8.10.12

Arturo Pérez Reverte


Las aventuras del capitán Alatriste

Capítulo I 
La taberna del Turco


No era el hombre más honesto ni el más piadoso, pero era un hombre valiente. Se llamaba Diego Alatriste y Tenorio, y había luchado como soldado de los tercios viejos en las guerras de Flandes. Cuando lo conocí malvivía en Madrid, alquilándose por cuatro maravedís en trabajos de poco lustre, a menudo en calidad de espadachín por cuenta de otros que no tenían la destreza o los arrestos para solventar sus propias querellas. Ya saben: un marido cornudo por aquí, un pleito o una herencia dudosa por allá, deudas de juego pagadas a medias y algunos etcéteras más. Ahora es fácil criticar eso; pero en aquellos tiempos la capital de las Españas era un lugar donde la vida había que buscársela a salto de mata, en una esquina, entre el brillo de dos aceros. En todo esto Diego Alatriste se desempeñaba con holgura. Tenía mucha destreza a la hora de tirar de espada, y manejaba mejor, con el disimulo de la zurda, esa daga estrecha y larga llamada por algunos vizcaína, con que los reñidores profesionales se ayudaban a menudo. Una de cal y otra de vizcaína, solía decirse. El adversario estaba ocupado largando y parando estocadas con fina esgrima, y de pronto le venía por abajo, a las tripas, una cuchillada corta como un relámpago que no daba tiempo ni a pedir confesión. Sí. Ya he dicho a vuestras mercedes que eran años duros.

El capitán Alatriste, por lo tanto, vivía de su espada. Hasta donde yo alcanzo, lo de capitán era más un apodo que un grado efectivo. El mote venía de antiguo: cuando, desempeñándose de soldado en las guerras del rey, tuvo que cruzar una noche con otros veintinueve compañeros y un capitán de verdad cierto río helado, imagínense, viva España y todo eso, con la espada entre los dientes y en camisa para confundirse con la nieve, a fin de sorprender a un destacamento holandés. Que era el enemigo de entonces porque pretendían proclamarse independientes, y si te he visto no me acuerdo. El caso es que al final lo fueron, pero entre tanto los fastidiamos bien. Volviendo al capitán, la idea era sostenerse allí, en la orilla de un río, o un dique, o lo que diablos fuera, hasta que al alba las tropas del rey nuestro señor lanzasen un ataque para reunirse con ellos. Total, que los herejes fueron debidamente acuchillados sin darles tiempo a decir esta boca es mía. Estaban durmiendo como marmotas, y en ésas salieron del agua los nuestros con ganas de calentarse y se quitaron el frío enviando herejes al infierno, o a donde vayan los malditos luteranos. Lo malo es que luego vino el alba, y se adentró la mañana, y el otro ataque español no se produjo. Cosas, contaron después, de celos entre maestres de campo y generales. Lo cierto es que los treinta y uno se quedaron allí abandonados a su suerte, entre reniegos, por vidas de y votos a tal, rodeados de holandeses dispuestos a vengar el degüello de sus camaradas. Más perdidos que la Armada Invencible del buen rey don Felipe el Segundo. Fue un día largo y muy duro, y para que se hagan idea vuestras mercedes, sólo dos españoles consiguieron regresar a la otra orilla cuando llegó la noche. Diego Alatriste era uno de ellos, y como durante toda la jornada había mandado la tropa -al capitán de verdad lo dejaron listo de papeles en la primera escaramuza, con dos palmos de acero saliéndole por la espalda-, se le quedó el mote, aunque no llegara a disfrutar ese empleo. Capitán por un día, de una tropa sentenciada a muerte que se fue al carajo vendiendo cara su piel, uno tras otro, con el río a la espalda y blasfemando en buen castellano. Cosas de la guerra y la vorágine. Cosas de España.

En fin. Mi padre fue el otro soldado español que regresó aquella noche. Se llamaba Lope Balboa, era guipuzcoano y también era un hombre valiente. Dicen que Diego Alatriste y él fueron muy buenos amigos, casi como hermanos; y debe de ser cierto porque después, cuando a mi padre lo mataron de un tiro de arcabuz en un baluarte de Jülich -por eso Diego Velázquez no llegó a sacarlo más tarde en el cuadro de la toma de Breda como a su amigo y tocayo Alatriste, que sí está allí, tras el caballo-, le juró ocuparse de mí cuando fuera mozo. Ésa es la razón de que, a punto de cumplir los trece años, mi madre metiera una camisa, unos calzones, un rosario y un mendrugo de pan en un hatillo, y me mandara a vivir con el capitán, aprovechando el viaje de un primo suyo que venía a Madrid. Así fue como entré a servir, entre criado y paje, al amigo de mi padre.

Una confidencia: dudo mucho que, de haberlo conocido bien, la autora de mis días me hubiera enviado tan alegremente a su servicio. Pero supongo que el título de capitán, aunque fuera apócrifo, le daba un barniz honorable al personaje. Además, mi pobre madre no andaba bien de salud y tenía otras dos hijas que alimentar. De ese modo se quitaba una boca de encima y me daba la oportunidad de buscar fortuna en la Corte. Así que me facturó con su primo sin preocuparse de indagar más detalles, acompañado de una extensa carta, escrita por el cura de nuestro pueblo, en la que recordaba a Diego Alatriste sus compromisos y su amistad con el difunto. Recuerdo que cuando entré a su servicio había transcurrido poco tiempo desde su regreso de Flandes, porque una herida fea que tenía en un costado, recibida en Fleurus, aún estaba fresca y le causaba fuertes dolores; y yo, recién llegado, tímido y asustadizo como un ratón, lo escuchaba por las noches, desde mi jergón, pasear arriba y abajo por su cuarto, incapaz de conciliar el sueño. Y a veces le oía canturrear en voz baja coplillas entrecortadas por los accesos de dolor, versos de Lope, una maldición o un comentario para sí mismo en voz alta, entre resignado y casi divertido por la situación. Eso era muy propio del capitán: encarar cada uno de sus males y desgracias como una especie de broma inevitable a la que un viejo conocido de perversas intenciones se divirtiera en someterlo de vez en cuando. Quizá ésa era la causa de su peculiar sentido del humor áspero, inmutable y desesperado.

Ha pasado muchísimo tiempo y me embrollo un poco con las fechas. Pero la historia que voy a contarles debió de ocurrir hacia el año mil seiscientos y veintitantos, poco más o menos. Es la aventura de los enmascarados y los dos ingleses, que dio no poco que hablar en la Corte, y en la que el capitán no sólo estuvo a punto de dejar la piel remendada que había conseguido salvar de Flandes, del turco y de los corsarios berberiscos, sino que le costó hacerse un par de enemigos que ya lo acosarían durante el resto de su vida. Me refiero al secretario del rey nuestro señor, Luis de Alquézar, ya su siniestro sicario italiano, aquel espadachín callado y peligroso que se llamó Gualterio Malatesta, tan acostumbrado a matar por la espalda que cuando por azar lo hacía de frente se sumía en profundas depresiones, imaginando que perdía facultades. También fue el año en que yo me enamoré, como un becerro y para siempre de Angélica de Alquézar, perversa y malvada como sólo puede serlo el Mal encarnado en una niña rubia de once o doce años. Pero cada cosa la contaremos a su tiempo.


Me llamo Íñigo. y mi nombre fue lo primero que pronunció el capitán Alatriste la mañana en que lo soltaron de la vieja cárcel de Corte, donde había pasado tres semanas a expensas del rey por impago de deudas. Lo de las expensas es un modo de hablar, pues tanto en ésa como en las otras prisiones de la época, los únicos lujos -y en lujos incluíase la comida- eran los que cada cual podía pagarse de su bolsa. Por fortuna, aunque al capitán lo habían puesto en galeras casi ayuno de dineros, contaba con no pocos amigos. Así que entre unos y otros lo fueron socorriendo durante su encierro, más llevadero merced a los potajes que Caridad la Lebrijana, la dueña de la taberna del Turco, le enviaba conmigo de vez en cuando, y a algunos reales de a cuatro que le hacían llegar sus compadres don Francisco de Quevedo, Juan Vicuña y algún otro. En cuanto al resto, y me refiero a los percances propios de la prisión, el capitán sabía guardarse como nadie. Notoria era en aquel tiempo la afición carcelaria a aligerar de bienes, ropas y hasta de calzado a los mismos compañeros de infortunio. Pero Diego Alatriste era lo bastante conocido en Madrid; y quien no lo conocía no tardaba en averiguar que era más saludable andársele con mucho tiento. Según supe después, lo primero que hizo al ingresar en el estaribel fue irse derecho al más peligroso jaque entre los reclusos y, tras saludarlo con mucha política, ponerle en el gaznate una cuchilla corta de matarife, que había podido conservar merced a la entrega de unos maravedís al carcelero. Eso fue mano de santo. Tras aquella inequívoca declaración de principios nadie se atrevió a molestar al capitán, que en adelante pudo dormir tranquilo envuelto en su capa en un rincón más o menos limpio del establecimiento, protegido por su fama de hombre de hígados. Después, el generoso reparto de los potajes de la Lebrijana y las botellas de vino compradas al alcaide con el socorro de los amigos aseguraron sólidas lealtades en el recinto, incluida la del rufián del primer día, un cordobés que tenía por mal nombre Bartolo Cagafuego, quien a pesar de andar en jácaras como habitual de llamarse a iglesia y frecuentar galeras, no resultó nada rencoroso. Era ésa una de las virtudes de Diego Alatriste: podía hacer amigos hasta en el infierno.
Parece mentira.No recuerdo bien el año -era el veintidós o el veintitrés del siglo-, pero de lo que estoy seguro es de que el capitán salió de la cárcel una de esas mañanas azules y luminosas de Madrid, con un frío que cortaba el aliento. Desde aquel día que -ambos todavía lo ignorábamos- tanto iba a cambiar nuestras vidas, ha pasado mucho tiempo y mucha agua bajo los puentes del Manzanares; pero todavía me parece ver a Diego Alatriste flaco y sin afeitar, parado en el umbral con el portón de madera negra claveteada cerrándose a su espalda. Recuerdo perfectamente su parpadeo ante la claridad cegadora de la calle, con aquel espeso bigote que le ocultaba el labio superior, su delgada silueta envuelta en la capa, y el sombrero de ala ancha bajo cuya sombra entornaba los ojos claros, deslumbrados, que parecieron sonreír al divisarme sentado en un poyete de la plaza. Había algo singular en la mirada del capitán: por una parte era muy clara y muy fría, glauca como el agua de los charcos en las mañanas de invierno. Por otra, podía quebrarse de pronto en una sonrisa cálida y acogedora, como un golpe de calor fundiendo una placa de hielo, mientras el rostro permanecía serio, inexpresivo o grave. Poseía, aparte de ésa, otra sonrisa más inquietante que reservaba para los momentos de peligro o de tristeza: una mueca bajo el mostacho que torcía éste ligeramente hacia la comisura izquierda y siempre resultaba amenazadora como una estocada -que solía venir acto seguido-, o fúnebre como un presagio cuando acudía al hilo de varias botellas de vino, de esas que el capitán solía despachar asolas en sus días de silencio. Azumbre y medio sin respirar, y aquel gesto para secarse el mostacho con el dorso de la mano, la mirada perdida en la pared de enfrente. Botellas para matar a los fantasmas, solía decir él, aunque nunca lograba matarlos del todo.

La sonrisa que me dirigió aquella mañana, al encontrarme esperándolo, pertenecía a la primera clase: la que le iluminaba los ojos desmintiendo la imperturbable gravedad del rostro y la aspereza que a menudo se esforzaba en dar a sus palabras, aunque estuviese lejos de sentirla en realidad. Miró a un lado y otro de la calle, pareció satisfecho al no encontrar acechando a ningún nuevo acreedor, vino hasta mí, se quitó la capa a pesar del frío y me la arrojó, hecha un gurruño.
-Íñigo -dijo-. Hiérvela. Está llena de chinches.
La capa apestaba, como él mismo. También su ropa tenía bichos como para merendarse la oreja de un toro; pero todo eso quedó resuelto menos de una hora más tarde, en la casa de baños de Mendo el Toscano, un barbero que había sido soldado en Nápoles cuando mozo, tenía en mucho aprecio a Diego Alatriste y le fiaba. Al acudir con una muda y el otro único traje que el capitán conservaba en el armario carcomido que nos servía de guardarropa, lo encontré de pie en una tina de madera llena de agua sucia, secándose. El Toscano le había rapado bien la barba, y el pelo castaño, corto, húmedo y peinado hacia atrás, partido en dos por una raya en el centro, dejaba al descubierto una frente amplia, tostada por el sol del patio de la prisión, con una pequeña cicatriz que bajaba sobre la ceja izquierda. Mientras terminaba de secarse y se ponía el calzón y la camisa observé las otras cicatrices que ya conocía. Una en forma de media luna, entre el ombligo y la tetilla derecha. Otra larga, en un muslo, como un zigzag. Ambas eran de arma blanca, espada o daga; a diferencia de una cuarta en la espalda, que tenía la inconfundible forma de estrella que deja un balazo. La quinta era la más reciente, aún no curada del todo, la misma que le impedía dormir bien por las noches: un tajo violáceo de casi un palmo en el costado izquierdo, recuerdo de la batalla de Fleurus, viejo de más de un año, que a veces se abría un poco y supuraba; aunque ese día, cuando su propietario salió de la tina, no tenía mal aspecto.

Lo asistí mientras se vestía despacio, con descuido, el jubón gris oscuro y los calzones del mismo color, que eran de los llamados valones, cerrados en las rodillas sobre los borceguíes que disimulaban los zurcidos de las medias. Se ciñó después el cinto de cuero que yo había engrasado cuidadosamente durante su ausencia, e introdujo en él la espada de grandes gavilanes cuya hoja y cazoleta mostraban las huellas, mellas y arañazos de otros días y otros aceros. Era una espada buena, larga, amenazadora y toledana, que entraba y salía de la vaina con un siseo metálico interminable, que ponía la piel de gallina. Después contempló un instante su aspecto en un maltrecho espejo de medio cuerpo que había en el cuarto, y esbozó la sonrisa fatigada:
-Voto a Dios -dijo entre dientes- que tengo sed.
Sin más comentarios me precedió escaleras abajo, y luego por la calle de Toledo hasta la taberna del Turco. Como iba sin capa caminaba por el lado del sol, con la cabeza alta y su raída pluma roja en la toquilla del sombrero, cuya ancha ala rozaba con la mano para saludar a algún conocido, o se quitaba al cruzarse con damas de cierta calidad. Lo seguí, distraído, mirando a los golfillos que jugaban en la calle, a las vendedoras de legumbres de los soportales ya los ociosos que tomaban el sol conversando en corros junto a la iglesia de los jesuitas. Aunque nunca fui en exceso inocente, y los meses que llevaba en el vecindario habían tenido la virtud de espabilarme, yo era todavía un cachorro joven y curioso que descubría el mundo con ojos llenos de asombro, procurando no perderme detalle. En cuanto al carruaje, oí los cascos de las dos mulas del tiro y el sonido de las ruedas que se acercaban a nuestra espalda. Al principio apenas presté atención; el paso de coches y carrozas resultaba habitual, pues la calle era vía de tránsito corriente para dirigirse a la Plaza Mayor y al Alcázar Real. Pero al levantar un momento la vista cuando el carruaje llegó a nuestra altura, encontré una portezuela sin escudo y, en la ventanilla, el rostro de una niña, unos cabellos rubios peinados en tirabuzones, y la mirada más azul, limpia y turbadora que he contemplado en toda mi vida. Aquellos ojos se cruzaron con los míos un instante y luego, llevados por el movimiento del coche, se alejaron calle arriba, y yo me estremecí, sin conocer todavía muy bien por qué. Pero mi estremecimiento hubiera sido aún mayor de haber sabido que acababa de mirarme el Diablo.
-No queda sino batirnos -dijo don Francisco de Quevedo.
La mesa estaba llena de botellas vacías, y cada vez que a don Francisco se le iba la mano con el vino de San Martín de Valdeiglesias -lo que ocurría con frecuencia-, se empeñaba en tirar de espada y batirse con Cristo. Era un poeta cojitranco y valentón, putañero, corto de vista, caballero de Santiago, tan rápido de ingenio y lengua como de espada, famoso en la Corte por sus buenos versos y su mala leche. Eso le costaba, por temporadas, andar de destierro en destierro y de prisión en prisión; porque si bien es cierto que el buen rey Felipe Cuarto, nuestro señor, y su valido el conde de Olivares apreciaban como todo Madrid sus certeros versos, lo que ya no les gustaba tanto era protagonizarlos. Así que de vez en cuando, tras la aparición de algún soneto o quintilla anónimos donde todo el mundo reconocía la mano del poeta, los alguaciles y corchetes del corregidor se dejaban caer por la taberna, o por su domicilio, o por los mentideros que frecuentaba, para invitarlo respetuosamente a acompañarlos, dejándolo fuera de la circulación por unos días o unos meses. Como era testarudo, orgulloso, y no escarmentaba nunca, estas peripecias eran frecuentes y le agriaban el carácter. Resultaba, sin embargo, excelente compañero de mesa y buen amigo para sus amigos, entre los que se contaba el capitán Alatriste. Ambos frecuentaban la taberna del Turco, donde montaban tertulia en torno a una de las mejores mesas, que Caridad la Lebrijana -que había sido puta y todavía lo era con el capitán de vez en cuando, aunque de balde- solía reservarles. Con don Francisco y el capitán, aquella mañana completaban la concurrencia algunos habituales: el Licenciado Calzas, Juan Vicuña, el Dómine Pérez, y el Tuerto Fadrique, boticario de Puerta Cerrada.
-No queda sino batirnos -insistió el poeta.
Estaba, como dije, visiblemente iluminado por medio azumbre de Valdeiglesias. Se había puesto en pie, derribando un taburete, y con la mano en el pomo de la espada lanzaba rayos con la mirada a los ocupantes de una mesa vecina, un par de forasteros cuyas largas herreruzas y capas estaban colgadas en la pared, y que acababan de felicitar al poeta por unos versos que en realidad pertenecían a Luis de Góngora, su más odiado adversario en la república de las Letras, a quien acusaba de todo: de sodomita, perro y judío. Había sido un error de buena fe, o al menos eso parecía; pera don Francisco no estaba dispuesto a pasarlo por alto:

Yo te untaré mis versos con tocino
porque no me los muerdas, Gongorilla ...


Empezó a improvisar allí mismo, incierto el equilibrio, sin soltar la empuñadura de la espada, mientras los forasteros intentaban disculparse, y el capitán y los otros contertulios sujetaban a don Francisco para impedirle que desenvainara la blanca y fuese a por los dos fulanos.
-Es una afrenta, pardiez -decía el poeta, intentando desasir la diestra que le sujetaban los amigos, mientras se ajustaba con la mano libre los anteojos torcidos en la nariz-. Un palmo de acero pondrá las cosas en su, hip, sitio.
-Mucho acero es para derrocharlo tan de mañana, don Francisco -mediaba Diego Alatriste, con buen criterio.
-Poco me parece a mí -sin quitar ojo a los otros, el poeta se enderezaba el mostacho con expresión feroz-. Así que seamos generosos: un palmo para cada uno de estos hijosdalgo, que son hijos de algo, sin duda; pero con dudas, hidalgos.
Aquello eran palabras mayores, así que los forasteros hacían ademán de requerir sus espadas y salir afuera; y el capitán y los otros amigos, impotentes para evitar la querella, les pedían comprensión para el estado alcohólico del poeta y que desembarazaran el campo, que no había gloria en batirse con un hombre ebrio, ni desdoro en retirarse con prudencia por evitar males mayores.
-Bella gerant alii -sugería el Dómine Pérez, intentando contemporizar.
El Dómine Pérez era un padre jesuita que se desempeñaba en la vecina iglesia de San Pedro y San Pablo. Su natural bondadoso y sus latines solían obrar un efecto sedante, pues los pronunciaba en tono de inapelable buen juicio. Pero aquellos dos forasteros no sabían latín, y el retruécano sobre los hijosdalgo era difícil de tragar como si nada. Además, la mediación del clérigo se veía minada por las guasas zumbonas del Licenciado Calzas: un leguleyo listo, cínico y tramposo, asiduo de los tribunales, especialista en defender causas que sabía convertir en pleitos interminables hasta que sangraba al cliente de su último maravedí. Al licenciado le encantaba la bulla, y siempre andaba picando a todo hijo de vecino.
-No os disminuyáis, don Francisco -decía por lo bajini-. Que os abonen las costas.
De modo que la concurrencia se disponía a presenciar un suceso de los que al día siguiente aparecían publicados en las hojas de Avisos y Noticias. y el capitán Alatriste, a pesar de sus esfuerzos por tranquilizar al amigo, empezaba a aceptar como inevitable el verse a cuchilladas en la calle con los forasteros, por no dejar solo a don Francisco en el lance.
-Aio te vincere posse -concluyó el Dómine Pérez resignándose, mientras el Licenciado Calzas disimulaba la risa con la nariz dentro de una jarra de vino, y tras un profundo suspiro, el capitán empezó a levantarse de la mesa. Don Francisco, que ya tenía cuatro dedos de espada fuera de la vaina, le echó una amistosa mirada de gratitud, y aún tuvo asaduras para dedicarle un par de versos:

Tú, en cuyas venas laten Alatristes
a quienes ennoblece tu cuchilla ...


-No me jodáis, don Francisco -respondió el capitán, malhumorado-. Riñamos con quien sea menester, pero no me jodáis.
-Así hablan los, hip, hombres -dijo el poeta, disfrutando visiblemente con la que acababa de liar. El resto de los contertulios lo jaleaba unánime, desistiendo como el Dómine Pérez de los esfuerzos conciliadores, y en el fondo encantados de antemano con el espectáculo; pues si don Francisco de Quevedo, incluso mamado, resultaba un esgrimidor terrible, la intervención de Diego Alatriste como pareja de baile no dejaba resquicio de duda sobre el resultado. Se cruzaban apuestas sobre el número de estocadas que iban a repartirse a escote los forasteros, ignorantes de con quiénes se jugaban los maravedís.

Total, que bebió el capitán un trago de vino, ya en pie, miró a los forasteros como disculpándose por lo lejos que había ido todo aquello, e hizo gesto con la cabeza de salir afuera, para no enredarle la taberna a Caridad la Lebrijana, que andaba preocupada por el mobiliario.
-Cuando gusten vuestras mercedes.
Se ciñeron las herreruzas los otros y encamináronse todos hacia la calle, entre gran expectación, procurando no darse las espaldas por si acaso; que Jesucristo bien dijo hermanos, pero no primos. En eso estaban, todavía con los aceros en las vainas, cuando en la puerta, para desencanto de la concurrencia y alivio de Diego Alatriste, apareció la inconfundible silueta del teniente de alguaciles Martín Saldaña.
-Se fastidió la fiesta -dijo don Francisco de Quevedo.
Y, encogiendo los hombros, ajustóse los anteojos, miró al soslayo, fuese de nuevo a su mesa, descorchó otra botella, y no hubo nada.


Arturo y Carlota Pérez Reverte: El capitán Alatriste. Las aventuras del capitán ALatriste, Madrid: Punto de Lectura, [1996], 2006, pp. 11-25.

San Juan de la Cruz



En una noche oscura
con ansias en amores inflamada
¡oh dichosa ventura!
salí sin ser notada
estando ya mi casa sosegada,

a oscuras y segura
por la secreta escala disfrazada,
¡oh dichosa ventura!
a oscuras y en celada
estando ya mi casa sosegada.

En la noche dichosa
en secreto que nadie me veía
ni yo miraba cosa
sin otra luz y guía
sino la que en el corazón ardía.

Aquesta me guiaba
más cierto que la luz del mediodía
adonde me esperaba
quien yo bien me sabía
en sitio donde nadie aparecía.

¡Oh noche, que guiaste!
¡Oh noche amable más que la alborada!
¡Oh noche que juntaste
amado con amada,
amada en el amado transformada!

En mi pecho florido,
que entero para él solo se guardaba
allí quedó dormido
y yo le regalaba
y el ventalle de cedros aire daba.

El aire de la almena
cuando yo sus cabellos esparcía
con su mano serena
y en mi cuello hería
y todos mis sentidos suspendía.

Quedéme y olvidéme
el rostro recliné sobre el amado;
cesó todo, y dejéme
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.

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¡Oh llama de amor viva,
que tiernamente hieres
de mi alma en el más profundo centro!
pues ya no eres esquiva,
acaba ya si quieres;
rompe la tela de este dulce encuentro.

¡Oh cauterio suave!
¡Oh regalada llaga!
¡Oh mano blanda! ¡Oh toque delicado,
que a vida eterna sabe
y toda deuda paga!,
matando muerte en vida la has trocado.

¡Oh lámparas de fuego
en cuyos resplandores
las profundas cavernas del sentido
que estaba oscuro y ciego
con extraños primores
calor y luz dan junto a su querido!

¡Cuán manso y amoroso
recuerdas en mi seno
donde secretamente solo moras
y en tu aspirar sabroso
de bien y gloria lleno
cuán delicadamente me enamoras!

Santa Teresa de Jesús




Vivo sin vivir en mí,
y tan alta vida espero,
que muero porque no muero.

Vivo ya fuera de mí,
después que muero de amor;
porque vivo en el Señor,
que me quiso para sí:
cuando el corazón le di
puso en él este letrero,
que muero porque no muero.

Esta divina prisión,
del amor en que yo vivo,
ha hecho a Dios mi cautivo,
y libre mi corazón;
y causa en mí tal pasión
ver a Dios mi prisionero,
que muero porque no muero.

¡Ay, qué larga es esta vida!
¡Qué duros estos destierros,
esta cárcel, estos hierros
en que el alma está metida!
Sólo esperar la salida
me causa dolor tan fiero,
que muero porque no muero.

¡Ay, qué vida tan amarga
do no se goza el Señor!
Porque si es dulce el amor,
no lo es la esperanza larga:
quíteme Dios esta carga,
más pesada que el acero,
que muero porque no muero.

Sólo con la confianza
vivo de que he de morir,
porque muriendo el vivir
me asegura mi esperanza;
muerte do el vivir se alcanza,
no te tardes, que te espero,
que muero porque no muero.

Mira que el amor es fuerte;
vida, no me seas molesta,
mira que sólo me resta,
para ganarte perderte.
Venga ya la dulce muerte,
el morir venga ligero
que muero porque no muero.

Aquella vida de arriba,
que es la vida verdadera,
hasta que esta vida muera,
no se goza estando viva:
muerte, no me seas esquiva;
viva muriendo primero,
que muero porque no muero.

Vida, ¿qué puedo yo darle
a mi Dios que vive en mí,
si no es el perderte a ti,
para merecer ganarle?
Quiero muriendo alcanzarle,
pues tanto a mi Amado quiero,
que muero porque no muero.

El Siglo de Oro. Carlos Funtes.


Carlos Fuentes: “El Siglo de Oro” (capitulo VIII), en El espejo enterrado, México: Fondo de Cultura Económica, 1994.

Instrucciones: Responde las preguntas en tu cuaderno en forma de citas bibliográficas, indicando al final de cada una (entre paréntesis), la página de la cual sean tomadas.
Las preguntas abarcan de la página 181 a la 193 (o hasta que termines las preguntas)

1. ¿En qué utilizó la monarquía española una buena parte del tesoro americano?
2. ¿Qué condujo a la devaluación?
3. ¿Qué pasaba con la distribución de la riqueza?
4. Enlista los 4 rasgos de nuestra tradición (hispana e hispanoamericana), que según Carlos Fuentes está presente en el cuadro de “El conde de Orgaz”, del Greco.
5. ¿Qué reyes gobernaron España entre mediados del siglo XVI y principios del XVII?
6. Según Carlos Fuentes, ¿qué extremos de España representan Sancho Panza y don Quijote?
7. ¿Qué filósofo italiano de la época de Cervantes fue quemado por la inquisición?
8. ¿Cuáles son los puntos de vista en oposición entre la inquisición y la obra de Don Quijote?
9. ¿A qué género literario pertenece Don Quijote y qué otros géneros incluye?
10. ¿Qué consagra a esta variedad de puntos de vista?
11. ¿Cuál es según Carlos Fuentes la correspondencia más vigente entre Don Quijote y una obra de pintura?
12. Completa la cita en donde Carlos Fuentes describe la pintura de Velásquez: “...la pintura que Velázquez está pintando (...) el rey y la reina reflejados en el espejo.” (p.192).
13. Observa una reproducción de “Las Meninas” de Velásquez y haz tu propia descripción.
14. ¿Qué rey fue modelo de Velásquez?
15. ¿A qué personaje literario se cree que sirvió de modelo este rey?
16. ¿En qué año se escribió la obra y quién la escribió?
17. ¿Por qué tenía fama este rey de libertino?