10.11.12

Las Horcas Gaudinas

JUAN GARCíA HORTELANO (1928). Nació en Madrid," en cuya ciudad se licenció en Derecho después de una larg estancia en Cuenca" En 1959 publicó Nuevas amistades y dos años después, su segunda novela Tormenta de verano, obtuvo el Prix Formentor 1961. Traducido a varios idiomas, reconocido como uno de las más destacada, valores de la nueva generación, ha consolidado su prestigio con la publicación de Gente de Madrid ( 1967 ), un volumen de cuentos en los que un niño evoca el Madrid trágico y luminoso de su infancia —el Madrid de la revolución y la posguerra—.




Hace tiempo yo era un niño y nevaba mucho. Lo recuerdo
Ángel González
A comienzos de diciembre, cayó la primera nieve. Una semana más tarde, nevó durante tres días y sus tres noches. Las trincheras se llenaron hasta los bordes y los parapetos crecieron medio metro. La extraña luz de aquellas tardes —y la insólita excitación de las mañanas— nos dejaba, al anochecer, quietos y silenciosos en los quicios de los portales. Los campos cercanos, los solares y las aceras, hasta entonces embarrados, estaban grises o blancos, según las horas y la nieve nueva que hubiesen recibido. En nuestras casas, después de la cena, escuchaban la radio más atentos, casi ansiosos.
La mañana en que descalabraron a Tano fue la primera de aquella nevada constante. Cuando salimos parecía el atardecer y eran las doce del mediodía. Habían colocado una bandera roja en la cresta —piramidal y curvada— del último parapeto de la calle. Desfilamos varias veces por delante de la bandera, cantando canciones del frente, con los pies bien hundidos en la nieve. Luego, empezamos a tirarnos bolas. Alguien —pero sin intención, puesto que sólo estábamos los de nuestro barrio— debió de apelmazar de nieve una piedra. El cantazo le pegó en la sien derecha. Como si le hubieran empujado por el estómago, Tano se encontró sentado, de golpe, y se dejó resbalar muy despacio hasta quedar tendido. Mientras le llevábamos entre todos, cogido por las piernas y los brazos, comenzó a sangrar .
Ya en el primer tramo de la escalera la portera chillaba y no sé cómo me descuidé que Luisa me cogió en la puerta del piso de Tano y me subió a casa. El abuelo, que había bajado enseguida a curar a Tano, dijo durante la comida que un día —que el día menos pensado— nos mataríamos, ya que, evidentemente, estábamos dejados de la mano de Dios. Mi padre, Luisa y él se fueron excitando y repitieron miles de veces que se había acabado jugar en la calle, con los go1fos; la abuela comía en silencio, a veces sonriente, cuando yo la miraba. Luisa me mandó a la siesta, entornó las contraventanas y siguió con lo de que mamá, al final de la guerra, no querría saber nada de mí. Se estaba bien debajo de las mantas y me puse a pensar en la Concha.
El reflejo de la nieve permitía ver al otro lado de la ventana unas nubes bajas y negras. Parecía de noche. Después que Riánsares me partió el pan y el chocolate, entré en la salita a dar un beso a la abuela y me bajé a la calle. Serían las seis y media. En la esquina del Paseo estaban construyendo un muñeco, junto a la bola que habíamos rodado por la mañana. Me acerqué a ayudar, pero me encontraba intranquilo, sobre todo por Tano, que estaría en la cama. Hablamos un rato del asunto de la manifestación, hartos de aquel frío que quemaba las manos bajo la lana de los guantes. Decidí ir a esperar a la Concha, pero, una vez a solas en la tapia del antiguo convento, recordé de nuevo, a Tano.
Nada más sentarme en cl sillón de mimbres, al lado de la cama, comprendí que Tano no estaba de buen humor.
—¿Estás de mala leche?
Ni me miró. Recostado en los almohadones morados y en las almohadas, bebía sorbos de malta. Me dio una galleta y dijo que bajase de la estantería las novelas de Julio Verne, las de Salgari y las de «Hombres Audaces».
—¿Todas?
—Sí, todas.
Al poco rato, llamó a su madre para que se llevara la bandeja y pudiésemos cubrir la cama con los libros. Pero ni los tocó, una vez extendidos. Se puso una mano en la venda, que le daba aspecto de moro, y cerró los ojos.
—¿Te duele? —las de Julio Verne eran mías—. El abuelo dice que un día nos vamos a asesinar —cuando llegase Reyes, las hubiese leído o no, le pediría que me las devolviera--. Son las siete, ¿sabes? La Concha habrá bajado a por la leche. A lo mejor, ya ha oído que tú estás descalabrado —posiblemente le dolía mucho—. Si quieres me voy —abrió los ojos un instante—. Parece que mañana va a haber una manifestación.
—¿Así que no han quitado aún la bandera?
—No —dije.
Entonces se puso a hacerme preguntas sobre los otros de la banda, como si hiciese años que estaba en la cama. Tenía un pijama azul, muy bonito, que nunca le había visto. Me ordenó que colocase los libros en la estantería, pero no me di cuenta de que quería que me marchase, porque le estaba contando lo que había de la manifestación. Llamó a su madre otra vez y le pidió una aspirina. Su madre me dijo que me fuese, que Tano tenía que dormir, que el abuelo y mi padre estaban jugando al tute, en el cuarto de estar, con el padre de Tano. Yo le contesté que me subía a casa. Tano quizá se dio cuenta de la mentira.
Como los bordillos de las aceras estaban invisibles bajo la nieve, me quedé apoyado en el, cierre de la carbonería del señor Pedro. Hacía mucho frío, y, cuando lentamente bajaban los copos, era igual que ser Miguel Strogoff. Pero no se podía ser Miguel Strogoff mucho tiempo, ya que se quedaba el cuerpo helado y, más que en las azarosas funciones de Correo del Zar, pensaba en la Concha y en Tano.
Durante la cena no me preguntaron si había estudiado la lección de francés, ni dijeron nada de que nos fuésemos a matar, ni nada de la mano de Dios, ni del disgusto que tendría mamá (que estaba en el otro lado). Sin que me lo mandasen, cuando se pusieron como ramas inclinadas de árbol, alrededor de la radio, me fui yo solo a la cama. Me puse a pensar en lo triste que habla estado Junto al cierre metálico dc la carbonería, hasta que me acordé del cuerpo de la Concha. La abuela vino a remeterme las mantas y yo estaba ya casi dormido.
Desde los descampados del final del Paseo, oímos el ruido de las pisadas. Había más banderas rojas en los parapetos y se movían pancartas sobre la muchedumbre que avanzaba por la calle. Empezamos a correr. Me gustaban ¡A las barricadas, a las barricadas!, porque me la sabía entera, y Si me quieres escribir, ya sabes mi paradero, porque tenía muchas variantes. Fuimos por calles que ya no eran del barrio. Durante un rato pude poner las manos en uno de los palos de una pancarta: luego, me quedé retrasado y ronco de gritar: «(¡No pasarán!» y «¡No pasarán, no pasarán y si pasan, morirán!», que era mejor, ya que ayudaba a desfilar por la nieve y el barro, haciéndonos ir a todos al mismo ritmo. Una vez o dos me acordé de la Concha, pero no la vi. Nevaba mucho, como con rabia, y el viento ponía en la cara inyecciones de frío. Nos habíamos desperdigado los de la banda y volví solo al barrio y con retraso, por lo que me castigaron a comer en la cocina.
Atenta a las llamadas de Luisa, al fogón, a su propio plato y al fregadero, Riánsares comía de pie. Yo les dejaba creer que era un castigo, pero se estaba mejor allí frente a la ventana del patio, que daba al jardín del antiguo convento de monjas, con todas aquellas idas y venidas de Riánsares viendo sus corvas al inclinarse sobre la pila. Además —siempre que se supiese hacer— a Riánsares se le podían sacar noticias de la Concha.
—¿Era bonita la manifestación? Sí —le dije— muy bonita.
Tenía que ser muy bonita. Yo me asomé al balcón, pero nevaba sin parar. Se cantaba y se gritaba. Otras veces, se iba en silencio, como si todos cantásemos por lo bajo. Muy bonita.
—Cómete todo el pan, que hoy queda más para la cena.
—También había banderas y carteles. Madrid será la tumba del fascismo, ¿sabes?
—Sí, me alegro de ello. Cómete todo el pan. ¿Había enfermeras?
—¿Enfermeras? Había muchas milicianas. Algunas llevaban fusil. Dicen que si los hombres se quedan sin cojones...
—No digas cojones, que luego se enfada tu hermana.
—¿Por qué no te sientas?
—Me gusta comer de pie.
—Pues decían que, si a los hombres les castraban los cojones, ellas se irán al frente. Enfermeras no he visto. Oye, Tano dice que la Concha sólo tiene quince años.
—Lo menos dieciocho o diecinueve. Quince años...! Tengo yo diecisiete y es más vieja que yo.
—¿Más vieja que tú? —a Riánsares se le veían un poco los enrojecidos muslos, casi redondos—. Tano dice que no.
—Buenos estáis vosotros, con un hormiguero en cada mano. ¿Te has comido todo el pan? —Riánsares colocó los platos del postre en una bandeja, en cuanto oyó la campanilla de Luisa—. La Concha es vieja como una gallina. Y puta como ella sola.
La sangre, romo si tocase los dos cuerpos al mismo tiempo, se me apretaba en las mejillas, cada vez que Riánsares decía de una mujer que era puta. Después de beberme la malta con leche condensada, me acerqué al fregadero en silencio y metí las manos por debajo de la falda de Riánsares. Se asustó tanto, que creí que se había enfadado de verdad. Así estuvimos, hasta que Luisa me vino a buscar para acostarme la siesta.
A pesar de que fui a la tapia e incluso estuve sentado en el alféizar de la ventana del chaflán, en cuanto dieron las siete me subí a casa de Tano. Llevaba otro pijama y la venda también se la habían cambiado. Le conté lo del fascismo, lo de las milicianas, las pancartas y el « jNo pasarán!», y Tano, que nunca se acordaba de lo que uno le decía, quiso contarme El Corsario Rojo. Me dio dos galletas de su merienda.
—Hoy me han castigado a comer en la cocina. La Riánsares dice que la Concha es más vieja que ella —Tano, con un gesto, me mando cerrar la puerta de su dormitorio, antes de sacar los cigarrillos de anís—. ¿Tú qué crees?
—Puede —dijo Tano.
—Y que es puta.
A Tano le pegó la tos, con la primera bocanada, y mientras, yo temía que cambiase la conversación cuando hablara de nuevo.
—La Riánsares la tiene envidia -dijo, por fin.
—¿Por qué?
—Porque la Concha es una señorita y ella es una criada. Y, además, de pueblo.
—Pero, a la mejor —insistí— la Concha es una puta.
—Es una señorita, te digo.
—Cuando la sobamos nosotros, a veces se deja.
Sonrió como si no le importase saber —igual que yo sabía— lo poco que la Concha se dejaba.
—Porque nosotros también somos unos señoritos.
—¿Nosotros?
—Sí, nosotros. y déjame en paz con tus historias de criadas.
—Y, si somos unos señoritos —Tano abrió el libro— ¿por qué llevamos tirador y decimos blasfemias y tocamos el culo a las mujeres? —me ruborizó aquella mirada fija, que tenía que estar siempre repitiendo que él era el Jefe— ¡¿Por qué, eh?! ¡¿Por qué!
—No chilles, que puede venir mamá -me dio el cigarrillo casi consumido, para que lo tirase a la calle—. Porque ahora es la guerra.
-Y ¿qué?
—Que después de la guerra ya no le tocaremos el culo a las mujeres, ni diremos blasfemias. y tendremos que ir al colegio.
—Yo sí las diré. Hasta que me muera.
—No, porque ganarán los nacionales.
—Los nacionales no ganarán. Esta mañana lo decían en la manifestación —hacer crujir el sillón me puso más rabioso aún—. En Madrid vamos a enterrar al fascismo.
—Bueno, bueno... Pregúntale a tu padre, o al mío, lo que oyen por radio. Anda, pregúntalo —entonces fue cuando Tano me dio la segunda galleta—. Ha dicho tu abuelo que, si me porto bien, pasado mañana me podré levantar .
—No me importa lo que oigan ellos por su mierda de radio, que ni se oye —el cigarrillo me quemó los dedos y me levanté a abrir el balcón—. Tú decías antes que los mayores son unos mentirosos. —Tano volvió la cara hacia la pared y se quejó de dolor de cabeza—. Bueno, pues si pasado mañana te levantas, podemos ir a esperarla.
—¿A quién ?
—A la Concha.
Pero se puso a contarme El Corsario Rojo y El Corsario Verde, ya que siempre olvidaba lo que uno le decía. Yo estaba cansado y como triste y no le quise repetir que los había leído, ni que para mí lo del colegio no tenía importancia, puesto que yo daba ya clases con doña Berthe. Es decir, que le dejé hablar, hasta que se puso contento y casi me puso a mí también.
En la cama, mientrs oía a mi hermana Luisa contestar a la abuela que sí, que seguía nevando, determiné hacerme el dormido si se venían allí a rezar el rosario. Me juré que al día siguiente, pasase lo que pasase, buscaría a la Concha. Por la mañana, me desperté calculando cuántas horas quedaban para las siete.
La nevada de aquella noche, más fuerte que la de los das días anteriores, había cubierto el hielo embarrado de los parapetos y de las aceras. En la calle silenciosa, la luz hacia daño en los ojos: me obligaron a ponerme las katiuskas, cuando decidí acompañar a Riánsares a la cola de la panadería.
Las mujeres hablaban mucho, se peleaban inopinadamente, gesticulaban; una de ellas dijo que la guerra iba bien, que les estábamos dando una paliza. Apoyado en un árbol, con la nieve hasta cerca de las rodillas, levanté la cabeza para saber cuál de ellas había dicho aquello; vi a la Concha, al final de la cola. Como siempre, moviéndole los gruesos labios, su risa ronca parecía, en los tonos más altos, la de un hombre. Me acerqué y me dio con la mano en el cogote.
—¿Sabes que a Tano le han descalabrado?
Se lo tuve que repetir y, aunque éramos de la misma estatura, inclinó la cabeza, al tiempo que apoyaba un brazo en mis hombros.
—Un día os vais a matar.
—Fue sin querer, de broma. Sólo estábamos los del barrio. Oye, ¿vas a bajar esta tarde a por la leche?
Riánsares vino hacia nosotros, guardando los cupones del racionamiento en la bolsa del pan. Me pusieron nervioso con tanta charla y me largué a la carbonería del señor Pedro, que se cubría la calva con una boina. Verdaderamente aquella mañana hacía más frío que nunca había hecho. Estuvimos hablando de la nieve, de Tano, del carro con ruedas a bolas de rodamiento que yo llevaba seis meses construyéndome, según el modelo del carro del señor Pedro. Al señor Pedro le llamó su mujer y yo estuve por la calle, sin saber bien qué hacer o a quién buscar .Vi a unos y a otros, pero todos nos encontrábamos desganados, al tiempo que impacientes por aprovechar la nieve en algo que no sabíamos. Regresé a la panadería, donde ya no estaba la Concha. Por fin, me subí a ver a Tano.
Estaba tan simpático que el tiempo se nos fue de prisa. Le dije que no, que hasta el domingo no me darían el dinero de la semana, y que no, que no tenía ni un solo cigarrillo de anís. Pero no se enfadó. Me dio él a mí, fumamos mucho, no me hizo bajar los libros de la estantería y proyectamos muchas cosas para el día siguiente. Total, que Luisa tuvo que bajar a buscarme porque era la hora de la comida. El abuelo nos comunicó que, a partir de aquella tarde, se rezaría el rosario después de la siesta, para poder oír la radio con tranquilidad, a la noche. Recordé que había olvidado decirle a Tano que la guerra iba bien, que les estábamos arreando un hermoso palizón. Me desperté pronto, le di un beso a la abuela y me bajé a la calle. Estaba ya oscuro.
Sentado en el alféizar de la ventana del chaflán se me ocurrieron cosas complicadas, mientras aguardaba y aguardaba, sin saber la hora, dispuesto a largarme de vez en cuando. Con Tano, aquellas esperas nunca se habían producido. Jugábamos juntos y, de pronto, la veíamos venir. Tampoco con Tano se la esperaba todos los días, ni había nieve, ni el frío dañaba como aquella tarde. Me di unas carreras por la negrura de la calle, para no helarme. Más tarde, me guarecí en el portalón del garaje del Paseo, antes de volver a la ventana del convento. El Paseo daba como miedo y fue entonces, cuando se me ocurrió que Tano podía pensar que yo le había descalabrado. No recordaba nada, igual que si no hubiese intervenido en la batalla de las bolas de nieve, pero decidí que, inmediatamente después, le confesaría a Tano haber tocado a la Concha. Daba lástima imaginar que la nieve se derretiría y que acabarían aquellos días raros, con Tano en la cama, aquel miedo soportable y excitante de las tinieblas blancas, de la soledad, del frío.
Yo salté al suelo en el mismo instante en que percibí su abrigo y su gorro de lana.
—¿Qué haces aquí, con esta noche?
—¿Te llevo la cacharra?
—No. Anda, vamos a casa. Ten cuidado no resbales.
—Ten cuidado tú —por la frente, unos mechones de pelo rubio se le escapaban del gorro--. Estás muy guapa. Se rió, como para sí misma, mientras íbamos despacio, ella pegada a la tapia de ladrillos rojos y yo, con las manos desnudas en la boca, echándoles el aliento.
—Oye —dije, sin pensarlo e imitando una cierta entonación de Tano—, te estaba esperando.
—Ya lo sé —dijo Concha.
En el portal, dejó la cacharra en el suelo y mis manos se lanzaron, desprendidas y veloces, a sus caderas y a sus pechos. Me rechazó de una manera inhabitual, con una brusquedad que tardé en comprender; es más, salíamos de nuevo a la oscuridad de la calle y parecía huir de mí. Junto a la tapia, se estuvo quieta aquel infinito tiempo, durante el cual se me helaban las manos y me temblaban. Cuando la besé por primera vez, se rió un poco. Consintió que me abrazase a ella, en silencio, sin empujarme. Hasta que descubrí que ella también me abrazaba y entonces recordé las cosas que sabía —por embrolladas conversaciones con Tano y los otros del barrio— de los hombres y las mujeres.
—Ya está bien —dijo, de repente.
—¿Te has enfadado?
—No hables cuando me abrazas, ¿ quieres ?
—No he —retiré las manos— hablado nada.
—Es muy tarde. Adiós.
—Salud.
Se volvió a mitad del portal y yo corrí hacia ella.
—No digas nada, eh. Los hombres muy hombres no dicen nada. Ni a tu hermana Luisa, ni a Tano, ni a...
—¿ Quieres que vaya con Luisa, cuando baje a tu casa ?
—No.
—¿Somos novios?
—Es muy tarde. Hasta mañana.
Al día siguiente Tano tampoco se levantó. Concha y yo estuvimos muy poco tiempo juntos. Cené también en la cocina, porque estaba continuamente castigado. Hasta Riánsares me regañó, al regresar de servir el postre.
—Tu abuelo y tu padre están muy enfadados porque te escapas a la calle a todas horas. Te vas a hacer un golfo. ¿Eres un golfo ya?
—Toma —le di la mitad de la naranja que acababa de pelar—. No, no soy un golfo. Estudio las lecciones y hago los deberes. Después de las vacaciones, tendré hechos todos los deberes. Dime una cosa, Riánsares, ¿a las chicas no se las puede hablar mientras se las magrea ?
—¿Lo ves romo eres un golfo? A las chicas —se puso a fregar los platos— lo mejor que puedes hacer es no tocarlas.
—¿Por qué? Es bueno y a ellas lea gusta.
—Si se enteran tu padre y el abuelo...
—Vamos a ganar la guerra, Riánsares.
—No sé, no sé... Unos dicen una cosa y otros, otra. Pobrecillos, madre, los que esta noche tengan que estar en la trinchera. Anda, vete al brasero.
—Aún no he terminado de cenar. ¿Se les puede hablar o no ?
—Y a mí ¿qué me dices?
—Yo creo que se les puede hablar, pero poco. De repente y un poco sólo, ¿no?
—A mí no me vayas a tocar.
—No te iba a tocar, Riánsares.
—Bueno, por si acaso...
Me puse a pensar en mis asuntos, casi dormido sobre la mesa de la cocina, frente a la ventana del patio. La luz del cuarto de Concha estaba encendida y también había luces en el piso de Tano. Hice examen de conciencia —como decía el abuelo—, mientras me despedía de ellos, que escuchaban apiñados la radio, besaba a la abuela, que hacía punto, mientras recorría el pasillo, mientras me desnudaba y miraba hacia la calle emblanquecida. El próximo día no pasaría, sin contárselo a Tano.
Tano bajó, cuando ya habían limpiado de nieve delante de los portales. Le dejamos sitio en el bordillo de la acera. Explicó que se encontraba mejor de la herida en la cabeza, que se figuraba quién había sido y que le iba a partir la boca.
—¿Quién ha sido? —pregunté.
—Le voy a partir la boca, y después, le voy a restregar los morros en el estercolero del Campillo.
Me hablaba como a otro cualquiera de la banda, como si yo no fuera su amigo especial.
—Pero ¿sabes seguro quién fue? A lo mejor, te cuelas.
Escupió entre sus dientes separados, antes de tocarse la venda y ordenar:
—Esta tarde nos vamos al Campillo a patinar .
A nadie se le había ocurrido aquella maravilla de colocar una tabla en las pendientes y dejarse ir sobre la nieve endurecida y sucia. Estuvimos hasta el anochecer subiendo y bajando declives, riendo, como si todo fuese igual. Tano y yo volvimos en silencio a casa, cuando decidí hablarle de la Concha. Pero, por una de esas cosas misteriosas, me habló él primero.
—Un día de éstos hay que esperar a la Concha.
—Sí —dije.
—Ahora anochece pronto y la cogemos en la calle. Luego, la metemos en el ascensor y nos la subimos al último rellano de la escalera, donde la puerta...
—Sí, donde la puerta de la azotea. Lo habíamos planeado tantas veces, que no pude saber que sería la última que lo proyectaríamos. Resultó una buena tarde y una buena noche, los dos juntos, hablando, de muchas cosas, como amigos especiales.
Aunque me dolía un poco y, sobre todo, me inquietaban las posibles reacciones de ella, le busqué para que esperásemos a la Concha. Pero no quiso oírme; hizo como si no me oyese y, encima, me obligó a subir a mi casa, a que Luisa nos enseñase unas canciones. Era la tarde del domingo y en la calle bufaba un viento que tumbaba las ramas de los árboles y desmochaba de hielo los parapetos.
Luisa nos hizo sentar alrededor de la mesa camilla y, al rato, vinieron también Rosita, que sólo tenía ocho años, y su hermano Joaquín, de quien todo el mundo, en el barrio, sabía lo marica que salió en las únicas dos, o tres, dreas en las que estuvo. A Tallo le brillaban los ojos, cada vez que lograba ir a coro con Luisa en lo de Prietas las filas, recias, marciales...
—Ahora —dijo Luisa— os voy a enseñar otra, máravillosa. Pero no levantéis mucho la voz —carraspeó y comenzó a cantar a roncos gritos, como si desfilase en manifestación Giovinezza, giovinezza, primavera di belleza...
—Es preciosa —interrumpió Joaquín—. ¿Qué significa?
—Está en italiano —explicó Luisa- porque es el himno los balillas, que son como los nacionales, pero italianos. De Italia, ¿sabéis?
—Llevan camisas negras —dijo Tano.
—Eso —dijo Luisa.
Tano me cogió en el vestíbulo.
—Dónde vas?
—A la calle —salí a la escalera—. No me da la gana cantar esas cosas.
—Ya iremos a la calle. Vente para dentro.
—¡No! Además, tampoco aguanto a ese maricón, ni a la cría, ni a mi hermana, que bastante me fríe la sangre todo el santo día. Me voy a esperar a la Concha. ¿No querías que nos subiésemos a la Concha a la puerta de la terraza?
—Vuelve o no te doy más cigarrillos de anís —se apoyó en la baranda, cuando bajé los dos primeros escalones—. Si no vuelves, te echo de la banda.
—Di, ¿no querías, no querías tú? ¡Coño!
El viento no le dejaba a uno ni llorar .
A la hora de la cena se sabían entero lo de los hijos de puta de la camisa negra y, a mayor incordio, se habían chivado que pasé toda la tarde en la calle. Riánsares estaba también enfadada y, cuanto le toqué los muslos con el objeto de que regañásemos y nos pusiésemos contentos, se quedó inmóvil, como ida, y fui yo el que me tuve que largar a buscar a la abuela, la única persona normal aquella temporada.
No me expulsó de la banda, entre otras razones, porque cada día venía menos con nosotros. Se iba con Joaquín y tipos así, como si los tíos de la calle le aburriésemos o tuviese muchos asuntos que resolver en otro sitio. Claro que seguía siendo el Jefe, aunque, con frecuencia, íbamos a pelear contra otras bandas sin que él estuviese. Pero seguía siendo el Jefe. Alguien le contaba siempre lo que habíamos hecho, para que dijese si estaba bien o mal; se le ocurrían buenas ideas, de vez en cuando, y su carro era el mejor de todos los carros con ruedas a bolas de aquel barrio.
Con la Concha no se podía saber nada de antemano. Ni si la cogería en la calle, en la escalera, en el dormitorio de Luisa, ni mucho menos si se dejaría tocar a mansalva o poco, si ella me tocaría o no consentiría, haciéndose la extraña.
Pasadas las fiestas de Navidad, le pedí a Tano las novelas de Julio Verne que me había comprado el abuelo. Dijo que sí, que las había leído y que me las iba a devolver enseguida. Más tarde descubrí que no había leído ni Los hijos del capitán Grant, que era de las menos aburridas. Tardó una semana en devolvérmelas, y eso, después que se las tuve que pedir otra vez y que se enfadó. Puede que hiciese mal en decírselo delante de la banda, una noche que tratábamos de conseguir una hoguera en un solar. yo estaba nervioso y pensé que se le habría olvidado. Y, luego, para acabar de arreglarlo, sucedió lo de Riánsares y el fascista aquél.
Pero mi más apasionada ocupación consistía en el constante acecho de la Concha. Era feliz, aunque a veces, pensase cosas, como cuando se me ocurrió pensar si Tallo sabría que yo era feliz o si me supondría desgraciado. Yo creo que sí sabía que yo era feliz. O quizá lo ignorase, igual que yo ignoraba entonces que un día las calles —sin nieve— se llenarían de gente y habría curas por las calles, que en la gloriosa mañana de la Victoria vería a Tano y a la Concha cantando, desde un camión, aquellos himnos de la «giovinezza» —o como fuese—, que nunca sospeché que ella supiera.