10.11.12

Las Horcas Gaudinas

JUAN GARCíA HORTELANO (1928). Nació en Madrid," en cuya ciudad se licenció en Derecho después de una larg estancia en Cuenca" En 1959 publicó Nuevas amistades y dos años después, su segunda novela Tormenta de verano, obtuvo el Prix Formentor 1961. Traducido a varios idiomas, reconocido como uno de las más destacada, valores de la nueva generación, ha consolidado su prestigio con la publicación de Gente de Madrid ( 1967 ), un volumen de cuentos en los que un niño evoca el Madrid trágico y luminoso de su infancia —el Madrid de la revolución y la posguerra—.




Hace tiempo yo era un niño y nevaba mucho. Lo recuerdo
Ángel González
A comienzos de diciembre, cayó la primera nieve. Una semana más tarde, nevó durante tres días y sus tres noches. Las trincheras se llenaron hasta los bordes y los parapetos crecieron medio metro. La extraña luz de aquellas tardes —y la insólita excitación de las mañanas— nos dejaba, al anochecer, quietos y silenciosos en los quicios de los portales. Los campos cercanos, los solares y las aceras, hasta entonces embarrados, estaban grises o blancos, según las horas y la nieve nueva que hubiesen recibido. En nuestras casas, después de la cena, escuchaban la radio más atentos, casi ansiosos.
La mañana en que descalabraron a Tano fue la primera de aquella nevada constante. Cuando salimos parecía el atardecer y eran las doce del mediodía. Habían colocado una bandera roja en la cresta —piramidal y curvada— del último parapeto de la calle. Desfilamos varias veces por delante de la bandera, cantando canciones del frente, con los pies bien hundidos en la nieve. Luego, empezamos a tirarnos bolas. Alguien —pero sin intención, puesto que sólo estábamos los de nuestro barrio— debió de apelmazar de nieve una piedra. El cantazo le pegó en la sien derecha. Como si le hubieran empujado por el estómago, Tano se encontró sentado, de golpe, y se dejó resbalar muy despacio hasta quedar tendido. Mientras le llevábamos entre todos, cogido por las piernas y los brazos, comenzó a sangrar .
Ya en el primer tramo de la escalera la portera chillaba y no sé cómo me descuidé que Luisa me cogió en la puerta del piso de Tano y me subió a casa. El abuelo, que había bajado enseguida a curar a Tano, dijo durante la comida que un día —que el día menos pensado— nos mataríamos, ya que, evidentemente, estábamos dejados de la mano de Dios. Mi padre, Luisa y él se fueron excitando y repitieron miles de veces que se había acabado jugar en la calle, con los go1fos; la abuela comía en silencio, a veces sonriente, cuando yo la miraba. Luisa me mandó a la siesta, entornó las contraventanas y siguió con lo de que mamá, al final de la guerra, no querría saber nada de mí. Se estaba bien debajo de las mantas y me puse a pensar en la Concha.
El reflejo de la nieve permitía ver al otro lado de la ventana unas nubes bajas y negras. Parecía de noche. Después que Riánsares me partió el pan y el chocolate, entré en la salita a dar un beso a la abuela y me bajé a la calle. Serían las seis y media. En la esquina del Paseo estaban construyendo un muñeco, junto a la bola que habíamos rodado por la mañana. Me acerqué a ayudar, pero me encontraba intranquilo, sobre todo por Tano, que estaría en la cama. Hablamos un rato del asunto de la manifestación, hartos de aquel frío que quemaba las manos bajo la lana de los guantes. Decidí ir a esperar a la Concha, pero, una vez a solas en la tapia del antiguo convento, recordé de nuevo, a Tano.
Nada más sentarme en cl sillón de mimbres, al lado de la cama, comprendí que Tano no estaba de buen humor.
—¿Estás de mala leche?
Ni me miró. Recostado en los almohadones morados y en las almohadas, bebía sorbos de malta. Me dio una galleta y dijo que bajase de la estantería las novelas de Julio Verne, las de Salgari y las de «Hombres Audaces».
—¿Todas?
—Sí, todas.
Al poco rato, llamó a su madre para que se llevara la bandeja y pudiésemos cubrir la cama con los libros. Pero ni los tocó, una vez extendidos. Se puso una mano en la venda, que le daba aspecto de moro, y cerró los ojos.
—¿Te duele? —las de Julio Verne eran mías—. El abuelo dice que un día nos vamos a asesinar —cuando llegase Reyes, las hubiese leído o no, le pediría que me las devolviera--. Son las siete, ¿sabes? La Concha habrá bajado a por la leche. A lo mejor, ya ha oído que tú estás descalabrado —posiblemente le dolía mucho—. Si quieres me voy —abrió los ojos un instante—. Parece que mañana va a haber una manifestación.
—¿Así que no han quitado aún la bandera?
—No —dije.
Entonces se puso a hacerme preguntas sobre los otros de la banda, como si hiciese años que estaba en la cama. Tenía un pijama azul, muy bonito, que nunca le había visto. Me ordenó que colocase los libros en la estantería, pero no me di cuenta de que quería que me marchase, porque le estaba contando lo que había de la manifestación. Llamó a su madre otra vez y le pidió una aspirina. Su madre me dijo que me fuese, que Tano tenía que dormir, que el abuelo y mi padre estaban jugando al tute, en el cuarto de estar, con el padre de Tano. Yo le contesté que me subía a casa. Tano quizá se dio cuenta de la mentira.
Como los bordillos de las aceras estaban invisibles bajo la nieve, me quedé apoyado en el, cierre de la carbonería del señor Pedro. Hacía mucho frío, y, cuando lentamente bajaban los copos, era igual que ser Miguel Strogoff. Pero no se podía ser Miguel Strogoff mucho tiempo, ya que se quedaba el cuerpo helado y, más que en las azarosas funciones de Correo del Zar, pensaba en la Concha y en Tano.
Durante la cena no me preguntaron si había estudiado la lección de francés, ni dijeron nada de que nos fuésemos a matar, ni nada de la mano de Dios, ni del disgusto que tendría mamá (que estaba en el otro lado). Sin que me lo mandasen, cuando se pusieron como ramas inclinadas de árbol, alrededor de la radio, me fui yo solo a la cama. Me puse a pensar en lo triste que habla estado Junto al cierre metálico dc la carbonería, hasta que me acordé del cuerpo de la Concha. La abuela vino a remeterme las mantas y yo estaba ya casi dormido.
Desde los descampados del final del Paseo, oímos el ruido de las pisadas. Había más banderas rojas en los parapetos y se movían pancartas sobre la muchedumbre que avanzaba por la calle. Empezamos a correr. Me gustaban ¡A las barricadas, a las barricadas!, porque me la sabía entera, y Si me quieres escribir, ya sabes mi paradero, porque tenía muchas variantes. Fuimos por calles que ya no eran del barrio. Durante un rato pude poner las manos en uno de los palos de una pancarta: luego, me quedé retrasado y ronco de gritar: «(¡No pasarán!» y «¡No pasarán, no pasarán y si pasan, morirán!», que era mejor, ya que ayudaba a desfilar por la nieve y el barro, haciéndonos ir a todos al mismo ritmo. Una vez o dos me acordé de la Concha, pero no la vi. Nevaba mucho, como con rabia, y el viento ponía en la cara inyecciones de frío. Nos habíamos desperdigado los de la banda y volví solo al barrio y con retraso, por lo que me castigaron a comer en la cocina.
Atenta a las llamadas de Luisa, al fogón, a su propio plato y al fregadero, Riánsares comía de pie. Yo les dejaba creer que era un castigo, pero se estaba mejor allí frente a la ventana del patio, que daba al jardín del antiguo convento de monjas, con todas aquellas idas y venidas de Riánsares viendo sus corvas al inclinarse sobre la pila. Además —siempre que se supiese hacer— a Riánsares se le podían sacar noticias de la Concha.
—¿Era bonita la manifestación? Sí —le dije— muy bonita.
Tenía que ser muy bonita. Yo me asomé al balcón, pero nevaba sin parar. Se cantaba y se gritaba. Otras veces, se iba en silencio, como si todos cantásemos por lo bajo. Muy bonita.
—Cómete todo el pan, que hoy queda más para la cena.
—También había banderas y carteles. Madrid será la tumba del fascismo, ¿sabes?
—Sí, me alegro de ello. Cómete todo el pan. ¿Había enfermeras?
—¿Enfermeras? Había muchas milicianas. Algunas llevaban fusil. Dicen que si los hombres se quedan sin cojones...
—No digas cojones, que luego se enfada tu hermana.
—¿Por qué no te sientas?
—Me gusta comer de pie.
—Pues decían que, si a los hombres les castraban los cojones, ellas se irán al frente. Enfermeras no he visto. Oye, Tano dice que la Concha sólo tiene quince años.
—Lo menos dieciocho o diecinueve. Quince años...! Tengo yo diecisiete y es más vieja que yo.
—¿Más vieja que tú? —a Riánsares se le veían un poco los enrojecidos muslos, casi redondos—. Tano dice que no.
—Buenos estáis vosotros, con un hormiguero en cada mano. ¿Te has comido todo el pan? —Riánsares colocó los platos del postre en una bandeja, en cuanto oyó la campanilla de Luisa—. La Concha es vieja como una gallina. Y puta como ella sola.
La sangre, romo si tocase los dos cuerpos al mismo tiempo, se me apretaba en las mejillas, cada vez que Riánsares decía de una mujer que era puta. Después de beberme la malta con leche condensada, me acerqué al fregadero en silencio y metí las manos por debajo de la falda de Riánsares. Se asustó tanto, que creí que se había enfadado de verdad. Así estuvimos, hasta que Luisa me vino a buscar para acostarme la siesta.
A pesar de que fui a la tapia e incluso estuve sentado en el alféizar de la ventana del chaflán, en cuanto dieron las siete me subí a casa de Tano. Llevaba otro pijama y la venda también se la habían cambiado. Le conté lo del fascismo, lo de las milicianas, las pancartas y el « jNo pasarán!», y Tano, que nunca se acordaba de lo que uno le decía, quiso contarme El Corsario Rojo. Me dio dos galletas de su merienda.
—Hoy me han castigado a comer en la cocina. La Riánsares dice que la Concha es más vieja que ella —Tano, con un gesto, me mando cerrar la puerta de su dormitorio, antes de sacar los cigarrillos de anís—. ¿Tú qué crees?
—Puede —dijo Tano.
—Y que es puta.
A Tano le pegó la tos, con la primera bocanada, y mientras, yo temía que cambiase la conversación cuando hablara de nuevo.
—La Riánsares la tiene envidia -dijo, por fin.
—¿Por qué?
—Porque la Concha es una señorita y ella es una criada. Y, además, de pueblo.
—Pero, a la mejor —insistí— la Concha es una puta.
—Es una señorita, te digo.
—Cuando la sobamos nosotros, a veces se deja.
Sonrió como si no le importase saber —igual que yo sabía— lo poco que la Concha se dejaba.
—Porque nosotros también somos unos señoritos.
—¿Nosotros?
—Sí, nosotros. y déjame en paz con tus historias de criadas.
—Y, si somos unos señoritos —Tano abrió el libro— ¿por qué llevamos tirador y decimos blasfemias y tocamos el culo a las mujeres? —me ruborizó aquella mirada fija, que tenía que estar siempre repitiendo que él era el Jefe— ¡¿Por qué, eh?! ¡¿Por qué!
—No chilles, que puede venir mamá -me dio el cigarrillo casi consumido, para que lo tirase a la calle—. Porque ahora es la guerra.
-Y ¿qué?
—Que después de la guerra ya no le tocaremos el culo a las mujeres, ni diremos blasfemias. y tendremos que ir al colegio.
—Yo sí las diré. Hasta que me muera.
—No, porque ganarán los nacionales.
—Los nacionales no ganarán. Esta mañana lo decían en la manifestación —hacer crujir el sillón me puso más rabioso aún—. En Madrid vamos a enterrar al fascismo.
—Bueno, bueno... Pregúntale a tu padre, o al mío, lo que oyen por radio. Anda, pregúntalo —entonces fue cuando Tano me dio la segunda galleta—. Ha dicho tu abuelo que, si me porto bien, pasado mañana me podré levantar .
—No me importa lo que oigan ellos por su mierda de radio, que ni se oye —el cigarrillo me quemó los dedos y me levanté a abrir el balcón—. Tú decías antes que los mayores son unos mentirosos. —Tano volvió la cara hacia la pared y se quejó de dolor de cabeza—. Bueno, pues si pasado mañana te levantas, podemos ir a esperarla.
—¿A quién ?
—A la Concha.
Pero se puso a contarme El Corsario Rojo y El Corsario Verde, ya que siempre olvidaba lo que uno le decía. Yo estaba cansado y como triste y no le quise repetir que los había leído, ni que para mí lo del colegio no tenía importancia, puesto que yo daba ya clases con doña Berthe. Es decir, que le dejé hablar, hasta que se puso contento y casi me puso a mí también.
En la cama, mientrs oía a mi hermana Luisa contestar a la abuela que sí, que seguía nevando, determiné hacerme el dormido si se venían allí a rezar el rosario. Me juré que al día siguiente, pasase lo que pasase, buscaría a la Concha. Por la mañana, me desperté calculando cuántas horas quedaban para las siete.
La nevada de aquella noche, más fuerte que la de los das días anteriores, había cubierto el hielo embarrado de los parapetos y de las aceras. En la calle silenciosa, la luz hacia daño en los ojos: me obligaron a ponerme las katiuskas, cuando decidí acompañar a Riánsares a la cola de la panadería.
Las mujeres hablaban mucho, se peleaban inopinadamente, gesticulaban; una de ellas dijo que la guerra iba bien, que les estábamos dando una paliza. Apoyado en un árbol, con la nieve hasta cerca de las rodillas, levanté la cabeza para saber cuál de ellas había dicho aquello; vi a la Concha, al final de la cola. Como siempre, moviéndole los gruesos labios, su risa ronca parecía, en los tonos más altos, la de un hombre. Me acerqué y me dio con la mano en el cogote.
—¿Sabes que a Tano le han descalabrado?
Se lo tuve que repetir y, aunque éramos de la misma estatura, inclinó la cabeza, al tiempo que apoyaba un brazo en mis hombros.
—Un día os vais a matar.
—Fue sin querer, de broma. Sólo estábamos los del barrio. Oye, ¿vas a bajar esta tarde a por la leche?
Riánsares vino hacia nosotros, guardando los cupones del racionamiento en la bolsa del pan. Me pusieron nervioso con tanta charla y me largué a la carbonería del señor Pedro, que se cubría la calva con una boina. Verdaderamente aquella mañana hacía más frío que nunca había hecho. Estuvimos hablando de la nieve, de Tano, del carro con ruedas a bolas de rodamiento que yo llevaba seis meses construyéndome, según el modelo del carro del señor Pedro. Al señor Pedro le llamó su mujer y yo estuve por la calle, sin saber bien qué hacer o a quién buscar .Vi a unos y a otros, pero todos nos encontrábamos desganados, al tiempo que impacientes por aprovechar la nieve en algo que no sabíamos. Regresé a la panadería, donde ya no estaba la Concha. Por fin, me subí a ver a Tano.
Estaba tan simpático que el tiempo se nos fue de prisa. Le dije que no, que hasta el domingo no me darían el dinero de la semana, y que no, que no tenía ni un solo cigarrillo de anís. Pero no se enfadó. Me dio él a mí, fumamos mucho, no me hizo bajar los libros de la estantería y proyectamos muchas cosas para el día siguiente. Total, que Luisa tuvo que bajar a buscarme porque era la hora de la comida. El abuelo nos comunicó que, a partir de aquella tarde, se rezaría el rosario después de la siesta, para poder oír la radio con tranquilidad, a la noche. Recordé que había olvidado decirle a Tano que la guerra iba bien, que les estábamos arreando un hermoso palizón. Me desperté pronto, le di un beso a la abuela y me bajé a la calle. Estaba ya oscuro.
Sentado en el alféizar de la ventana del chaflán se me ocurrieron cosas complicadas, mientras aguardaba y aguardaba, sin saber la hora, dispuesto a largarme de vez en cuando. Con Tano, aquellas esperas nunca se habían producido. Jugábamos juntos y, de pronto, la veíamos venir. Tampoco con Tano se la esperaba todos los días, ni había nieve, ni el frío dañaba como aquella tarde. Me di unas carreras por la negrura de la calle, para no helarme. Más tarde, me guarecí en el portalón del garaje del Paseo, antes de volver a la ventana del convento. El Paseo daba como miedo y fue entonces, cuando se me ocurrió que Tano podía pensar que yo le había descalabrado. No recordaba nada, igual que si no hubiese intervenido en la batalla de las bolas de nieve, pero decidí que, inmediatamente después, le confesaría a Tano haber tocado a la Concha. Daba lástima imaginar que la nieve se derretiría y que acabarían aquellos días raros, con Tano en la cama, aquel miedo soportable y excitante de las tinieblas blancas, de la soledad, del frío.
Yo salté al suelo en el mismo instante en que percibí su abrigo y su gorro de lana.
—¿Qué haces aquí, con esta noche?
—¿Te llevo la cacharra?
—No. Anda, vamos a casa. Ten cuidado no resbales.
—Ten cuidado tú —por la frente, unos mechones de pelo rubio se le escapaban del gorro--. Estás muy guapa. Se rió, como para sí misma, mientras íbamos despacio, ella pegada a la tapia de ladrillos rojos y yo, con las manos desnudas en la boca, echándoles el aliento.
—Oye —dije, sin pensarlo e imitando una cierta entonación de Tano—, te estaba esperando.
—Ya lo sé —dijo Concha.
En el portal, dejó la cacharra en el suelo y mis manos se lanzaron, desprendidas y veloces, a sus caderas y a sus pechos. Me rechazó de una manera inhabitual, con una brusquedad que tardé en comprender; es más, salíamos de nuevo a la oscuridad de la calle y parecía huir de mí. Junto a la tapia, se estuvo quieta aquel infinito tiempo, durante el cual se me helaban las manos y me temblaban. Cuando la besé por primera vez, se rió un poco. Consintió que me abrazase a ella, en silencio, sin empujarme. Hasta que descubrí que ella también me abrazaba y entonces recordé las cosas que sabía —por embrolladas conversaciones con Tano y los otros del barrio— de los hombres y las mujeres.
—Ya está bien —dijo, de repente.
—¿Te has enfadado?
—No hables cuando me abrazas, ¿ quieres ?
—No he —retiré las manos— hablado nada.
—Es muy tarde. Adiós.
—Salud.
Se volvió a mitad del portal y yo corrí hacia ella.
—No digas nada, eh. Los hombres muy hombres no dicen nada. Ni a tu hermana Luisa, ni a Tano, ni a...
—¿ Quieres que vaya con Luisa, cuando baje a tu casa ?
—No.
—¿Somos novios?
—Es muy tarde. Hasta mañana.
Al día siguiente Tano tampoco se levantó. Concha y yo estuvimos muy poco tiempo juntos. Cené también en la cocina, porque estaba continuamente castigado. Hasta Riánsares me regañó, al regresar de servir el postre.
—Tu abuelo y tu padre están muy enfadados porque te escapas a la calle a todas horas. Te vas a hacer un golfo. ¿Eres un golfo ya?
—Toma —le di la mitad de la naranja que acababa de pelar—. No, no soy un golfo. Estudio las lecciones y hago los deberes. Después de las vacaciones, tendré hechos todos los deberes. Dime una cosa, Riánsares, ¿a las chicas no se las puede hablar mientras se las magrea ?
—¿Lo ves romo eres un golfo? A las chicas —se puso a fregar los platos— lo mejor que puedes hacer es no tocarlas.
—¿Por qué? Es bueno y a ellas lea gusta.
—Si se enteran tu padre y el abuelo...
—Vamos a ganar la guerra, Riánsares.
—No sé, no sé... Unos dicen una cosa y otros, otra. Pobrecillos, madre, los que esta noche tengan que estar en la trinchera. Anda, vete al brasero.
—Aún no he terminado de cenar. ¿Se les puede hablar o no ?
—Y a mí ¿qué me dices?
—Yo creo que se les puede hablar, pero poco. De repente y un poco sólo, ¿no?
—A mí no me vayas a tocar.
—No te iba a tocar, Riánsares.
—Bueno, por si acaso...
Me puse a pensar en mis asuntos, casi dormido sobre la mesa de la cocina, frente a la ventana del patio. La luz del cuarto de Concha estaba encendida y también había luces en el piso de Tano. Hice examen de conciencia —como decía el abuelo—, mientras me despedía de ellos, que escuchaban apiñados la radio, besaba a la abuela, que hacía punto, mientras recorría el pasillo, mientras me desnudaba y miraba hacia la calle emblanquecida. El próximo día no pasaría, sin contárselo a Tano.
Tano bajó, cuando ya habían limpiado de nieve delante de los portales. Le dejamos sitio en el bordillo de la acera. Explicó que se encontraba mejor de la herida en la cabeza, que se figuraba quién había sido y que le iba a partir la boca.
—¿Quién ha sido? —pregunté.
—Le voy a partir la boca, y después, le voy a restregar los morros en el estercolero del Campillo.
Me hablaba como a otro cualquiera de la banda, como si yo no fuera su amigo especial.
—Pero ¿sabes seguro quién fue? A lo mejor, te cuelas.
Escupió entre sus dientes separados, antes de tocarse la venda y ordenar:
—Esta tarde nos vamos al Campillo a patinar .
A nadie se le había ocurrido aquella maravilla de colocar una tabla en las pendientes y dejarse ir sobre la nieve endurecida y sucia. Estuvimos hasta el anochecer subiendo y bajando declives, riendo, como si todo fuese igual. Tano y yo volvimos en silencio a casa, cuando decidí hablarle de la Concha. Pero, por una de esas cosas misteriosas, me habló él primero.
—Un día de éstos hay que esperar a la Concha.
—Sí —dije.
—Ahora anochece pronto y la cogemos en la calle. Luego, la metemos en el ascensor y nos la subimos al último rellano de la escalera, donde la puerta...
—Sí, donde la puerta de la azotea. Lo habíamos planeado tantas veces, que no pude saber que sería la última que lo proyectaríamos. Resultó una buena tarde y una buena noche, los dos juntos, hablando, de muchas cosas, como amigos especiales.
Aunque me dolía un poco y, sobre todo, me inquietaban las posibles reacciones de ella, le busqué para que esperásemos a la Concha. Pero no quiso oírme; hizo como si no me oyese y, encima, me obligó a subir a mi casa, a que Luisa nos enseñase unas canciones. Era la tarde del domingo y en la calle bufaba un viento que tumbaba las ramas de los árboles y desmochaba de hielo los parapetos.
Luisa nos hizo sentar alrededor de la mesa camilla y, al rato, vinieron también Rosita, que sólo tenía ocho años, y su hermano Joaquín, de quien todo el mundo, en el barrio, sabía lo marica que salió en las únicas dos, o tres, dreas en las que estuvo. A Tallo le brillaban los ojos, cada vez que lograba ir a coro con Luisa en lo de Prietas las filas, recias, marciales...
—Ahora —dijo Luisa— os voy a enseñar otra, máravillosa. Pero no levantéis mucho la voz —carraspeó y comenzó a cantar a roncos gritos, como si desfilase en manifestación Giovinezza, giovinezza, primavera di belleza...
—Es preciosa —interrumpió Joaquín—. ¿Qué significa?
—Está en italiano —explicó Luisa- porque es el himno los balillas, que son como los nacionales, pero italianos. De Italia, ¿sabéis?
—Llevan camisas negras —dijo Tano.
—Eso —dijo Luisa.
Tano me cogió en el vestíbulo.
—Dónde vas?
—A la calle —salí a la escalera—. No me da la gana cantar esas cosas.
—Ya iremos a la calle. Vente para dentro.
—¡No! Además, tampoco aguanto a ese maricón, ni a la cría, ni a mi hermana, que bastante me fríe la sangre todo el santo día. Me voy a esperar a la Concha. ¿No querías que nos subiésemos a la Concha a la puerta de la terraza?
—Vuelve o no te doy más cigarrillos de anís —se apoyó en la baranda, cuando bajé los dos primeros escalones—. Si no vuelves, te echo de la banda.
—Di, ¿no querías, no querías tú? ¡Coño!
El viento no le dejaba a uno ni llorar .
A la hora de la cena se sabían entero lo de los hijos de puta de la camisa negra y, a mayor incordio, se habían chivado que pasé toda la tarde en la calle. Riánsares estaba también enfadada y, cuanto le toqué los muslos con el objeto de que regañásemos y nos pusiésemos contentos, se quedó inmóvil, como ida, y fui yo el que me tuve que largar a buscar a la abuela, la única persona normal aquella temporada.
No me expulsó de la banda, entre otras razones, porque cada día venía menos con nosotros. Se iba con Joaquín y tipos así, como si los tíos de la calle le aburriésemos o tuviese muchos asuntos que resolver en otro sitio. Claro que seguía siendo el Jefe, aunque, con frecuencia, íbamos a pelear contra otras bandas sin que él estuviese. Pero seguía siendo el Jefe. Alguien le contaba siempre lo que habíamos hecho, para que dijese si estaba bien o mal; se le ocurrían buenas ideas, de vez en cuando, y su carro era el mejor de todos los carros con ruedas a bolas de aquel barrio.
Con la Concha no se podía saber nada de antemano. Ni si la cogería en la calle, en la escalera, en el dormitorio de Luisa, ni mucho menos si se dejaría tocar a mansalva o poco, si ella me tocaría o no consentiría, haciéndose la extraña.
Pasadas las fiestas de Navidad, le pedí a Tano las novelas de Julio Verne que me había comprado el abuelo. Dijo que sí, que las había leído y que me las iba a devolver enseguida. Más tarde descubrí que no había leído ni Los hijos del capitán Grant, que era de las menos aburridas. Tardó una semana en devolvérmelas, y eso, después que se las tuve que pedir otra vez y que se enfadó. Puede que hiciese mal en decírselo delante de la banda, una noche que tratábamos de conseguir una hoguera en un solar. yo estaba nervioso y pensé que se le habría olvidado. Y, luego, para acabar de arreglarlo, sucedió lo de Riánsares y el fascista aquél.
Pero mi más apasionada ocupación consistía en el constante acecho de la Concha. Era feliz, aunque a veces, pensase cosas, como cuando se me ocurrió pensar si Tallo sabría que yo era feliz o si me supondría desgraciado. Yo creo que sí sabía que yo era feliz. O quizá lo ignorase, igual que yo ignoraba entonces que un día las calles —sin nieve— se llenarían de gente y habría curas por las calles, que en la gloriosa mañana de la Victoria vería a Tano y a la Concha cantando, desde un camión, aquellos himnos de la «giovinezza» —o como fuese—, que nunca sospeché que ella supiera.

18.10.12

Francisco de Quevedo

DEFINIENDO EL AMOR

Es hielo abrasador, es fuego helado,
es herida, que duele y no se siente,
es un soñado bien, un mal presente,
es un breve descanso muy cansado.

Es un descuido, que nos da cuidado,
un cobarde, con nombre de valiente,
un andar solitario entre la gente,
un amar solamente ser amado.

Es una libertad encarcelada,
que dura hasta el postrero paroxismo,
enfermedad que crece si es curada.

Éste es el niño Amor, éste es tu abismo:
mirad cuál amistad tendrá con nada,
el que en todo es contrario de sí mismo.

MADRIGAL

Está la ave en el aire con sosiego,
en la agua el pez, la salamandra en fuego,
y el hombre, en cuyo ser todo se encierra,
está en sola la tierra.
Yo sólo, que nací para tormentos,
estoy en todos estos elementos:
la boca tengo en aire suspirando,
el cuerpo en tierra está peregrinando,
los ojos tengo en llanto noche y día,
y en fuego el corazón y la alma mía.

Luis de Góngora y Argote

De la brevedad engañosa de la vida

Menos solicitó veloz saeta
destinada señal, que mordió aguda;
agonal carro por la arena muda
no coronó con más silencio meta,

que presurosa corre, que secreta,
a su fin nuestra edad. A quien lo duda,
fiera que sea de razón desnuda,
cada Sol repetido es un cometa.

¿Confiésalo Cartago, y tú lo ignoras?
Peligro corres, Licio, si porfías
en seguir sombras y abrazar engaños.

Mal te perdonarán a ti las horas:
las horas que limando están los días,
los días que royendo están los años.

Las aventuras del capitán Alatriste

Capítulo I
La taberna del Turco


No era el hombre más honesto ni el más piadoso, pero era un hombre valiente. Se llamaba Diego Alatriste y Tenorio, y había luchado como soldado de los tercios viejos en las guerras de Flandes. Cuando lo conocí malvivía en Madrid, alquilándose por cuatro maravedís en trabajos de poco lustre, a menudo en calidad de espadachín por cuenta de otros que no tenían la destreza o los arrestos para solventar sus propias querellas. Ya saben: un marido cornudo por aquí, un pleito o una herencia dudosa por allá, deudas de juego pagadas a medias y algunos etcéteras más. Ahora es fácil criticar eso; pero en aquellos tiempos la capital de las Españas era un lugar donde la vida había que buscársela a salto de mata, en una esquina, entre el brillo de dos aceros. En todo esto Diego Alatriste se desempeñaba con holgura. Tenía mucha destreza a la hora de tirar de espada, y manejaba mejor, con el disimulo de la zurda, esa daga estrecha y larga llamada por algunos vizcaína, con que los reñidores profesionales se ayudaban a menudo. Una de cal y otra de vizcaína, solía decirse. El adversario estaba ocupado largando y parando estocadas con fina esgrima, y de pronto le venía por abajo, a las tripas, una cuchillada corta como un relámpago que no daba tiempo ni a pedir confesión. Sí. Ya he dicho a vuestras mercedes que eran años duros.

El capitán Alatriste, por lo tanto, vivía de su espada. Hasta donde yo alcanzo, lo de capitán era más un apodo que un grado efectivo. El mote venía de antiguo: cuando, desempeñándose de soldado en las guerras del rey, tuvo que cruzar una noche con otros veintinueve compañeros y un capitán de verdad cierto río helado, imagínense, viva España y todo eso, con la espada entre los dientes y en camisa para confundirse con la nieve, a fin de sorprender a un destacamento holandés. Que era el enemigo de entonces porque pretendían proclamarse independientes, y si te he visto no me acuerdo. El caso es que al final lo fueron, pero entre tanto los fastidiamos bien. Volviendo al capitán, la idea era sostenerse allí, en la orilla de un río, o un dique, o lo que diablos fuera, hasta que al alba las tropas del rey nuestro señor lanzasen un ataque para reunirse con ellos. Total, que los herejes fueron debidamente acuchillados sin darles tiempo a decir esta boca es mía. Estaban durmiendo como marmotas, y en ésas salieron del agua los nuestros con ganas de calentarse y se quitaron el frío enviando herejes al infierno, o a donde vayan los malditos luteranos. Lo malo es que luego vino el alba, y se adentró la mañana, y el otro ataque español no se produjo. Cosas, contaron después, de celos entre maestres de campo y generales. Lo cierto es que los treinta y uno se quedaron allí abandonados a su suerte, entre reniegos, por vidas de y votos a tal, rodeados de holandeses dispuestos a vengar el degüello de sus camaradas. Más perdidos que la Armada Invencible del buen rey don Felipe el Segundo. Fue un día largo y muy duro, y para que se hagan idea vuestras mercedes, sólo dos españoles consiguieron regresar a la otra orilla cuando llegó la noche. Diego Alatriste era uno de ellos, y como durante toda la jornada había mandado la tropa -al capitán de verdad lo dejaron listo de papeles en la primera escaramuza, con dos palmos de acero saliéndole por la espalda-, se le quedó el mote, aunque no llegara a disfrutar ese empleo. Capitán por un día, de una tropa sentenciada a muerte que se fue al carajo vendiendo cara su piel, uno tras otro, con el río a la espalda y blasfemando en buen castellano. Cosas de la guerra y la vorágine. Cosas de España.

En fin. Mi padre fue el otro soldado español que regresó aquella noche. Se llamaba Lope Balboa, era guipuzcoano y también era un hombre valiente. Dicen que Diego Alatriste y él fueron muy buenos amigos, casi como hermanos; y debe de ser cierto porque después, cuando a mi padre lo mataron de un tiro de arcabuz en un baluarte de Jülich -por eso Diego Velázquez no llegó a sacarlo más tarde en el cuadro de la toma de Breda como a su amigo y tocayo Alatriste, que sí está allí, tras el caballo-, le juró ocuparse de mí cuando fuera mozo. Ésa es la razón de que, a punto de cumplir los trece años, mi madre metiera una camisa, unos calzones, un rosario y un mendrugo de pan en un hatillo, y me mandara a vivir con el capitán, aprovechando el viaje de un primo suyo que venía a Madrid. Así fue como entré a servir, entre criado y paje, al amigo de mi padre.

Una confidencia: dudo mucho que, de haberlo conocido bien, la autora de mis días me hubiera enviado tan alegremente a su servicio. Pero supongo que el título de capitán, aunque fuera apócrifo, le daba un barniz honorable al personaje. Además, mi pobre madre no andaba bien de salud y tenía otras dos hijas que alimentar. De ese modo se quitaba una boca de encima y me daba la oportunidad de buscar fortuna en la Corte. Así que me facturó con su primo sin preocuparse de indagar más detalles, acompañado de una extensa carta, escrita por el cura de nuestro pueblo, en la que recordaba a Diego Alatriste sus compromisos y su amistad con el difunto. Recuerdo que cuando entré a su servicio había transcurrido poco tiempo desde su regreso de Flandes, porque una herida fea que tenía en un costado, recibida en Fleurus, aún estaba fresca y le causaba fuertes dolores; y yo, recién llegado, tímido y asustadizo como un ratón, lo escuchaba por las noches, desde mi jergón, pasear arriba y abajo por su cuarto, incapaz de conciliar el sueño. Y a veces le oía canturrear en voz baja coplillas entrecortadas por los accesos de dolor, versos de Lope, una maldición o un comentario para sí mismo en voz alta, entre resignado y casi divertido por la situación. Eso era muy propio del capitán: encarar cada uno de sus males y desgracias como una especie de broma inevitable a la que un viejo conocido de perversas intenciones se divirtiera en someterlo de vez en cuando. Quizá ésa era la causa de su peculiar sentido del humor áspero, inmutable y desesperado.

Ha pasado muchísimo tiempo y me embrollo un poco con las fechas. Pero la historia que voy a contarles debió de ocurrir hacia el año mil seiscientos y veintitantos, poco más o menos. Es la aventura de los enmascarados y los dos ingleses, que dio no poco que hablar en la Corte, y en la que el capitán no sólo estuvo a punto de dejar la piel remendada que había conseguido salvar de Flandes, del turco y de los corsarios berberiscos, sino que le costó hacerse un par de enemigos que ya lo acosarían durante el resto de su vida. Me refiero al secretario del rey nuestro señor, Luis de Alquézar, ya su siniestro sicario italiano, aquel espadachín callado y peligroso que se llamó Gualterio Malatesta, tan acostumbrado a matar por la espalda que cuando por azar lo hacía de frente se sumía en profundas depresiones, imaginando que perdía facultades. También fue el año en que yo me enamoré, como un becerro y para siempre de Angélica de Alquézar, perversa y malvada como sólo puede serlo el Mal encarnado en una niña rubia de once o doce años. Pero cada cosa la contaremos a su tiempo.


Me llamo Íñigo. y mi nombre fue lo primero que pronunció el capitán Alatriste la mañana en que lo soltaron de la vieja cárcel de Corte, donde había pasado tres semanas a expensas del rey por impago de deudas. Lo de las expensas es un modo de hablar, pues tanto en ésa como en las otras prisiones de la época, los únicos lujos -y en lujos incluíase la comida- eran los que cada cual podía pagarse de su bolsa. Por fortuna, aunque al capitán lo habían puesto en galeras casi ayuno de dineros, contaba con no pocos amigos. Así que entre unos y otros lo fueron socorriendo durante su encierro, más llevadero merced a los potajes que Caridad la Lebrijana, la dueña de la taberna del Turco, le enviaba conmigo de vez en cuando, y a algunos reales de a cuatro que le hacían llegar sus compadres don Francisco de Quevedo, Juan Vicuña y algún otro. En cuanto al resto, y me refiero a los percances propios de la prisión, el capitán sabía guardarse como nadie. Notoria era en aquel tiempo la afición carcelaria a aligerar de bienes, ropas y hasta de calzado a los mismos compañeros de infortunio. Pero Diego Alatriste era lo bastante conocido en Madrid; y quien no lo conocía no tardaba en averiguar que era más saludable andársele con mucho tiento. Según supe después, lo primero que hizo al ingresar en el estaribel fue irse derecho al más peligroso jaque entre los reclusos y, tras saludarlo con mucha política, ponerle en el gaznate una cuchilla corta de matarife, que había podido conservar merced a la entrega de unos maravedís al carcelero. Eso fue mano de santo. Tras aquella inequívoca declaración de principios nadie se atrevió a molestar al capitán, que en adelante pudo dormir tranquilo envuelto en su capa en un rincón más o menos limpio del establecimiento, protegido por su fama de hombre de hígados. Después, el generoso reparto de los potajes de la Lebrijana y las botellas de vino compradas al alcaide con el socorro de los amigos aseguraron sólidas lealtades en el recinto, incluida la del rufián del primer día, un cordobés que tenía por mal nombre Bartolo Cagafuego, quien a pesar de andar en jácaras como habitual de llamarse a iglesia y frecuentar galeras, no resultó nada rencoroso. Era ésa una de las virtudes de Diego Alatriste: podía hacer amigos hasta en el infierno.
Parece mentira.No recuerdo bien el año -era el veintidós o el veintitrés del siglo-, pero de lo que estoy seguro es de que el capitán salió de la cárcel una de esas mañanas azules y luminosas de Madrid, con un frío que cortaba el aliento. Desde aquel día que -ambos todavía lo ignorábamos- tanto iba a cambiar nuestras vidas, ha pasado mucho tiempo y mucha agua bajo los puentes del Manzanares; pero todavía me parece ver a Diego Alatriste flaco y sin afeitar, parado en el umbral con el portón de madera negra claveteada cerrándose a su espalda. Recuerdo perfectamente su parpadeo ante la claridad cegadora de la calle, con aquel espeso bigote que le ocultaba el labio superior, su delgada silueta envuelta en la capa, y el sombrero de ala ancha bajo cuya sombra entornaba los ojos claros, deslumbrados, que parecieron sonreír al divisarme sentado en un poyete de la plaza. Había algo singular en la mirada del capitán: por una parte era muy clara y muy fría, glauca como el agua de los charcos en las mañanas de invierno. Por otra, podía quebrarse de pronto en una sonrisa cálida y acogedora, como un golpe de calor fundiendo una placa de hielo, mientras el rostro permanecía serio, inexpresivo o grave. Poseía, aparte de ésa, otra sonrisa más inquietante que reservaba para los momentos de peligro o de tristeza: una mueca bajo el mostacho que torcía éste ligeramente hacia la comisura izquierda y siempre resultaba amenazadora como una estocada -que solía venir acto seguido-, o fúnebre como un presagio cuando acudía al hilo de varias botellas de vino, de esas que el capitán solía despachar asolas en sus días de silencio. Azumbre y medio sin respirar, y aquel gesto para secarse el mostacho con el dorso de la mano, la mirada perdida en la pared de enfrente. Botellas para matar a los fantasmas, solía decir él, aunque nunca lograba matarlos del todo.

La sonrisa que me dirigió aquella mañana, al encontrarme esperándolo, pertenecía a la primera clase: la que le iluminaba los ojos desmintiendo la imperturbable gravedad del rostro y la aspereza que a menudo se esforzaba en dar a sus palabras, aunque estuviese lejos de sentirla en realidad. Miró a un lado y otro de la calle, pareció satisfecho al no encontrar acechando a ningún nuevo acreedor, vino hasta mí, se quitó la capa a pesar del frío y me la arrojó, hecha un gurruño.
-Íñigo -dijo-. Hiérvela. Está llena de chinches.
La capa apestaba, como él mismo. También su ropa tenía bichos como para merendarse la oreja de un toro; pero todo eso quedó resuelto menos de una hora más tarde, en la casa de baños de Mendo el Toscano, un barbero que había sido soldado en Nápoles cuando mozo, tenía en mucho aprecio a Diego Alatriste y le fiaba. Al acudir con una muda y el otro único traje que el capitán conservaba en el armario carcomido que nos servía de guardarropa, lo encontré de pie en una tina de madera llena de agua sucia, secándose. El Toscano le había rapado bien la barba, y el pelo castaño, corto, húmedo y peinado hacia atrás, partido en dos por una raya en el centro, dejaba al descubierto una frente amplia, tostada por el sol del patio de la prisión, con una pequeña cicatriz que bajaba sobre la ceja izquierda. Mientras terminaba de secarse y se ponía el calzón y la camisa observé las otras cicatrices que ya conocía. Una en forma de media luna, entre el ombligo y la tetilla derecha. Otra larga, en un muslo, como un zigzag. Ambas eran de arma blanca, espada o daga; a diferencia de una cuarta en la espalda, que tenía la inconfundible forma de estrella que deja un balazo. La quinta era la más reciente, aún no curada del todo, la misma que le impedía dormir bien por las noches: un tajo violáceo de casi un palmo en el costado izquierdo, recuerdo de la batalla de Fleurus, viejo de más de un año, que a veces se abría un poco y supuraba; aunque ese día, cuando su propietario salió de la tina, no tenía mal aspecto.

Lo asistí mientras se vestía despacio, con descuido, el jubón gris oscuro y los calzones del mismo color, que eran de los llamados valones, cerrados en las rodillas sobre los borceguíes que disimulaban los zurcidos de las medias. Se ciñó después el cinto de cuero que yo había engrasado cuidadosamente durante su ausencia, e introdujo en él la espada de grandes gavilanes cuya hoja y cazoleta mostraban las huellas, mellas y arañazos de otros días y otros aceros. Era una espada buena, larga, amenazadora y toledana, que entraba y salía de la vaina con un siseo metálico interminable, que ponía la piel de gallina. Después contempló un instante su aspecto en un maltrecho espejo de medio cuerpo que había en el cuarto, y esbozó la sonrisa fatigada:
-Voto a Dios -dijo entre dientes- que tengo sed.
Sin más comentarios me precedió escaleras abajo, y luego por la calle de Toledo hasta la taberna del Turco. Como iba sin capa caminaba por el lado del sol, con la cabeza alta y su raída pluma roja en la toquilla del sombrero, cuya ancha ala rozaba con la mano para saludar a algún conocido, o se quitaba al cruzarse con damas de cierta calidad. Lo seguí, distraído, mirando a los golfillos que jugaban en la calle, a las vendedoras de legumbres de los soportales ya los ociosos que tomaban el sol conversando en corros junto a la iglesia de los jesuitas. Aunque nunca fui en exceso inocente, y los meses que llevaba en el vecindario habían tenido la virtud de espabilarme, yo era todavía un cachorro joven y curioso que descubría el mundo con ojos llenos de asombro, procurando no perderme detalle. En cuanto al carruaje, oí los cascos de las dos mulas del tiro y el sonido de las ruedas que se acercaban a nuestra espalda. Al principio apenas presté atención; el paso de coches y carrozas resultaba habitual, pues la calle era vía de tránsito corriente para dirigirse a la Plaza Mayor y al Alcázar Real. Pero al levantar un momento la vista cuando el carruaje llegó a nuestra altura, encontré una portezuela sin escudo y, en la ventanilla, el rostro de una niña, unos cabellos rubios peinados en tirabuzones, y la mirada más azul, limpia y turbadora que he contemplado en toda mi vida. Aquellos ojos se cruzaron con los míos un instante y luego, llevados por el movimiento del coche, se alejaron calle arriba, y yo me estremecí, sin conocer todavía muy bien por qué. Pero mi estremecimiento hubiera sido aún mayor de haber sabido que acababa de mirarme el Diablo.
-No queda sino batirnos -dijo don Francisco de Quevedo.
La mesa estaba llena de botellas vacías, y cada vez que a don Francisco se le iba la mano con el vino de San Martín de Valdeiglesias -lo que ocurría con frecuencia-, se empeñaba en tirar de espada y batirse con Cristo. Era un poeta cojitranco y valentón, putañero, corto de vista, caballero de Santiago, tan rápido de ingenio y lengua como de espada, famoso en la Corte por sus buenos versos y su mala leche. Eso le costaba, por temporadas, andar de destierro en destierro y de prisión en prisión; porque si bien es cierto que el buen rey Felipe Cuarto, nuestro señor, y su valido el conde de Olivares apreciaban como todo Madrid sus certeros versos, lo que ya no les gustaba tanto era protagonizarlos. Así que de vez en cuando, tras la aparición de algún soneto o quintilla anónimos donde todo el mundo reconocía la mano del poeta, los alguaciles y corchetes del corregidor se dejaban caer por la taberna, o por su domicilio, o por los mentideros que frecuentaba, para invitarlo respetuosamente a acompañarlos, dejándolo fuera de la circulación por unos días o unos meses. Como era testarudo, orgulloso, y no escarmentaba nunca, estas peripecias eran frecuentes y le agriaban el carácter. Resultaba, sin embargo, excelente compañero de mesa y buen amigo para sus amigos, entre los que se contaba el capitán Alatriste. Ambos frecuentaban la taberna del Turco, donde montaban tertulia en torno a una de las mejores mesas, que Caridad la Lebrijana -que había sido puta y todavía lo era con el capitán de vez en cuando, aunque de balde- solía reservarles. Con don Francisco y el capitán, aquella mañana completaban la concurrencia algunos habituales: el Licenciado Calzas, Juan Vicuña, el Dómine Pérez, y el Tuerto Fadrique, boticario de Puerta Cerrada.
-No queda sino batirnos -insistió el poeta.
Estaba, como dije, visiblemente iluminado por medio azumbre de Valdeiglesias. Se había puesto en pie, derribando un taburete, y con la mano en el pomo de la espada lanzaba rayos con la mirada a los ocupantes de una mesa vecina, un par de forasteros cuyas largas herreruzas y capas estaban colgadas en la pared, y que acababan de felicitar al poeta por unos versos que en realidad pertenecían a Luis de Góngora, su más odiado adversario en la república de las Letras, a quien acusaba de todo: de sodomita, perro y judío. Había sido un error de buena fe, o al menos eso parecía; pera don Francisco no estaba dispuesto a pasarlo por alto:

Yo te untaré mis versos con tocino
porque no me los muerdas, Gongorilla ...


Empezó a improvisar allí mismo, incierto el equilibrio, sin soltar la empuñadura de la espada, mientras los forasteros intentaban disculparse, y el capitán y los otros contertulios sujetaban a don Francisco para impedirle que desenvainara la blanca y fuese a por los dos fulanos.
-Es una afrenta, pardiez -decía el poeta, intentando desasir la diestra que le sujetaban los amigos, mientras se ajustaba con la mano libre los anteojos torcidos en la nariz-. Un palmo de acero pondrá las cosas en su, hip, sitio.
-Mucho acero es para derrocharlo tan de mañana, don Francisco -mediaba Diego Alatriste, con buen criterio.
-Poco me parece a mí -sin quitar ojo a los otros, el poeta se enderezaba el mostacho con expresión feroz-. Así que seamos generosos: un palmo para cada uno de estos hijosdalgo, que son hijos de algo, sin duda; pero con dudas, hidalgos.
Aquello eran palabras mayores, así que los forasteros hacían ademán de requerir sus espadas y salir afuera; y el capitán y los otros amigos, impotentes para evitar la querella, les pedían comprensión para el estado alcohólico del poeta y que desembarazaran el campo, que no había gloria en batirse con un hombre ebrio, ni desdoro en retirarse con prudencia por evitar males mayores.
-Bella gerant alii -sugería el Dómine Pérez, intentando contemporizar.
El Dómine Pérez era un padre jesuita que se desempeñaba en la vecina iglesia de San Pedro y San Pablo. Su natural bondadoso y sus latines solían obrar un efecto sedante, pues los pronunciaba en tono de inapelable buen juicio. Pero aquellos dos forasteros no sabían latín, y el retruécano sobre los hijosdalgo era difícil de tragar como si nada. Además, la mediación del clérigo se veía minada por las guasas zumbonas del Licenciado Calzas: un leguleyo listo, cínico y tramposo, asiduo de los tribunales, especialista en defender causas que sabía convertir en pleitos interminables hasta que sangraba al cliente de su último maravedí. Al licenciado le encantaba la bulla, y siempre andaba picando a todo hijo de vecino.
-No os disminuyáis, don Francisco -decía por lo bajini-. Que os abonen las costas.
De modo que la concurrencia se disponía a presenciar un suceso de los que al día siguiente aparecían publicados en las hojas de Avisos y Noticias. y el capitán Alatriste, a pesar de sus esfuerzos por tranquilizar al amigo, empezaba a aceptar como inevitable el verse a cuchilladas en la calle con los forasteros, por no dejar solo a don Francisco en el lance.
-Aio te vincere posse -concluyó el Dómine Pérez resignándose, mientras el Licenciado Calzas disimulaba la risa con la nariz dentro de una jarra de vino, y tras un profundo suspiro, el capitán empezó a levantarse de la mesa. Don Francisco, que ya tenía cuatro dedos de espada fuera de la vaina, le echó una amistosa mirada de gratitud, y aún tuvo asaduras para dedicarle un par de versos:

Tú, en cuyas venas laten Alatristes
a quienes ennoblece tu cuchilla ...


-No me jodáis, don Francisco -respondió el capitán, malhumorado-. Riñamos con quien sea menester, pero no me jodáis.
-Así hablan los, hip, hombres -dijo el poeta, disfrutando visiblemente con la que acababa de liar. El resto de los contertulios lo jaleaba unánime, desistiendo como el Dómine Pérez de los esfuerzos conciliadores, y en el fondo encantados de antemano con el espectáculo; pues si don Francisco de Quevedo, incluso mamado, resultaba un esgrimidor terrible, la intervención de Diego Alatriste como pareja de baile no dejaba resquicio de duda sobre el resultado. Se cruzaban apuestas sobre el número de estocadas que iban a repartirse a escote los forasteros, ignorantes de con quiénes se jugaban los maravedís.

Total, que bebió el capitán un trago de vino, ya en pie, miró a los forasteros como disculpándose por lo lejos que había ido todo aquello, e hizo gesto con la cabeza de salir afuera, para no enredarle la taberna a Caridad la Lebrijana, que andaba preocupada por el mobiliario.
-Cuando gusten vuestras mercedes.
Se ciñeron las herreruzas los otros y encamináronse todos hacia la calle, entre gran expectación, procurando no darse las espaldas por si acaso; que Jesucristo bien dijo hermanos, pero no primos. En eso estaban, todavía con los aceros en las vainas, cuando en la puerta, para desencanto de la concurrencia y alivio de Diego Alatriste, apareció la inconfundible silueta del teniente de alguaciles Martín Saldaña.
-Se fastidió la fiesta -dijo don Francisco de Quevedo.
Y, encogiendo los hombros, ajustóse los anteojos, miró al soslayo, fuese de nuevo a su mesa, descorchó otra botella, y no hubo nada.


Arturo y Carlota Pérez Reverte: El capitán Alatriste. Las aventuras del capitán ALatriste, Madrid: Punto de Lectura, [1996], 2006, pp. 11-25.

8.10.12

Arturo Pérez Reverte


Las aventuras del capitán Alatriste

Capítulo I 
La taberna del Turco


No era el hombre más honesto ni el más piadoso, pero era un hombre valiente. Se llamaba Diego Alatriste y Tenorio, y había luchado como soldado de los tercios viejos en las guerras de Flandes. Cuando lo conocí malvivía en Madrid, alquilándose por cuatro maravedís en trabajos de poco lustre, a menudo en calidad de espadachín por cuenta de otros que no tenían la destreza o los arrestos para solventar sus propias querellas. Ya saben: un marido cornudo por aquí, un pleito o una herencia dudosa por allá, deudas de juego pagadas a medias y algunos etcéteras más. Ahora es fácil criticar eso; pero en aquellos tiempos la capital de las Españas era un lugar donde la vida había que buscársela a salto de mata, en una esquina, entre el brillo de dos aceros. En todo esto Diego Alatriste se desempeñaba con holgura. Tenía mucha destreza a la hora de tirar de espada, y manejaba mejor, con el disimulo de la zurda, esa daga estrecha y larga llamada por algunos vizcaína, con que los reñidores profesionales se ayudaban a menudo. Una de cal y otra de vizcaína, solía decirse. El adversario estaba ocupado largando y parando estocadas con fina esgrima, y de pronto le venía por abajo, a las tripas, una cuchillada corta como un relámpago que no daba tiempo ni a pedir confesión. Sí. Ya he dicho a vuestras mercedes que eran años duros.

El capitán Alatriste, por lo tanto, vivía de su espada. Hasta donde yo alcanzo, lo de capitán era más un apodo que un grado efectivo. El mote venía de antiguo: cuando, desempeñándose de soldado en las guerras del rey, tuvo que cruzar una noche con otros veintinueve compañeros y un capitán de verdad cierto río helado, imagínense, viva España y todo eso, con la espada entre los dientes y en camisa para confundirse con la nieve, a fin de sorprender a un destacamento holandés. Que era el enemigo de entonces porque pretendían proclamarse independientes, y si te he visto no me acuerdo. El caso es que al final lo fueron, pero entre tanto los fastidiamos bien. Volviendo al capitán, la idea era sostenerse allí, en la orilla de un río, o un dique, o lo que diablos fuera, hasta que al alba las tropas del rey nuestro señor lanzasen un ataque para reunirse con ellos. Total, que los herejes fueron debidamente acuchillados sin darles tiempo a decir esta boca es mía. Estaban durmiendo como marmotas, y en ésas salieron del agua los nuestros con ganas de calentarse y se quitaron el frío enviando herejes al infierno, o a donde vayan los malditos luteranos. Lo malo es que luego vino el alba, y se adentró la mañana, y el otro ataque español no se produjo. Cosas, contaron después, de celos entre maestres de campo y generales. Lo cierto es que los treinta y uno se quedaron allí abandonados a su suerte, entre reniegos, por vidas de y votos a tal, rodeados de holandeses dispuestos a vengar el degüello de sus camaradas. Más perdidos que la Armada Invencible del buen rey don Felipe el Segundo. Fue un día largo y muy duro, y para que se hagan idea vuestras mercedes, sólo dos españoles consiguieron regresar a la otra orilla cuando llegó la noche. Diego Alatriste era uno de ellos, y como durante toda la jornada había mandado la tropa -al capitán de verdad lo dejaron listo de papeles en la primera escaramuza, con dos palmos de acero saliéndole por la espalda-, se le quedó el mote, aunque no llegara a disfrutar ese empleo. Capitán por un día, de una tropa sentenciada a muerte que se fue al carajo vendiendo cara su piel, uno tras otro, con el río a la espalda y blasfemando en buen castellano. Cosas de la guerra y la vorágine. Cosas de España.

En fin. Mi padre fue el otro soldado español que regresó aquella noche. Se llamaba Lope Balboa, era guipuzcoano y también era un hombre valiente. Dicen que Diego Alatriste y él fueron muy buenos amigos, casi como hermanos; y debe de ser cierto porque después, cuando a mi padre lo mataron de un tiro de arcabuz en un baluarte de Jülich -por eso Diego Velázquez no llegó a sacarlo más tarde en el cuadro de la toma de Breda como a su amigo y tocayo Alatriste, que sí está allí, tras el caballo-, le juró ocuparse de mí cuando fuera mozo. Ésa es la razón de que, a punto de cumplir los trece años, mi madre metiera una camisa, unos calzones, un rosario y un mendrugo de pan en un hatillo, y me mandara a vivir con el capitán, aprovechando el viaje de un primo suyo que venía a Madrid. Así fue como entré a servir, entre criado y paje, al amigo de mi padre.

Una confidencia: dudo mucho que, de haberlo conocido bien, la autora de mis días me hubiera enviado tan alegremente a su servicio. Pero supongo que el título de capitán, aunque fuera apócrifo, le daba un barniz honorable al personaje. Además, mi pobre madre no andaba bien de salud y tenía otras dos hijas que alimentar. De ese modo se quitaba una boca de encima y me daba la oportunidad de buscar fortuna en la Corte. Así que me facturó con su primo sin preocuparse de indagar más detalles, acompañado de una extensa carta, escrita por el cura de nuestro pueblo, en la que recordaba a Diego Alatriste sus compromisos y su amistad con el difunto. Recuerdo que cuando entré a su servicio había transcurrido poco tiempo desde su regreso de Flandes, porque una herida fea que tenía en un costado, recibida en Fleurus, aún estaba fresca y le causaba fuertes dolores; y yo, recién llegado, tímido y asustadizo como un ratón, lo escuchaba por las noches, desde mi jergón, pasear arriba y abajo por su cuarto, incapaz de conciliar el sueño. Y a veces le oía canturrear en voz baja coplillas entrecortadas por los accesos de dolor, versos de Lope, una maldición o un comentario para sí mismo en voz alta, entre resignado y casi divertido por la situación. Eso era muy propio del capitán: encarar cada uno de sus males y desgracias como una especie de broma inevitable a la que un viejo conocido de perversas intenciones se divirtiera en someterlo de vez en cuando. Quizá ésa era la causa de su peculiar sentido del humor áspero, inmutable y desesperado.

Ha pasado muchísimo tiempo y me embrollo un poco con las fechas. Pero la historia que voy a contarles debió de ocurrir hacia el año mil seiscientos y veintitantos, poco más o menos. Es la aventura de los enmascarados y los dos ingleses, que dio no poco que hablar en la Corte, y en la que el capitán no sólo estuvo a punto de dejar la piel remendada que había conseguido salvar de Flandes, del turco y de los corsarios berberiscos, sino que le costó hacerse un par de enemigos que ya lo acosarían durante el resto de su vida. Me refiero al secretario del rey nuestro señor, Luis de Alquézar, ya su siniestro sicario italiano, aquel espadachín callado y peligroso que se llamó Gualterio Malatesta, tan acostumbrado a matar por la espalda que cuando por azar lo hacía de frente se sumía en profundas depresiones, imaginando que perdía facultades. También fue el año en que yo me enamoré, como un becerro y para siempre de Angélica de Alquézar, perversa y malvada como sólo puede serlo el Mal encarnado en una niña rubia de once o doce años. Pero cada cosa la contaremos a su tiempo.


Me llamo Íñigo. y mi nombre fue lo primero que pronunció el capitán Alatriste la mañana en que lo soltaron de la vieja cárcel de Corte, donde había pasado tres semanas a expensas del rey por impago de deudas. Lo de las expensas es un modo de hablar, pues tanto en ésa como en las otras prisiones de la época, los únicos lujos -y en lujos incluíase la comida- eran los que cada cual podía pagarse de su bolsa. Por fortuna, aunque al capitán lo habían puesto en galeras casi ayuno de dineros, contaba con no pocos amigos. Así que entre unos y otros lo fueron socorriendo durante su encierro, más llevadero merced a los potajes que Caridad la Lebrijana, la dueña de la taberna del Turco, le enviaba conmigo de vez en cuando, y a algunos reales de a cuatro que le hacían llegar sus compadres don Francisco de Quevedo, Juan Vicuña y algún otro. En cuanto al resto, y me refiero a los percances propios de la prisión, el capitán sabía guardarse como nadie. Notoria era en aquel tiempo la afición carcelaria a aligerar de bienes, ropas y hasta de calzado a los mismos compañeros de infortunio. Pero Diego Alatriste era lo bastante conocido en Madrid; y quien no lo conocía no tardaba en averiguar que era más saludable andársele con mucho tiento. Según supe después, lo primero que hizo al ingresar en el estaribel fue irse derecho al más peligroso jaque entre los reclusos y, tras saludarlo con mucha política, ponerle en el gaznate una cuchilla corta de matarife, que había podido conservar merced a la entrega de unos maravedís al carcelero. Eso fue mano de santo. Tras aquella inequívoca declaración de principios nadie se atrevió a molestar al capitán, que en adelante pudo dormir tranquilo envuelto en su capa en un rincón más o menos limpio del establecimiento, protegido por su fama de hombre de hígados. Después, el generoso reparto de los potajes de la Lebrijana y las botellas de vino compradas al alcaide con el socorro de los amigos aseguraron sólidas lealtades en el recinto, incluida la del rufián del primer día, un cordobés que tenía por mal nombre Bartolo Cagafuego, quien a pesar de andar en jácaras como habitual de llamarse a iglesia y frecuentar galeras, no resultó nada rencoroso. Era ésa una de las virtudes de Diego Alatriste: podía hacer amigos hasta en el infierno.
Parece mentira.No recuerdo bien el año -era el veintidós o el veintitrés del siglo-, pero de lo que estoy seguro es de que el capitán salió de la cárcel una de esas mañanas azules y luminosas de Madrid, con un frío que cortaba el aliento. Desde aquel día que -ambos todavía lo ignorábamos- tanto iba a cambiar nuestras vidas, ha pasado mucho tiempo y mucha agua bajo los puentes del Manzanares; pero todavía me parece ver a Diego Alatriste flaco y sin afeitar, parado en el umbral con el portón de madera negra claveteada cerrándose a su espalda. Recuerdo perfectamente su parpadeo ante la claridad cegadora de la calle, con aquel espeso bigote que le ocultaba el labio superior, su delgada silueta envuelta en la capa, y el sombrero de ala ancha bajo cuya sombra entornaba los ojos claros, deslumbrados, que parecieron sonreír al divisarme sentado en un poyete de la plaza. Había algo singular en la mirada del capitán: por una parte era muy clara y muy fría, glauca como el agua de los charcos en las mañanas de invierno. Por otra, podía quebrarse de pronto en una sonrisa cálida y acogedora, como un golpe de calor fundiendo una placa de hielo, mientras el rostro permanecía serio, inexpresivo o grave. Poseía, aparte de ésa, otra sonrisa más inquietante que reservaba para los momentos de peligro o de tristeza: una mueca bajo el mostacho que torcía éste ligeramente hacia la comisura izquierda y siempre resultaba amenazadora como una estocada -que solía venir acto seguido-, o fúnebre como un presagio cuando acudía al hilo de varias botellas de vino, de esas que el capitán solía despachar asolas en sus días de silencio. Azumbre y medio sin respirar, y aquel gesto para secarse el mostacho con el dorso de la mano, la mirada perdida en la pared de enfrente. Botellas para matar a los fantasmas, solía decir él, aunque nunca lograba matarlos del todo.

La sonrisa que me dirigió aquella mañana, al encontrarme esperándolo, pertenecía a la primera clase: la que le iluminaba los ojos desmintiendo la imperturbable gravedad del rostro y la aspereza que a menudo se esforzaba en dar a sus palabras, aunque estuviese lejos de sentirla en realidad. Miró a un lado y otro de la calle, pareció satisfecho al no encontrar acechando a ningún nuevo acreedor, vino hasta mí, se quitó la capa a pesar del frío y me la arrojó, hecha un gurruño.
-Íñigo -dijo-. Hiérvela. Está llena de chinches.
La capa apestaba, como él mismo. También su ropa tenía bichos como para merendarse la oreja de un toro; pero todo eso quedó resuelto menos de una hora más tarde, en la casa de baños de Mendo el Toscano, un barbero que había sido soldado en Nápoles cuando mozo, tenía en mucho aprecio a Diego Alatriste y le fiaba. Al acudir con una muda y el otro único traje que el capitán conservaba en el armario carcomido que nos servía de guardarropa, lo encontré de pie en una tina de madera llena de agua sucia, secándose. El Toscano le había rapado bien la barba, y el pelo castaño, corto, húmedo y peinado hacia atrás, partido en dos por una raya en el centro, dejaba al descubierto una frente amplia, tostada por el sol del patio de la prisión, con una pequeña cicatriz que bajaba sobre la ceja izquierda. Mientras terminaba de secarse y se ponía el calzón y la camisa observé las otras cicatrices que ya conocía. Una en forma de media luna, entre el ombligo y la tetilla derecha. Otra larga, en un muslo, como un zigzag. Ambas eran de arma blanca, espada o daga; a diferencia de una cuarta en la espalda, que tenía la inconfundible forma de estrella que deja un balazo. La quinta era la más reciente, aún no curada del todo, la misma que le impedía dormir bien por las noches: un tajo violáceo de casi un palmo en el costado izquierdo, recuerdo de la batalla de Fleurus, viejo de más de un año, que a veces se abría un poco y supuraba; aunque ese día, cuando su propietario salió de la tina, no tenía mal aspecto.

Lo asistí mientras se vestía despacio, con descuido, el jubón gris oscuro y los calzones del mismo color, que eran de los llamados valones, cerrados en las rodillas sobre los borceguíes que disimulaban los zurcidos de las medias. Se ciñó después el cinto de cuero que yo había engrasado cuidadosamente durante su ausencia, e introdujo en él la espada de grandes gavilanes cuya hoja y cazoleta mostraban las huellas, mellas y arañazos de otros días y otros aceros. Era una espada buena, larga, amenazadora y toledana, que entraba y salía de la vaina con un siseo metálico interminable, que ponía la piel de gallina. Después contempló un instante su aspecto en un maltrecho espejo de medio cuerpo que había en el cuarto, y esbozó la sonrisa fatigada:
-Voto a Dios -dijo entre dientes- que tengo sed.
Sin más comentarios me precedió escaleras abajo, y luego por la calle de Toledo hasta la taberna del Turco. Como iba sin capa caminaba por el lado del sol, con la cabeza alta y su raída pluma roja en la toquilla del sombrero, cuya ancha ala rozaba con la mano para saludar a algún conocido, o se quitaba al cruzarse con damas de cierta calidad. Lo seguí, distraído, mirando a los golfillos que jugaban en la calle, a las vendedoras de legumbres de los soportales ya los ociosos que tomaban el sol conversando en corros junto a la iglesia de los jesuitas. Aunque nunca fui en exceso inocente, y los meses que llevaba en el vecindario habían tenido la virtud de espabilarme, yo era todavía un cachorro joven y curioso que descubría el mundo con ojos llenos de asombro, procurando no perderme detalle. En cuanto al carruaje, oí los cascos de las dos mulas del tiro y el sonido de las ruedas que se acercaban a nuestra espalda. Al principio apenas presté atención; el paso de coches y carrozas resultaba habitual, pues la calle era vía de tránsito corriente para dirigirse a la Plaza Mayor y al Alcázar Real. Pero al levantar un momento la vista cuando el carruaje llegó a nuestra altura, encontré una portezuela sin escudo y, en la ventanilla, el rostro de una niña, unos cabellos rubios peinados en tirabuzones, y la mirada más azul, limpia y turbadora que he contemplado en toda mi vida. Aquellos ojos se cruzaron con los míos un instante y luego, llevados por el movimiento del coche, se alejaron calle arriba, y yo me estremecí, sin conocer todavía muy bien por qué. Pero mi estremecimiento hubiera sido aún mayor de haber sabido que acababa de mirarme el Diablo.
-No queda sino batirnos -dijo don Francisco de Quevedo.
La mesa estaba llena de botellas vacías, y cada vez que a don Francisco se le iba la mano con el vino de San Martín de Valdeiglesias -lo que ocurría con frecuencia-, se empeñaba en tirar de espada y batirse con Cristo. Era un poeta cojitranco y valentón, putañero, corto de vista, caballero de Santiago, tan rápido de ingenio y lengua como de espada, famoso en la Corte por sus buenos versos y su mala leche. Eso le costaba, por temporadas, andar de destierro en destierro y de prisión en prisión; porque si bien es cierto que el buen rey Felipe Cuarto, nuestro señor, y su valido el conde de Olivares apreciaban como todo Madrid sus certeros versos, lo que ya no les gustaba tanto era protagonizarlos. Así que de vez en cuando, tras la aparición de algún soneto o quintilla anónimos donde todo el mundo reconocía la mano del poeta, los alguaciles y corchetes del corregidor se dejaban caer por la taberna, o por su domicilio, o por los mentideros que frecuentaba, para invitarlo respetuosamente a acompañarlos, dejándolo fuera de la circulación por unos días o unos meses. Como era testarudo, orgulloso, y no escarmentaba nunca, estas peripecias eran frecuentes y le agriaban el carácter. Resultaba, sin embargo, excelente compañero de mesa y buen amigo para sus amigos, entre los que se contaba el capitán Alatriste. Ambos frecuentaban la taberna del Turco, donde montaban tertulia en torno a una de las mejores mesas, que Caridad la Lebrijana -que había sido puta y todavía lo era con el capitán de vez en cuando, aunque de balde- solía reservarles. Con don Francisco y el capitán, aquella mañana completaban la concurrencia algunos habituales: el Licenciado Calzas, Juan Vicuña, el Dómine Pérez, y el Tuerto Fadrique, boticario de Puerta Cerrada.
-No queda sino batirnos -insistió el poeta.
Estaba, como dije, visiblemente iluminado por medio azumbre de Valdeiglesias. Se había puesto en pie, derribando un taburete, y con la mano en el pomo de la espada lanzaba rayos con la mirada a los ocupantes de una mesa vecina, un par de forasteros cuyas largas herreruzas y capas estaban colgadas en la pared, y que acababan de felicitar al poeta por unos versos que en realidad pertenecían a Luis de Góngora, su más odiado adversario en la república de las Letras, a quien acusaba de todo: de sodomita, perro y judío. Había sido un error de buena fe, o al menos eso parecía; pera don Francisco no estaba dispuesto a pasarlo por alto:

Yo te untaré mis versos con tocino
porque no me los muerdas, Gongorilla ...


Empezó a improvisar allí mismo, incierto el equilibrio, sin soltar la empuñadura de la espada, mientras los forasteros intentaban disculparse, y el capitán y los otros contertulios sujetaban a don Francisco para impedirle que desenvainara la blanca y fuese a por los dos fulanos.
-Es una afrenta, pardiez -decía el poeta, intentando desasir la diestra que le sujetaban los amigos, mientras se ajustaba con la mano libre los anteojos torcidos en la nariz-. Un palmo de acero pondrá las cosas en su, hip, sitio.
-Mucho acero es para derrocharlo tan de mañana, don Francisco -mediaba Diego Alatriste, con buen criterio.
-Poco me parece a mí -sin quitar ojo a los otros, el poeta se enderezaba el mostacho con expresión feroz-. Así que seamos generosos: un palmo para cada uno de estos hijosdalgo, que son hijos de algo, sin duda; pero con dudas, hidalgos.
Aquello eran palabras mayores, así que los forasteros hacían ademán de requerir sus espadas y salir afuera; y el capitán y los otros amigos, impotentes para evitar la querella, les pedían comprensión para el estado alcohólico del poeta y que desembarazaran el campo, que no había gloria en batirse con un hombre ebrio, ni desdoro en retirarse con prudencia por evitar males mayores.
-Bella gerant alii -sugería el Dómine Pérez, intentando contemporizar.
El Dómine Pérez era un padre jesuita que se desempeñaba en la vecina iglesia de San Pedro y San Pablo. Su natural bondadoso y sus latines solían obrar un efecto sedante, pues los pronunciaba en tono de inapelable buen juicio. Pero aquellos dos forasteros no sabían latín, y el retruécano sobre los hijosdalgo era difícil de tragar como si nada. Además, la mediación del clérigo se veía minada por las guasas zumbonas del Licenciado Calzas: un leguleyo listo, cínico y tramposo, asiduo de los tribunales, especialista en defender causas que sabía convertir en pleitos interminables hasta que sangraba al cliente de su último maravedí. Al licenciado le encantaba la bulla, y siempre andaba picando a todo hijo de vecino.
-No os disminuyáis, don Francisco -decía por lo bajini-. Que os abonen las costas.
De modo que la concurrencia se disponía a presenciar un suceso de los que al día siguiente aparecían publicados en las hojas de Avisos y Noticias. y el capitán Alatriste, a pesar de sus esfuerzos por tranquilizar al amigo, empezaba a aceptar como inevitable el verse a cuchilladas en la calle con los forasteros, por no dejar solo a don Francisco en el lance.
-Aio te vincere posse -concluyó el Dómine Pérez resignándose, mientras el Licenciado Calzas disimulaba la risa con la nariz dentro de una jarra de vino, y tras un profundo suspiro, el capitán empezó a levantarse de la mesa. Don Francisco, que ya tenía cuatro dedos de espada fuera de la vaina, le echó una amistosa mirada de gratitud, y aún tuvo asaduras para dedicarle un par de versos:

Tú, en cuyas venas laten Alatristes
a quienes ennoblece tu cuchilla ...


-No me jodáis, don Francisco -respondió el capitán, malhumorado-. Riñamos con quien sea menester, pero no me jodáis.
-Así hablan los, hip, hombres -dijo el poeta, disfrutando visiblemente con la que acababa de liar. El resto de los contertulios lo jaleaba unánime, desistiendo como el Dómine Pérez de los esfuerzos conciliadores, y en el fondo encantados de antemano con el espectáculo; pues si don Francisco de Quevedo, incluso mamado, resultaba un esgrimidor terrible, la intervención de Diego Alatriste como pareja de baile no dejaba resquicio de duda sobre el resultado. Se cruzaban apuestas sobre el número de estocadas que iban a repartirse a escote los forasteros, ignorantes de con quiénes se jugaban los maravedís.

Total, que bebió el capitán un trago de vino, ya en pie, miró a los forasteros como disculpándose por lo lejos que había ido todo aquello, e hizo gesto con la cabeza de salir afuera, para no enredarle la taberna a Caridad la Lebrijana, que andaba preocupada por el mobiliario.
-Cuando gusten vuestras mercedes.
Se ciñeron las herreruzas los otros y encamináronse todos hacia la calle, entre gran expectación, procurando no darse las espaldas por si acaso; que Jesucristo bien dijo hermanos, pero no primos. En eso estaban, todavía con los aceros en las vainas, cuando en la puerta, para desencanto de la concurrencia y alivio de Diego Alatriste, apareció la inconfundible silueta del teniente de alguaciles Martín Saldaña.
-Se fastidió la fiesta -dijo don Francisco de Quevedo.
Y, encogiendo los hombros, ajustóse los anteojos, miró al soslayo, fuese de nuevo a su mesa, descorchó otra botella, y no hubo nada.


Arturo y Carlota Pérez Reverte: El capitán Alatriste. Las aventuras del capitán ALatriste, Madrid: Punto de Lectura, [1996], 2006, pp. 11-25.

San Juan de la Cruz



En una noche oscura
con ansias en amores inflamada
¡oh dichosa ventura!
salí sin ser notada
estando ya mi casa sosegada,

a oscuras y segura
por la secreta escala disfrazada,
¡oh dichosa ventura!
a oscuras y en celada
estando ya mi casa sosegada.

En la noche dichosa
en secreto que nadie me veía
ni yo miraba cosa
sin otra luz y guía
sino la que en el corazón ardía.

Aquesta me guiaba
más cierto que la luz del mediodía
adonde me esperaba
quien yo bien me sabía
en sitio donde nadie aparecía.

¡Oh noche, que guiaste!
¡Oh noche amable más que la alborada!
¡Oh noche que juntaste
amado con amada,
amada en el amado transformada!

En mi pecho florido,
que entero para él solo se guardaba
allí quedó dormido
y yo le regalaba
y el ventalle de cedros aire daba.

El aire de la almena
cuando yo sus cabellos esparcía
con su mano serena
y en mi cuello hería
y todos mis sentidos suspendía.

Quedéme y olvidéme
el rostro recliné sobre el amado;
cesó todo, y dejéme
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.

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¡Oh llama de amor viva,
que tiernamente hieres
de mi alma en el más profundo centro!
pues ya no eres esquiva,
acaba ya si quieres;
rompe la tela de este dulce encuentro.

¡Oh cauterio suave!
¡Oh regalada llaga!
¡Oh mano blanda! ¡Oh toque delicado,
que a vida eterna sabe
y toda deuda paga!,
matando muerte en vida la has trocado.

¡Oh lámparas de fuego
en cuyos resplandores
las profundas cavernas del sentido
que estaba oscuro y ciego
con extraños primores
calor y luz dan junto a su querido!

¡Cuán manso y amoroso
recuerdas en mi seno
donde secretamente solo moras
y en tu aspirar sabroso
de bien y gloria lleno
cuán delicadamente me enamoras!

Santa Teresa de Jesús




Vivo sin vivir en mí,
y tan alta vida espero,
que muero porque no muero.

Vivo ya fuera de mí,
después que muero de amor;
porque vivo en el Señor,
que me quiso para sí:
cuando el corazón le di
puso en él este letrero,
que muero porque no muero.

Esta divina prisión,
del amor en que yo vivo,
ha hecho a Dios mi cautivo,
y libre mi corazón;
y causa en mí tal pasión
ver a Dios mi prisionero,
que muero porque no muero.

¡Ay, qué larga es esta vida!
¡Qué duros estos destierros,
esta cárcel, estos hierros
en que el alma está metida!
Sólo esperar la salida
me causa dolor tan fiero,
que muero porque no muero.

¡Ay, qué vida tan amarga
do no se goza el Señor!
Porque si es dulce el amor,
no lo es la esperanza larga:
quíteme Dios esta carga,
más pesada que el acero,
que muero porque no muero.

Sólo con la confianza
vivo de que he de morir,
porque muriendo el vivir
me asegura mi esperanza;
muerte do el vivir se alcanza,
no te tardes, que te espero,
que muero porque no muero.

Mira que el amor es fuerte;
vida, no me seas molesta,
mira que sólo me resta,
para ganarte perderte.
Venga ya la dulce muerte,
el morir venga ligero
que muero porque no muero.

Aquella vida de arriba,
que es la vida verdadera,
hasta que esta vida muera,
no se goza estando viva:
muerte, no me seas esquiva;
viva muriendo primero,
que muero porque no muero.

Vida, ¿qué puedo yo darle
a mi Dios que vive en mí,
si no es el perderte a ti,
para merecer ganarle?
Quiero muriendo alcanzarle,
pues tanto a mi Amado quiero,
que muero porque no muero.

El Siglo de Oro. Carlos Funtes.


Carlos Fuentes: “El Siglo de Oro” (capitulo VIII), en El espejo enterrado, México: Fondo de Cultura Económica, 1994.

Instrucciones: Responde las preguntas en tu cuaderno en forma de citas bibliográficas, indicando al final de cada una (entre paréntesis), la página de la cual sean tomadas.
Las preguntas abarcan de la página 181 a la 193 (o hasta que termines las preguntas)

1. ¿En qué utilizó la monarquía española una buena parte del tesoro americano?
2. ¿Qué condujo a la devaluación?
3. ¿Qué pasaba con la distribución de la riqueza?
4. Enlista los 4 rasgos de nuestra tradición (hispana e hispanoamericana), que según Carlos Fuentes está presente en el cuadro de “El conde de Orgaz”, del Greco.
5. ¿Qué reyes gobernaron España entre mediados del siglo XVI y principios del XVII?
6. Según Carlos Fuentes, ¿qué extremos de España representan Sancho Panza y don Quijote?
7. ¿Qué filósofo italiano de la época de Cervantes fue quemado por la inquisición?
8. ¿Cuáles son los puntos de vista en oposición entre la inquisición y la obra de Don Quijote?
9. ¿A qué género literario pertenece Don Quijote y qué otros géneros incluye?
10. ¿Qué consagra a esta variedad de puntos de vista?
11. ¿Cuál es según Carlos Fuentes la correspondencia más vigente entre Don Quijote y una obra de pintura?
12. Completa la cita en donde Carlos Fuentes describe la pintura de Velásquez: “...la pintura que Velázquez está pintando (...) el rey y la reina reflejados en el espejo.” (p.192).
13. Observa una reproducción de “Las Meninas” de Velásquez y haz tu propia descripción.
14. ¿Qué rey fue modelo de Velásquez?
15. ¿A qué personaje literario se cree que sirvió de modelo este rey?
16. ¿En qué año se escribió la obra y quién la escribió?
17. ¿Por qué tenía fama este rey de libertino?

5.9.12

Época Romana.

Poco antes "de la era cristiana, casi toda la península ibérica estaba en poder de los romanos. No habían muerto todas las lenguas prerromanas, pero el dominio del latín estaba ya bien afirmado" (Alatorre, Antonio, 1979, p.31)

"La conquista de Hispania marcó el comienzo del la expansión del poderío romano fuera del territorio de la península itálica" (Ibid, p.31)

"...La religión pagana fue siendo sustituida lentamente por la cristiana, hasta que en el año 313, bajo Constantino, la cristiana pasó a ser la religión oficial del imperio" (Ibid, p.32)

La Romania

"La porción del imperio en que predominó la lengua de Roma se llama Romania (...) La Romania actual abarca sólo cinco naciones europeas (Portugal, España, Francia, Italia y Rumania) y pedazos de otras dos (Bélgica y Suiza). Pero en los primeros siglos de nuestra era incluía un territorio mucho más amplio." (Ibid, p.33)


Hispania

"En Hispania nacieron dos de los sucesores de Augusto, famosos por la prosperidad que dieron al imperio a fines del siglo I y comienzos del II d.C.: Trajano y Adriano." (Ibid, p.35)

"La literatura latina ostenta nombres de grandes escritores hispanos (...). Los más antiguos son dos retóricos o maestros de la elocuencia, Porcio Latrón y Séneca el Viejo, y un tratadista de mitología, Higinio, bibliotecario de Augusto. Después (...): Séneca el joven, preceptor de Nerón ,autor de tragedias y de obras filosóficas; su sobrino Lucano, que en la Farsalia narró épicamente la pugna entre César y Pompeyo; Marcial, maestro del epigrama; Quintiliano, el máximo compilador de la doctrina retórica aprendida de los griegos; Pomponio Mela, geógrafo; Columela, tratadista de agricultura (...). ...un polemista famoso, Osio de Córdoba, gran impugnador de la "herejía" de Arrio y a dos excelentes poetas, Juvencio y Prudencio, el segundo de los cuales (...) cantó a los mártires del cristianismo y celebró las virtudes de la nueva religión." (Ibid, p.37)

Latín clásico y latín vulgar

El latín literario tuvo desde sus principios leyes especiales, que incluían una importante influencia griega, tanto en el vocabulario, como en la sintaxis y la estructura del pensamiento. Muy pronto se diferenciaron cultura superior y cultura del vulgo. (Ibid, p.38)

El español y las demás lenguas romances proceden del vulgo. (2a, p.38)

"La lengua literaria se había petrificado mientras la lengua popular seguía su marcha..."
(2a, p.38)

"El latín vulgar se puede llamar también protorromance." (2a, p.40)

Época visigótica

Época visigótica

"... a comienzos del siglo VI los visigodos, expulsados de Tolosa por los francos, pasaron a lo que ahora es Cataluña y de allí al resto de España. (...) Los visigodos ocuparon prácticamente toda la península a lo largo de dos siglos, fijaron su capital en Toledo y acabaron por romper todo lazo con Roma." (2a, p.66)

"... el cristianismo de los visigodos, como el de gran parte de los pobladores de la parte oriental del imperio, era un cristianismo 'arriano', o sea herético desde el punto de vista de la iglesia romana. (Arrio, griego alejandrino, prácticamente negaba la divinidad de Jesucristo...)" (2a, p.66)

Reyes visigodos como Recaredo y Recesvinto consiguieron la unidad política y religiosa de España, por eso "después de la invasión árabe los caudillos de la reconquista tuvieron como meta política la restauración del reino visigodo" (2a, p.67)

la lengua que los visigodos usaron al pasar a España fue el latín. "...los reyes Chindasvinto y Recesvinto emprendieron en la segunda mitad del siglo VII una gran recopilación de leyes en que amalgamaron los usos germánicos con los romanos." (2a, p.67). Esta recopilación se escribió en latín Y se llamaba Forum Júdicum ("Fuero de los jueces", normas a que han de atenerse los jueces). En la lengua hablada se le conoció como Fuero Juzgo. Esta recopilación "ha venido a ser una de las fuentes imprescindibles para el estudio de las instituciones medievales..." (2a, p.67)


Algunas palabras de origen visigodo:

toldo sala banco jabón toalla guante fieltro falda sopa tapa estaca tejón ganso blanco gris agasajo compañía.