11.11.11

Cordero de Dios

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OSCAR SIPÁN

Cordero de Dios

Marx se equivocó al creer que el sufrimiento económico sería la base de la revolución; quizá lo sea la angustia psíquica, el sufrimiento espiritual"
JOHN ZERZAN (1999)


Imbuido en un caos a cámara lenta, roto el círculo de juicio y control, de equilibrio y realidad, rogándole a un dios desconocido que todo sea un mal sueño, una pesadilla de verano, cae de rodillas, alza las manos al cielo y con los ojos cerrados y la mandíbula desencajada expulsa un grito de dolor del que tendrá que alimentarse el resto de sus días.
Mercedes negro de última generación bajo un sol de justicia, instala al niño en la silla -asegurando firmemente las correas y los cierres--, revisa el nudo de su corbata de seda y se atusa el pelo moteado de canas en el espejo retrovisor, a pesar de la ducha ya tiene la frente perlada de sudor, deposita la americana y el maletín de cuero negro en el asiento contiguo y enciende el climatizador y la radio, "ola de calor en el país...la temperatura podrá alcanzar hoy los cuarenta y cinco grados a la sombra", concentrado en firmes pensamientos -el ultimátum de su jefes, una relación basada en la comodidad, falta de ilusiones, anemia de sentimientos, depresión, deterioro del cuerpo y de las defensas- avanza entre una amalgama de casas unifamiliares repetidas, gente repetida corta mecánicamente un césped repetido, pasea a un perro de raza repetido o besa en la mejilla a una mujer repetida que le desea un buen día, habitantes de un paraíso abstracto, adictos a la luz artificial y al dinero de plástico, herederos de dudas y tristezas, circula a mayor velocidad de la permitida, sorteando repartidores andróginos y jubilados sin nada que hacer, jubilados como su padre, un hombre marcado por una guerra y una mujer alargando su vida en una residencia de la provincia de Huesca, intenso dolor de cabeza y el regusto amargo del café en la boca del estómago, si la delegación japonesa que hoy visita la fábrica no invierte en la nueva planta se acabó la casa unifamiliar, el coche de importación, el gimnasio, las vacaciones exóticas, el club de golf...los valores fundamentales -si no puedes comprar no existes--, de todo eso se habló en la última reunión, un solo camino, una sola dirección: para juzgar al mundo hay que estar en el lado de los vencedores, les mostrará, en su mejor inglés comercial, todo el proceso de fabricación, paso a paso, calibrando cada palabra, cada latido, argumentando con sencillez y seguridad (el catecismo del vendedor: la seguridad), impermeable y límpido, explayándose de una forma clarividente en las cuestiones importantes, desplegando todo su abanico de trucos con sinceridad fingida, toda su arquitectura de palabras vacías, alejado de su propias miserias para contagiar entusiasmo por un proyecto en el que ni él ni sus superiores creen, si consigue transmitir el mensaje habrá triunfado, invertirán, y esa inversión solventará el fantasma del cierre de la empresa o su traslado al tercer mundo, el atasco se perfila importante a la entrada de la autovía, cientos de coches avanzan de forma sumisa en dos carriles, avanzan y luego se detienen, con el bombeo inconstante de un corazón enfermo, las ocho y treinta de la mañana y su intranquilidad se traduce en ardor de estómago y anquilosamiento de los músculos, el saxo de Charlie Parker amortigua la quietud de los coches desde la radio, "resignación" es la palabra que todo el mundo lleva escrita en mitad de la frente, mira a una mujer de labios almibarados y porte altivo y se imagina su vida con ella, es joven, delgada como una promesa, pañuelo multicolor anudado al cuello y rayos uva, de unos veinte años a lo sumo, se muerde las uñas de la mano derecha con la mirada lejana, inalcanzable, y un mohín de niña disgustada en el rostro, el abrazo de tela del vestido ceñido reafirma unos pechos voluptuosos, por un momento, por una décima de segundo está desnuda a su lado -hoyuelos de felicidad, pelo púbico enmarañado y piel tersa y brillante-- musitando obscenidades en su oído sobre la cama de una habitación de hotel, siente el perfume de su sexo... no, basta de fantasías, debe dormir la lujuria y centrarse en el mensaje, el día le exige una castidad de ideas, una pureza mental impecable, la sociedad está construida únicamente para los ganadores, su futuro es algo serio, lo es todo, el móvil le saca de su estancamiento, reconoce el número del jefe de inmediato y contesta con una voz aturdida, algo impostada, "buenos días...sí, claro, de camino...un atasco a la altura del hipermercado...ya han llegado, sí, me hago cargo...hasta luego", enajenado, golpea el volante con una violencia inusual, desproporcionada, y respira hondo, intentando dominar su calvario particular, la impotencia del momento le está destrozando los nervios, daría su brazo derecho por fumar un cigarrillo, profundas caladas de humo gris y tranquilidad acunando su ánimo, el parche de nicotina le recuerda con brusquedad su compromiso: ha dejado de fumar, de pronto se atisba algo de movimiento, avanza renqueante, de forma irregular, adelanta a la mujer y la olvida, las luces de la policía le descubren la causa del atasco: la vida de un ciclista se derrama en el asfalto, ineludiblemente posa su mirada en la figura caída y en el amasijo de hierros que fue su bicicleta, un hombre angustiado llora en silencio por la vida que acaba de seccionar, "en realidad no tiene la culpa -piensa--, nadie tiene la culpa: era su destino, su cruel y estúpido destino", la bola de fuego del astro rey se refleja con una claridad terrorífica en el charco de sangre, incrementa la velocidad, conduce ajeno al agreste paisaje de chabolas con antena parabólica, toxicómanos durmiendo en tiendas de campaña y basura, la anarquía de solares vallados y naves en construcción le anuncian la proximidad del polígono industrial, en la radio dos contertulios divagan sobre el mapa del genoma humano y el mal de las vacas locas, su palabras son ejercicios de estilo --sin una pizca de inteligencia ni de intuición-- para su propio lucimiento, los imagina orgullosos y arrogantes, hinchados como pavos, con los antebrazos apoyados en una mesa circular, bebiendo agua mineral a sorbitos y apagando sus cigarrillos mentolados en las paredes de un cenicero, el smog y la periferia de la gran ciudad le inyectan un aire flemático y cautivador: va a hechizar a esos malditos japoneses, atraviesa el polígono color mostaza y llega a la fábrica, le da los buenos días al guardia de seguridad -rostro enjuto y piel ambarina en un cuerpo de músculos cultivados cinco horas al día en un gimnasio y esteroides-que, desde la garita, le devuelve el saludo, le hace firmar y levanta la barrera bicolor, coloca el coche en su plaza de mando intermedio (plaza número 536), en el inmenso puzzle alquitranado que es el aparcamiento, sale del mismo y una voz le increpa "que se dé prisa, que comienzan a ponerse nerviosos", es una voz sin candidez ni clemencia: la voz de un tratante de miedo: su jefe, le da una palmada en la espalda -altruismo intencionado- y le desea buena suerte con un brillo gélido en las pupilas, los japoneses -figuras arcaicas de rostro árido e inexpugnable, regios trajes de paño y corbatas impregnadas en naftalina y oscuridad- inclinan la cabeza a su llegada y le dan la mano firmemente, impacientes como novios en el día de su boda, después, en la sala de juntas, esquemas y transparencias, humo de puros y café aguado, charla de presentación y teatro de supervivencia, teatro de muy alto nivel, la verdad, seriedad y un chiste oportuno, de efecto liberador, visita rutinaria a pie de fábrica siguiendo una ruta prefijada, con un casco amarillo, unos tapones de caucho para amortiguar el ruido y una bata de cirujano, la atención para las máquinas y la invisibilidad para los empleados, explicaciones y más explicaciones, cifras infladas --unidades por hora, número de contenedores por día, crecimiento teórico gracias a la nueva planta, apertura de mercados--, datos y más datos, y al final, de vuelta al punto de partida: la sala de juntas, dos horas más tarde -seis desde que llegó a la fábrica--, física y psicológicamente extenuado, los japoneses toman una decisión, una decisión positiva, explosiones de júbilo, clímax conmovedor, euforia colectiva reflejada en los rostros, en el espejo del alma, todo el mundo satisfecho, encantados de ratificar el acuerdo con un gran apretón de manos, una firma por sextuplicado y una gran copa de champán, pero, extrañamente, la mañana no es completa, algo no encaja en esa felicidad, ¿qué?
Un pensamiento repentino estalla en su cabeza inundándolo todo: una imagen aérea del inmenso aparcamiento --cientos de filas de coches alineados en un orden estricto, coches de directivo y coches de trabajador, coches imponentes y coches desguazados, coches con el color de la selva y coches con el color del desierto, capotas pulidas refulgiendo bajo un sol amenazador-- y un niño, prácticamente un bebé, (que alguien olvidó llevar a la guardería) atado fuertemente a una silla por diversos cierres de seguridad en el interior de un mercedes negro de última generación en plena ola de calor.

Fábula primera

Juan Benet. (Madrid, 1927–1993). Escritor español.
JUAN BENET

-Vete al mercado -dijo el comerciante a su criado-- y compra mi destino. Estoy seguro de que será fácil encontrarlo. Pero no te dejes engañar, no pagues más de lo que vale.

-¿Cuánto he de pagar? -preguntó el criado.

-Lo mismo que para los demás. Mira cómo está el destino de los demás y paga lo mismo por el mío.

El criado estuvo ausente durante largo tiempo y volvió desazonado, asegurando a su amo que no había encontrado su destino en el mercado, a pesar de haberlo buscado con gran ahínco. El comerciante le reprendió con acritud y se quejó de su ineficacia.

-No puedo encargarte la encomienda más sencilla. ¿Es que lo he de hacer todo yo? No puedo -compréndelo- abandonar este negocio que sólo marcha si yo lo vigilo. Por otra parte, me interesa mucho hacerme con ese destino. Sigue buscando y no vuelvas por aquí sin haber dado con él.

El criado volvió al mercado y durante días buscó el destino de su amo, sin encontrarlo en parte alguna. Pero alguien le sugirió que buscara en otros mercados y ciudades porque una cosa tan especial no tenía por qué hallarse allí. El criado volvió a casa del comerciante a pedirle permiso y dinero para el viaje, a fin de buscar un destino por toda la parte conocida del país.

El comerciante lo pensó y dijo:

-Bien, te concedo ese permiso y ese dinero, a condición de que no hagas otra cosa que buscar mi destino. No vuelvas aquí sin él -y añadió- o sin la seguridad de que no está en parte alguna y a merced de quien se lo quiera llevar.

El criado se puso en viaje y ya no hizo otra cosa que recorrer toda la parte conocida del país en busca del destino de su amo. Viajó por regiones muy lejanas y envejeció; perdió la memoria pero, fiel a la promesa hecha a su amo, sólo conservó la obligación contraída. También el comerciante envejeció y perdió muchas de sus facultades. Un día su constante peregrinación llevó al criado hasta el negocio de su amo a quien ya no reconoció, empero sí le interrogó sobre el objeto de su búsqueda.

-Por lo que me dices -dijo el comerciante-, tengo algo aquí que creo que te puede convenir -y le mostró su propio destino.

-Es exactamente lo que necesito -repuso el criado-. Pero espero que no cueste mucho. Llevo tantos años buscándolo que me he gastado casi todo el dinero que tenía. Sólo me resta esto.

-Ya es bastante y me conformo -repuso el amo-. Ese trasto lleva toda la vida en mi casa y a nadie ha interesado hasta ahora. Te lo puedes llevar a condición de que me digas para qué lo quieres.

-Eso no lo puedo decir porque lo ignoro. Lo he olvidado. Sé muy bien que lo necesito, pero no sé para qué.

-Entonces es tuyo -replicó su viejo amo-; es un objeto que conviene a un desmemoriado. Creo recordar que alguien lo olvidó aquí y no se me ocurre destino mejor para él que quedar encerrado en el olvido de quien tanto lo necesitó.

y cuando el comerciante vio que su antiguo criado se alejaba con su destino bajo el brazo, dijo para sus adentros:
-Al fin.


Texto extraído de «Una tumba y otros relatos». Ed. Taurus

Fábula segunda

JUAN BENET


Al despedirse le advirtió, con un tono de Cierta severidad:

-En ausencia mía no deberás visitar a Pertinax. Cuídate mucho de hacerlo, pues de otra suerte puedes provocar un serio disgusto entre nosotros.

La mujer permaneció en su casa obediente de las instrucciones de su marido, quien a su vuelta le interrogó acerca de las personas que había visto en su ausencia.

-He visto a Pertinax -repuso ella.

-¿No te advertí que no fueras avisitarle? -preguntl él con enojo.

-No fui yo a visitarle. Fue él quien vino aquí en ausencia tuya.

Fue el marido en busca de Pertinax y le preguntó: -¿Qué derecho te asiste para visitar a mi mujer en mi ausencia?
-No fui a visitar a tu mujer -contestó Pertinax, sin perder la calma- sino a ti, pues ignoraba que te hallaras ausente de tu casa. En lo sucesivo deberás advertírmelo si no deseas que se produzca de nuevo esa circunstancia que tanto te mortifica.
No satisfecho con tal explicación, el marido ingenió una estratagema para averiguar las intenciones de Pertinax y descubrir la índole de las relaciones que mantenía con su mujer. Despachó a ésta de la casa con un pretexto cualquiera, y disfrazándose con sus ropas, envió un criado a Pertinax para comunicarle que hallándose en su casa esperaba ser honrado con su visita.
Pero la mujer, recelosa de la conducta de un marido que se comportaba de manera tan desconsiderada y averiguando en parte sus intenciones, decidió -disfrazada de Pertinax- volver a su casa para representar el papel que deseaba que presenciase su marido.

Por su parte Pertinax, al advertir que la mujer se hallaba sola en la casa, contrariamente a las noticias que había recibido, se disfrazó de su marido, sin otra intención que la de descubrir la intimidad de las relaciones que les unía.

Así pues, cuando el falso Pertinax -que no era otra que la mujer- se rindió a la casa para cursar la visita a la que había sido invitado, se encontró con que el matrimonio le estaba esperando, a diferencia de lo que había presumido.

La circunstancia en que se vieron envueltos los tres era análoga para cada uno de ellos, pues los tres sabían, cada cual por su lado, que uno al menos de los otros dos se hallaba disfrazado, sin poder asegurar cuál de ellos era, ni siquiera si lo estaban los dos. En efecto, cualquiera de ellos podía razonar así: si sólo hay uno disfrazado debe haberse disfrazado de mí, puesto que yo lo estoy de él, y, por tanto, el auténtico sólo puede ser aquél de quien yo estoy disfrazado. Ahora bien, como no está disfrazado, no tiene por qué saber que lo estamos nosotros y, por consiguiente, al no tener ninguna razón para suponer una mixtificación no lo romperá. Y sí, por el contrario, lo están los dos, el que está disfrazado de mí es aquel de quien yo no estoy disfrazado, del cual ignora si está disfrazado o no. Así pues, no es posible saber quién está disfrazado de quién, a menos que uno -atreviéndose a revelar las intenciones que le llevaron a adoptar tal disfraz- se apresure a descubrir su identidad ante los demás, cosa en verdad poco probable.
En consecuencia -debieron pensar, cada cual por su lado--, si queremos preservar nuestros
más íntimos pensamientos e intenciones, hemos de seguir disfrazados para siempre, lo cual, si cada uno ha elegido con tino su disfraz, no cambiará nada las cosas.


Texto extraído de «Una tumba y otros relatos»

Agradecimiento

Julia Otxoa
(Relato de su libro Kískili-KáskalaVosa, Madrid 1994

Hortensia Salazar recogió de la tintorería el abrigo rojo que días atrás había dejado para limpiar. El abrigo traía en su bolsillo izquierdo una pequeña carta dirigida a ella. Se le invitaba a acudir a una misteriosa cita en la playa, el martes doce a las tres de la tarde.La dama, picada por la curiosidad, acudió a la cita y esperó por espacio de tres largas horas. Cuando cansada e indignada se disponía a marcharse, un niño le entregó otra carta de color verde. En ella, el misterioso personaje, que firmaba con las iniciales A.Z. se excusaba por no haberse presentado y le volvía a convocar para dentro de siete días en los jardines de la catedral.Hortensia Salazar guardó fidelidad ininterrumpida durante más de veinte años a los sucesivos requerimientos, a pesar de que a ellos jamás acudió nadie.Gracias a la diversidad geográfica de las citas, la paciente dama llegó a conocer perfectamente todos los rincones de su ciudad. Y cuando murió, siendo ya muy anciana, lo hizo quedando profundamente agradecida a aquel desconocido, que durante tantos años había llenado su vida, manteniendo viva en ella la llama de la pasión por lo ignoto e inasequible.