los cuerpos celestes están suspendidos en el espacio insondable y se atraen y se repelen unos a otros de manera que mantienen entre ellos un equilibrio estable, o una inestabilidad más o menos estable. No recordaba con exactitud los términos científicos, pero era algo parecido.

Sólo entonces se dio cuenta de que realmente flotamos a la deriva en medio de un espacio indefinible, negro, salvaje e inexplorado. Que ningún gigante o semidiós ciclópeo y ceñudo sujeta la Tierra para que no se caiga, al fin y al cabo. Que estamos suspendidos sobre la oscuridad y algo que parece vacío, pero que es aún más sobrecogedor porque está lleno de todo eso que no conocemos.

Comenzó a sudar como un pobre diablo, inundado de presagios aciagos. ¿Y si la cosa dejaba de funcionar así, de buenas a primeras? ¿Y si el caos llamaba a la puerta de la vida pocos minutos después del terremoto? Es más: ¿y si aquel temblor era sólo el principio del fin del Orden Universal? Él era tan ingenuo que, realmente, toda su vida había creído que tal cosa existía. Al fin y al cabo era un joven cónsul, una persona diplomática de oficio y de vocación, cuerda y segura. Pero... ¿y si acababa de presenciar el prolegómeno del derrumbamiento definitivo?

Ah, tembló. Nunca debió salir de Bruselas. Tendría que haber utilizado sus contactos para impedir que lo trasladaran al Nuevo Mundo. Le gustaban más los viejos mundos, decadentes pero aparentemente tranquilos.

Pero nada es eterno: él lo había comprobado hacía unos minutos. Había visto con siniestra claridad cuál era la verdad: ¡estar suspendidos en el vacío!, y estar así, además, en una tierra poco civilizada como aquella.

¡Dios mío! ¿Quién podría sentirse confiado ante la magnitud de aquel horror que era la fragilidad de la existencia? ¿Quién podría vivir tranquilo sabiendo cuál era la espantosa realidad? ¿Cómo sentarse, dormir, hacer un trabajo conociendo aquello? Y sobre todo: ¿hasta cuándo duraría la calma? ¿cuánto tardaría la Tierra en rajarse con un vértigo conmovido y furioso? ¿Hacia arriba o hacia abajo? No lo sabía. Pero quizá caeríamos eternamente hasta ser tragados por uno de esos agujeros negros. O hasta chocar contra el sol. Hasta abrasarnos en el infierno de lo desconocido. O tal vez la antimateria hará añicos el planeta, desperdigándonos en una frialdad hierática por el espacio estelar, como trozos de nada helada y triste vagando por los siglos de los siglos.

¿Cómo vivir, para qué hacerlo, sabiendo todo eso? La posibilidad no es más que la conciencia que presiente lo posible, aunque no sea probable.

Se secó de nuevo el sudor con un grasiento pañuelo y lloriqueó como un niño perdido.

Se oían sirenas y gritos en la calle. Hacía rato que el terremoto había cesado afuera, en la Tierra. Sin embargo, dentro de él, el seísmo de locura y terror no había hecho más que iniciar su ciclo, interminable y vertiginoso.

Menú día diez

BERNARDO CASADO
Nació en Madrid en 1964. Cursó estudios de Filología Hispánica y Técnicas de Locución. Ha colaborado en diferentes revistas, volúmenes colectivos y actos.
Libros publicados
· Circunstancia de árboles
· Colectivo Altazor -Colección El Arca de Noé, Murcia 1999
· Si hoy prometiera decena de viento
· Editorial Premura - Barcelona, 2000
· Hombre bajo señales de Octubre
· Revista Badosa - Barcelona, 2001
· Treinta y dos saludos de la boca
Editorial Anceo.com, 2001

Menú día diez

Se envalentonó e hizo caer sobre sus hombros la chaqueta con un alarde taurino. Quiso salir haciendo el menor ruido posible, pero la puerta no colaboró mucho, y temió que su padre se levantara y comenzara de nuevo a insistir sobre la necesidad de terminar la carrera. Las escaleras, aunque eran las mismas de todos los días, tenían un aspecto diferente. Mientras las bajaba, recordaba insistentemente las palabras que le había oído a su padre la noche anterior.
- Tú primero terminas la carrera -, y las palabras salían de su boca acompañadas del humo del cigarro que estaba fumando. - ¿Me entiendes?. Te digo que primero terminas la carrera, y después, ya veremos.
Los tres tramos de escaleras le llevaron hasta la puerta principal. Cuando puso la mano en el pomo de la puerta, inspiró con fuerza y tuvo deseos de santiguarse como había visto hacer a su abuela cuando era pequeño. El era un libra equilibrado, que necesitaba cordialidad entre las partes, ambiente extendido de acuerdo, pero si continuaba con esta disposición a su signo, no lograría en la vida salir del portal, y alcanzar el autobús, el 28, buen número, porque cuando se trata de liberación cualquier número es válido.
Había conseguido encaramarse en el cuarto curso de Derecho, con más ahínco de su padre que disposición suya. Y es que ningún artículo del código penal mencionaba todavía la estrecha relación existente entre el monumental olor de un incipiente sofrito y el deseo de elevarse por el aire articulando un artístico salto. Aquel anuncio en el periódico de la facultad, durante el primer año de carrera, que invitaba a los alumnos a sorprender al jurado del III Concurso de Gastronomía para Universitarios, fue el detonante para empezar a detestar, de forma abierta, las innumerables prótesis legales que se le iban añadiendo a los distintos códigos, para actualizarlos, y así obligarle a memorizar de nuevo, componendas y variantes de leyes y protocolos. Encontró que una mesa, donde se hallan expuestas las diferentes viandas para afrontar el viaje de una buena labor de cocina, se asemejaba mucho al círculo que formaban los distintos signos del zodiaco. Allá, los Leo, gentes como la sal, el cerdo, el vinagre, gentes de empaque y mandato. Girando, los Libra, asunto de equilibrio, como él mismo, la merluza suave que todo permitía, el caldo de verdura dispuesto a alegrar cualquier cuenco. Eso sí, acompañado de un breve apunte de vino, que es la sequía dolencia amarga. O acaso convendría mencionar a Tauro, que como signo de tierra, concitaba a las zanahorias fieles, la amable patata, y el puerro obstinado. Aquella fue la primera y única visión esclarecedora sobre su futuro.
Tomó el autobús con decisión y sin culpa. Vio pasar cada una de las paradas, y en cada una de ellas, al abrirse la puerta para que descendieran viajeros, descendían también asignaturas con nombres latinizados y fantasmagoría de palabras. Cuando volvía a arrancar el autobús, giraba su cabeza y miraba en la calzada para solazarse con los restos inmóviles de las disciplinas expulsadas de su paraíso particular.
- Ahí te quedas, arpía -. Había perdido pie Derecho Romano, y yacía sobre el asfalto enfangado en los humos que soltaba el autobús.
Cuando llegó a su parada, había tenido tiempo para deshacerse de todas las materias acumuladas durante aquellos años. Se abrieron las puertas, y al bajar, encontró que la calle tenía un buen sabor. Un escaparate exponía ciudades y destinos turísticos con los precios expresados en pesetas y euros. Dos números más arriba, la calle se convertía en dos ventanales con marco de madera y una puerta de trazado rústico, tocada por cerrajería negra de forjado. En la parte superior, una placa recordaba que el establecimiento había sido fundado en 1910, y que su nombre era "El FOGON ANTIGUO", así, sin segundo apellido.
Al entrar, un caballete de pintor exponía la carta para aquel día diez, sobre la pared, un educado cuadro, informaba sobre las tarjetas que se aceptaban. Había olor. No aquel olor leguleyo de la página 107 a la 212. Era un olor que sabía relacionado con él, que le reconfortaba, y le disponía.
- Mendieta, adelante, adelante -. El dueño miró su reloj que se asomó con instinto de cabeza de tortuga por la manga de la americana azul. - Has llegado muy pronto.
- Tenía que salir de casa, antes de que sucediera alguna catástrofe.
- ¿Ya lo sabe tu padre?
- Hace lo posible por no quererlo saber. Pero mi decisión está muy clara.
Daniel había sido el dueño durante los últimos catorce años. El anterior, se jubiló sin hijos a quienes confiar el legado familiar, y los trastos de matar habían terminado en su poder con más tesón que conocimiento. Había sabido rodearse de buenas manos atendiendo al público, y de iguales destrezas en la sala de máquinas, como a él le gustaba denominar a la cocina. Su hijo estudiaba también en la Facultad de Derecho, y a cuenta de ello conoció los irrefrenables deseos del joven Mendieta, que sentía ahogarse entre las paredes de las aulas. Muchas habían sido las tardes que había alternado el repaso de los treinta últimos artículos, con los modos de firmar una buena Salsa Cazadora, con el champiñón rondando hasta tomar algo de buen color.
Título VII. De las relaciones Paterno-Filiales. Arts.154 -180: Se acomodará una sartén a fuego vivo, que contenga la mantequilla y el aceite de oliva, el champiñón, laminado…… .
Tal embadurne de lo de aquí y lo de allá, dio la última victoria a las cosas de la creatividad, y terminó por perder las también últimas ganas que le acreditaban como estudiante de derecho.
- Amigo Mendieta -pronunció Daniel, poniéndole la mano sobre el hombro.
- Veamos nuestra sala de máquinas.
Cruzaron el pasillo en dirección a la cocina, y a pesar de haberla visto tan repetidas veces, y de haber estado en su interior como mano de dios que mezcla, dora o hierve, no pudo evitar sentirse reconfortado ante las cosas de su preferencia.
- Aquí está, toda tuya.
La cocina ya tenía dispuestas algunas fuentes para la comida, aunque no pudo ver lo que contenían. Sobre una de las grandes mesas tenían paciencia algunas viandas al natural, y fue entonces cuando tuvo la sensación de haber vivido aquella situación anteriormente. Se hallaban a la vista, como en un zodiaco perfectamente ordenado, metódicos cortes de carne salidos de una gran pieza, que alguien había terminado de cortar sobre una tabla de madera; ruedas de zanahoria que descansaban apoyadas unas sobre otras, en un equilibrio de color naranja, contrastaba el color de la patata sin pelar con el de la harina siempre pulcro. Así, como planetas menores en el cielo de la mesa.
- Buen provecho Mendieta -dijo sonriendo Daniel, y con un leve apretón en el brazo le dio la bienvenida.

© Bernardo Casado



Texto extraído de http://www.angelfire.com/nt/cuentistas/Pages29.html