4.11.11

Antología de cuentistas contemporáneos españoles. Primera parte.

Ramón Gómez de la Serna

RAMÓN GóMEZ DE LA SERNA (1888-1963). Nació en Madrid. Publicó su primer libro a los 13 años; su obra sobrepasa los 80 volúmenes. Entre sus muchas características innovadoras está la de transformar los géneros que toca dándoles un sello y configuración muy personales. Fue el creador de la greguería, frase aguda, breve y paradójica. Como el pintor Dalí, sus excentricidades abonaron su fama: pronunció conferencias, encaramado en un trapecio, o encima de una mesa colocada sobre el lomo de un elefante pintado de blonco y negro; solía decir que las siete plumas de fuente que invarioblemente llevaba en el bolsillo interior del saco se llenaban solas por la sangre que extraían de su corazón. La admiración hacia él llegó a ser motivo de un culto conocido con el nombre de ramonismo. No crea en su literatura propiamente personajes, sino tipos que encarnan ideas. Su novela más conocida, La viuda blanca y negra, acusa cierta influencia unamunesca.


El pez único
Ramón Gómez de la Serna


El gabinete brasileño tenía aire de decoración del rey Midas, con biombos del emperador del Japón. Sobre una mesita brillaba una pecera de cristal azuloso, en que el pez, más inverosímil del mundo se paseaba como por un palacio. Se veía que el centro de la habitación era aquella pecera. En la paz sestera del salón de Río de Janeiro, todo floreciente hacia la bahía luminosa, la pecera era como el símbolo de un misterio y de una adoración.
Don Américo, repleto y callado, y doña Lía, silenciosa y amuñecada, estaban satisfechos de sus rentas. Se sentía en aquella paz un silencio fecundo, cuajado en cafetales, rico en raíces, resurgidor de cosechas. Don Américo y doña Lía no tenían más deber que no interrumpir lo que iba cundiendo en la atmósfera, como riqueza de lluvia en día claro y candente.
—Lía, estás demasiado inmóvil —dijo don Américo, asustando al pez con sus palabras.
—Américo, así se conserva mejor la etiqueta, y ya sabes que viene a cenar el excelentísimo don Reinaldo dos Santos.
—Lo sé, pero es demasiada tu inmovilidad... Mécele,... Cuando tan compuesta y perfumada te mueves en la, mecedora, parece que entran vientos perfumados en la habjtación.
Doña Lía se movió un poco y por las ramas y las flores dibujadas en la casa y taraceadas en los biombos pasó una brisa que lo animó todo.
—¿Sabes el signo que me parece que hace nuestro pez en el agua? —preguntó don Américo.
—¿Cuál? —dijo doña Lía.
—El signo del dólar, la ese endemoniada.
—Como que nuestro pez en un pez capitalista.
Había llegado la hora de encender luz, y doña Lía encendió tantas lámparas como se encienden en un teatro inyectando enchufes en todas las paredes y animando de luz las más bellas pantallas céreas y sonrosadas.
El timbre sonó en el fondo de 1a casa, y a los pocos momentos se oyó el badajo de un bastón en la campana de cobre de la bastonera y poco después en el felpudo del pasillo se sintieron pasos en voz baja, y como remate un criado, al que destacaron en el umbral de la habitación las linternas de sus guantes blancos, pronunció e1 nombre del excelentísimo señor don Reinaldo dos Santos de Alburquerque da Silva.
Durante un largo rato como cuando los pájaros trinan al encontrarse en el mismo árbol, se repartieron cortesías, saludos y excelencias entre los tres reunidos. El excelentísimo don Reinaldo dos Santos traía un esmoquin intachable y en su pechera lucía esa perla verdadera en que se conoce a los americanos verdaderos.
Don Reinaldo comenzó a acariciar las pantallas como si fuesen gorrotes de niños, y alabó copiosamente todas aquellas riquezas que convertían en sacristía búdica el salón de doña Lía y don Américo. Al llegar al pez se quedó asombrado, como si hubiese hallado uno de esos joyeles únicos que se muestran en las vitrinas centrales de los museos.
—Pero ¿qué pez es éste? —preguntó balbuciendo ante las irisaciones con que coqueteaba bajo sus miradas, soltando burbujas de ópalo, mientras sonreía como un pez irónico y superior.
—¡Ah, este pez es un pez inencontrable y mágico! —dijo ponderativo don Américo.
Don Reinaldo miraba el fondo de la pecera como un pájaro que sólo mira con un ojo para ver mejor lo que cae bajo su vista.
—¡Un pez como éste no lo habrá visto su excelencia jamás! —añadió doña Lía, aumentando el interés de la visión.
El pez se movía en el agua con pretensiones de bolsillo de brillantes y zafiros montados sobre malla de oro.
—Este pez —insistió don Américo— es un pez único de la India, que ha necesitado cien años de cruces y cuidados para tener tan bellos matices. Ha consumido las vidas de un padre, un hijo y un nieto, dedicados a añadirle lóbulos de perfección.
—¡Si le dijéramos lo que ha costado, se quedaría usted patidifuso!... ¡Cinco mil pesos! —declaró doña Lía, dejando inmóvil al invitado.
Durante unos minutos, el joven de tierra adentro tomó el aspecto enigmático del indígena malicioso acariciando la idea de un crimen. El bigotico con que imitaba a los héroes de la pantalla se despegaba de su rostro de color amulatado, y su sonrisa se fue abriendo en sonrisa de máscara.
Don Américo y doña Lía se miraron satisfechos de ver una admiración tan enorme frente a su pez único.
Don Reinaldo espiaba en un espejo lejano el gesto de los dueños de la casa, y, volviéndoles la espalda, en un santiamén metió la mano en la pecera, apañó el pez, y en un abrir y cerrar de ojos, ¡zas!, se tragó el pez inaudito, el pez insólito, la filigrana tierna y centenaria.
—¡Oh!
—¡Ah!
Dos inmensas exclamaciones de pavor atravesaron como dos balas el espejo en que don Reinaldo, después de haber hecho el gesto infernal de quien se ha tragado toda la caja de las píldoras en vez de la pildorita indicada, volvía a sonreír satisfecho.
—¿Pero qué ha hecho su excelencia? -¿Pero cómo ha podido hacer su excelencia eso? —preguntaron uno tras otro, con idéntica incomprensión, doña Lía y don Américo.
Don Reinaldo, cínico y lleno de sensatez salvaje, respondió:
—¡Un pez de cinco mil pesos! ¡Pues no es nada la suerte! ¿Es que creen ustedes que volveré a encontrarme nunca un pez así? Lo contaré en todas partes como la fechoría más gloriosa de mi vida ¡Haberse comido un pez de cinco mil pesos!
Don Américo, que le oía atónito y colérico, se dirigió a él con gesto de rey de la tribu que echa del poblado al transgresor de la ley, y, señalándole con el dedo la puerta, le dijo:
—¡Váyase!... Ya ha comido usted en mi casa para toda la vida.
—Muchas gracias —respondió don Reinaldo—, ha bastado el entremés para quitarme el apetito... Muchas gracias.
Y don Reinaldo desapareció en el pasillo.



GREGUERÍAS («humorismo + metáfora = greguería»)
De Ramón Gómez de la Serna

Como daba besos lentos duraban más sus amores.
_________________
A veces un beso no es más que chewing gum compartido.
_________________
La reja es el teléfono de más corto hilo para hablar de amor.
_________________
Amor es despertar a una mujer y que no se indigne.
_________________
Daba besos de segunda boca.
_________________
El primer beso es un robo.
_________________
Cuando una mujer te plancha la solapa con la mano ya estás perdido.
_________________
Cuando la mujer pide ensalada de frutas para dos perfecciona el pecado original.
_________________
El amor nace del deseo repentino de hacer eterno lo pasajero.
_________________
En la manera de matar la colilla contra el cenicero se reconoce a la mujer cruel.
_________________
Aquella mujer me miró como a un taxi desocupado.
_________________
Hay matrimonios que se dan la espalda mientras duermen para que el uno no le robe al otro los sueños ideales.
_________________
Si os tiembla la cerilla al dar lumbre a una mujer, estáis perdidos.
_________________
El beso es hambre de inmortalidad.
_________________
Debajo de un traje de terciopelo parece que la mujer va sin ropa interior.
_________________
Como con los sellos de correo sucede con los besos que los hay los que pegan y los que no pegan.

Marcelo Brito (cuento)

CAMILO JOSÉ CELA (1916). Nació en Galicia. Su formación universitaria se vio truncada por la guerra. Por breves períodos fue periodista y empleado burocrático. Es una figura literaria que siempre ha suscitado polémicas: ha recibido por igual elogios y denuestos. Viajó por América y conoce muy bien España. Algunas de sus obras son: Viaje a la Alcarria. Esas nubes que pasan y El molino de viento, narraciones cortas; La familia de PascuaI Duarte, Nuevas andanzas de Lazarillo de Tormes, La colmena, La catira, novelas. Cela posee una gran habilidad para dar rápidos retratos, y admirables dotes verbales. Es uno de los escritores españoles más traducidos y leídos en el extranjero.

Marcelo Brito
Camilo José Cela

Durante muchos meses no se habló de otra cosa por el pueblo... Marcelo Brito, el mulato portugués, cantor de fados y analfabeto, sentimental y soplador de vidrio, con su terno color de café con leche, su sempiterna y amarga sonrisa y su mirar cansino de bestia familiar y entrañable, había salido de presidio. Tenía por entonces alrededor de cuarenta años, y allá —como él decía— se habían quedado sus diez anteriores, mustios, monótonos, reducidos a una reproducción de la carabela Santa María, metida inverosímilmente dentro de una botella de vidrio verde, que había regalado —sabrá Dios por qué—, con una dedicatoria cadenciosa que tardó once meses en copiar de la muestra que le hiciera vaya usted a saber qué ignorado calígrafo presidiario, a don Alejandro, su abogado, el mismo que no consiguió convencer al juez de su inocencia. Porque Marcelo Brito, para que usted lo sepa, era inocente; no fue él quien le pegó con el hacha en mitad de la cabeza a Marta, su mujer; no fue él, que fue la señora Justina, su suegra, la madre de Marta. Pero como parecía que había sido él, y como —después de todo— al juez le era lo mismo que hubiera sido como que no, le mandaron a presidio, y allá le tuvieron casi diez años, metiendo las largas pinzas —con las jarcias y los obenques y los foques de la Santa María—, por el cuello de la botella. Sobre el camastro tenía una fotografía dc Marta, su difunta mujer, de traje negro y con un ramo de azahar en la mano; y, según me contó José Martínez Calvet —su compañero de celda, a quien hube de conocer, andando el tiempo, en Betanzos, en la romería D'os caneiros—, algunas veces su exaltación al verla llegaba a tal extremo, que había que esconderle la botella, con su carabelita dentro, porque no echase a perder toda su labor estragando lo que —cuando no le daba por pensar— era lo único que le entretenía. Después volvía el retrato de su mujer de cara a la pared, y así lo tenía tres o cuatro días, hasta que se le pasaba el arrechucho y lo volvía a poner del derecho. Cuando esto hacía, la cubría materialmente de besos, con tal frenesí, que acababa derrumbándose sobre el jergón, boca abajo, postura en la que quedaba a lo mejor hasta tres o cuatro horas seguidas, llorando como un niño.
Una vez fueron por la penitenciaría, en viaje de estudios, unos abogados recién salidos de la Facultad, sentenciosos y presumidillos como seminaristas de último año de la carrera, que hablaban enfáticamente de la Patología criminal y que no encontraban una cosa a derechas. Quiso la Divina Providencia que fueran testigos de una de las crisis de Marcelo, y como si se hubieran puesto de acuerdo, tuvieron a bien opinar —sin que nadie les preguntase nada— sobre lo que ellos llamaban “caracteres específicos del criminal nato”, sentando como incontrastable la teoría de que esos arrebatos del mulato no eran sino expresión del arrepentimiento que experimentaba por “haber segado en flor” —la frase es de uno de los letrados visitantes— la vida de la mujer a quien en otro tiempo había amado. Los abogadetes se marcharon con su sonrisa satisfecha y su aire triunfal, y yo muchas veces me he preguntado qué habrán dicho, si es que llegaron a enterarse, de lo que más tarde hemos sabido todos: que la pobre Marta se fue para el purgatorio con la cabeza atada con unos cordeles, puestos para enmendar lo que su marido ni hizo ni probablemente se le ocurrió jamás hacer.
La interpretación de los sentimientos es complicada, porque no queremos hacerla sencilla. Sin su complicación, mucha gente a quien saludamos ron orgullo —y con un poco de envidia y otro poco de temor también— y a quien dejamos respetuosamente la derecha cuando nos cruzamos con ella por la calle, no tendría con qué comprar automóviles, ni radios, ni pendientes para sus mujeres, ni nosotros, los que somos sencillos y no tenemos automóvil, ni radio, ni pendientes para regalar, ni, en última instancia, mujer a quien regalárselos, ¿para qué queremos complicar las cosas, si en cuanto dejan de ser sencillas ya no las entendemos? Usted se preguntará por qué sonrío cuando digo esto. Usted se pregunta eso porque no interpreta los sentimientos del prójimo —los míos en este caso— con sencillez. Usted piensa que yo sonrío para hacerme enigmático, para llevar a su alma una sombra de duda sobre mi sencillez; pero yo le podría jurar por lo que quisiera que si sonrío no es más que porque me asusta el convencerme de que no entiendo las cosas en cuanto han dado más de dos vueltas por mi cabeza. Mi sonrisa no es ni más ni menos de lo que creería un niño que me viese sonreír y entendiese lo que digo; mi sonrisa no es sino escudo de mi impotencia, de esta impotencia que amo, por mía y por sencilla, y que me hace llorar y rabiar sin avergonzarme de ello, aunque los abogados crean que si lloro y rabio es porque he dejado de ser sencillo, porque he matado —quién sabe si de un hachazo en la cabeza— mi sencillez y mi candor, recobrados ahora que ya soy viejo, como un primer tesoro...
Lo que sí puedo asegurarles es que el llanto del desgraciado portugués no estaba provocado por arrepentimiento de ninguna clase, porque de ninguna clase podía ser un arrepentimiento producido por una cosa de la que uno no puede arrepentirse porque no la hizo; el llanto de Marcelo no era ni más ni menos —Y qué sencillo es— que por haber perdido lo que no quiso nunca perder y lo que quería más en el mundo, más que a su madre, más que a Portugal, más que a los fados, más que a la varilla de soplar que le había traído don Wolf la vez que fue a Jena de viaje... El llanto de Marcelo era por Marta, por no poder tenerla, por no poder hablarle y besarla como antes, por no poder cantar con ella —parsimoniosamente, a dos voces ya la guitarra— aquellas tristes canciones que cantara años atrás...
—¡Voy muy desordenado, don Camilo José, y usted me lo perdonará! Pero cuando hablo de todas estas cosas es cuando miro jugar a los niños, ¡que no importa adónde van a parar, como no importa mirar si es más hondo o menos hondo el agujero que hacen las criaturas en la arena de la playa!...
Habíamos quedado en que no fuera él, sino la señora Justina, su suegra, la que diera fin a los veintitrés años de Marta. El caso es que tardó en averiguarse la verdad tanto como la vieja tardó en morir, porque la muy bruja —que debía de tener miedo a la muerte— tuvo buen cuidado de callar siempre, aun cuando más comprometido veía al yerno, y menos mal que cuando se la llevó Satanás tuvo la ocurrencia de dejar una carta escrita diciendo la verdad; que si no, a estas alturas el pobre Marcelo seguía añadiéndole detallitos a la Santa María... Tal maldad tenía la vieja, que para mí no dijo la verdad ni aun en trance de muerte, al confesor ni a nadie, porque, aunque, según cuentan, pedía confesión a gritos, me cuesta trabajo creer que no fuese hereje. El caso es que, como digo, dejó una carta escrita diciendo lo que había, y al inocente le sacaron de la cárcel —con tanto, por lo menos, papel de oficio como cuando le metieron—, y como era un buen soplador y don Wolf le estimaba, volvió a colocarse en la fábrica —que por entonces tenía dos pabellones más— y a trabajar, si no feliz, por lo menos descansado.
Transcurrieron dos años sin que ocurriera novedad, y al cabo de eso tiempo nos vimos sorprendidos con la noticia de que Marcelo Brito, temeroso de la soledad, se casaba de nuevo.
La soledad, con Marcelo tan al margen, tan a la parte de fuera de lo que le rodeaba, como tiempo atrás lo estuviera de su compañero José Martínez Calvet, era dura y desabrida, y tan pesada y tan difícil de llevar, que Marcelo Brito —quizá un poco por miedo y otro poco por egoísmo, aunque él es posible que no se diese mucha cuenta de este segundo supuesto y que incluso lo rechazara si llegase a percatarse de su verdad— se decidió a dar el paso, a arreglar una vez más sus papeles (aumentados ahora con el certificado de defunción de Marta) y a «erigir un nuevo hogar», como don Raimundo, el cura, hubo de decir con motivo de la boda. Esta vez fue Dolores, la hija del guarda del paso a nivel, la escogida. Marcelo lo pensó mucho antes de decidirse, y su previsión, para que la triste historia no se repitiese, la llevó hasta tal extremo, que, según cuentan, sometió durante meses a su nueva suegra a las más extrañas y difíciles pruebas; la señora Jacinta, la madre de Dolores, era tonta e incauta como una oveja, y fueron precisamente su tontería y su falta de cautela las que la hicieron salir victoriosa —la inocencia, al cabo, siempre triunfa— de las zancadillas y los baches que, por probarla, no por mala intención, le preparara su yerno.
Dolores era joven y guapa, aunque viuda ya de un marinero a quien la mar quiso tragarse, y el único hijo que había tenido —de unos cuatro años por entonces— había sido muerto diez u once meses atrás, por un mercancías que pasó sin avisar... Los trenes —no sé si usted sabrá—, cuando van a ser seguidos de otro cuyo paso no ha sido comunicado a los guardabarreras, llevan colgado del vagón de cola un farolillo verde para avisar. El mixto de Santiago, que era el que precedió al mercancías, no llevaba farol, y si lo llevaba, iría apagado; porque nadie lo vio. El caso es que Dolores no tomó cuidado del chiquillo y que el mercancías —con treinta y dos unidades— le pasó por encima y le dejó la cabecita como una hoja de bacalao... Al principio hubo el consiguiente revuelo; pero después —como, desgraciadamente, siempre ocurre— no pasó más sino que a la víctima le hicieron la autopsia, la metieron en una cajita blanca —que, eso sí, le regaló la Compañía— y la enterraron.
El gerente le echó la culpa al jefe de Servicios; el jefe de Servicios, al jefe de la estación de La Esclavitud; el jefe de la estación de La Esclavitud, al jefe de tren; el jefe de tren, al viento... El viento —permítame que me ría— es irresponsable.
La boda se celebró, y aunque los dos eran viudos, no hubo cencerrada, porque el pueblo, ya sabe usted, es cariñoso y afectivo como los niños, y tanto Marcelo como Dolores eran más dignos de afecto y de cariño —por todo lo que habían pasado— que de otra cosa. Transcurrieron los meses, y al año y pico de casarse tuvieron un niño, a quien llamaron Marcelo, y que daba gozo verle de sano y colorado como era. Marcelo padre estaba radiante de alegría; cuando vino el verano y ya el chiquillo tenía unos meses, iba todos los días, después del vidrio, al río con la mujer y con el hijo; al niño le ponían sobre una manta, y Marcelo y la mujer, por entretenerse, jugaban a la brisca. Los domingos llevaban, además, chorizo y vino para merendar, y la guitarra (mejor dicho, otra guitarra, porque la otra se desfondó una mañana que la señora Justina se sentó encima de ella) para cantar fados.
La vida en el matrimonio era feliz. No andaban boyantes, pero tampoco apurados; y como al jornal de Marcelo hubo de unirse el de Dolores, que empezó a trabajar en una aserrería que estaba por Bastabales, llegaron a reunir entre los dos la cantidad bastante para no tener que sentir agobio de dinero. El niño crecía poquito a poco, como crecen los niños, pero sano y seguro, como si quisiera darse prisa para apurar la poca vida que había de restarle.
Primero echó un diente; después rompió a dar carreritas de dos o tres pasos; después empezó a hablar... A los cinco años, Marcelo hijo era un rapaz moreno y plantado, con los labios rojos y un poco abultados, las piernas rectas y duras... No había pasado el sarampión; no había tenido la tosferina; no había sufrido lo mismo para echar la dentadura...
Los padres seguían yendo con él —y con el chorizo, el vino y la guitarra— a sentarse en la hierbita del río los domingos por la tarde. Cuando se cansaban de cantar, sacaban las cartas y se ponían a jugar —como cinco años atrás— a la brisca. Marcelo seguía gastándole a su mujer la broma de siempre —dejarse ganar—, y Dolores seguía correspondiendo al marido con la seriedad de siempre; una seriedad un poco cómica que a Marcelo —un sentimental en el fondo— le resultaba encantadora.
Al niño le quitaban las alpargatas y correteaba sobre el verde, o bajaba hasta la arena de la orilla, o metía los pies en el agua, arremangándose los pantaloncillos de pana hasta por encima de las rodillas.
Hasta que un día —la fatalidad se ensañaba con el desgraciado Brito— sucedió lo que todo el mundo (después de que sucedió, qué antes nadie lo dijo) salió diciendo que tenía que suceder: el niño —nadie sino Dios, que está en lo alto, supo nunca exactamente cómo fue— debió de caerse, o resbalar, o perder pie, o marearse, el caso es que se lo llevó la corriente y se ahogó.
¡Sabe Dios lo que habrá sufrido el angelito! Don Anselmo, que conocía bien los horrores de verse rodeado de agua por completo, que sabía bien el pobre —tres naufragios, uno de ellos gravísimo, hubo de soportar— de los miedos que se han de pasar al luchar, impotentes, contra el elemento, comentaba siempre con escalofrío la desgracia de Marcelo hijo.
No se oyó ni un grito ni un quejido; si la criatura gritó, bien sabe Dios que por nadie fue oída... Le habrían oído sólo los peces, los helechos de la orilla, las moléculas del agua... ¡lo que no podía salvarle! Le habrían sólo oído Dios y sus santos, los ángeles, niños a lo mejor como él, y quien sabe si, por la voluntad divina, parados en sus cinco años inocentes, aunque en sus alas hubieran soplado ya vendavales de tantos siglos...
El cadáver fue a aparecer preso en la reja del molino, al lado de una gallina muerta que llevaría allí vaya usted a saber los días, y a quien nadie hubiera encontrado jamás si no se hubiera ahogado el niño del portugués; la gallina se hubiera ido medio consumiendo, medio disolviendo lentamente, ya la dueña siempre le habría quedado la sospecha de que se la había robado cualquier vecina o aquel caminante de la barba y el morral que se llevaba la culpa de todo...
Si el molino no hubiera tenido reja, al niño no le habría encontrado nadie. ¡Quién sabe si se hubiera molido, poquito a poco; si se hubiera convertido en polvo fino, como si fuera maíz, y nos lo hubiéramos comido entre todos! El juez se daría por vencido, y doña Julia —que tenía un paladar muy delicado— quizá hubiera dicho:
—¡Qué raro sabe este pan! Pero nadie le hubiera hecho caso, porque todos habríamos creído que eran rarezas de doña Julia...

Fallos en el Sistema

ÁNGELA VALLVEY
escritora española, (1964).

Si tenía que ser sincero, él nunca había pensado seriamente sobre ello. Si hacía un esfuerzo, recordaba con una vaga inquietud algo de sus días de instituto, sus aburridas clases de ciencias, su indiferencia respecto a muchos asuntos que parecían ser esenciales a juicio de sus profesores.

Pero reflexionar, lo que se dice meditar formalmente sobre la cuestión, no lo había hecho nunca. Hasta aquella tarde. La tarde en que pensó, con las mejores palabras del mejor de los lenguajes existentes en el mundo más perfecto posible, unas cuentas cosas. La gravedad, los cuerpos celestes, la rotación de la Tierra, volcanes, meteoritos... Todo eso.

Ah, cielo santo... ¿Dónde se metía Dios, el Dios de Newton que, aunque no hacía mucho por arreglar miserias y el dolor humanos, al menos se dedicaba a reajustar de vez en cuando las órbitas de los planetas y a mantener el sistema, caótico por naturaleza, funcionando correctamente?

Se acordó de repente de asuntos que alguna vez había leído u oído, incluso memorizado sin prestar atención, como se hace con los anuncios de la tele, que todo el mundo cree ignorar hasta que un día se da cuenta de que está tarareando una melodía ridícula en la que se exaltan las benéficas virtudes de una determinada marca de cereales chocolateados.

Primero fue una pequeña sacudida, como un espasmo de impaciencia que no supo en principio si achacar a su propio estado anímico, alterado y nervioso por el cambio de ambiente. Después, un desacompasado vaivén lleno de furia. Una sacudida fuerte que lo agitó como un sonajero en las manos de un bebé monstruoso. ¿Era el impacto de un meteorito, otro como aquél que exterminó a los dinosaurios? ¿O un terremoto? Sí, se trataba de un maldito terremoto, y él no había presenciado ninguno hasta entonces. Habían pasado 10 días desde que llegó a aquella ciudad y ya una sacudida de la Tierra le había dejado el estómago y el espíritu arrasados por el pánico.

Cuando todo pasó, pensó en aquella Ley de la Gravitación Universal que decía que todos los cuerpos celestes están suspendidos en el espacio insondable y se atraen y se repelen unos a otros de manera que mantienen entre ellos un equilibrio estable, o una inestabilidad más o menos estable. No recordaba con exactitud los términos científicos, pero era algo parecido.

Sólo entonces se dio cuenta de que realmente flotamos a la deriva en medio de un espacio indefinible, negro, salvaje e inexplorado. Que ningún gigante o semidiós ciclópeo y ceñudo sujeta la Tierra para que no se caiga, al fin y al cabo. Que estamos suspendidos sobre la oscuridad y algo que parece vacío, pero que es aún más sobrecogedor porque está lleno de todo eso que no conocemos.

Comenzó a sudar como un pobre diablo, inundado de presagios aciagos. ¿Y si la cosa dejaba de funcionar así, de buenas a primeras? ¿Y si el caos llamaba a la puerta de la vida pocos minutos después del terremoto? Es más: ¿y si aquel temblor era sólo el principio del fin del Orden Universal? Él era tan ingenuo que, realmente, toda su vida había creído que tal cosa existía. Al fin y al cabo era un joven cónsul, una persona diplomática de oficio y de vocación, cuerda y segura. Pero... ¿y si acababa de presenciar el prolegómeno del derrumbamiento definitivo?

Ah, tembló. Nunca debió salir de Bruselas. Tendría que haber utilizado sus contactos para impedir que lo trasladaran al Nuevo Mundo. Le gustaban más los viejos mundos, decadentes pero aparentemente tranquilos.

Pero nada es eterno: él lo había comprobado hacía unos minutos. Había visto con siniestra claridad cuál era la verdad: ¡estar suspendidos en el vacío!, y estar así, además, en una tierra poco civilizada como aquella.

¡Dios mío! ¿Quién podría sentirse confiado ante la magnitud de aquel horror que era la fragilidad de la existencia? ¿Quién podría vivir tranquilo sabiendo cuál era la espantosa realidad? ¿Cómo sentarse, dormir, hacer un trabajo conociendo aquello? Y sobre todo: ¿hasta cuándo duraría la calma? ¿cuánto tardaría la Tierra en rajarse con un vértigo conmovido y furioso? ¿Hacia arriba o hacia abajo? No lo sabía. Pero quizá caeríamos eternamente hasta ser tragados por uno de esos agujeros negros. O hasta chocar contra el sol. Hasta abrasarnos en el infierno de lo desconocido. O tal vez la antimateria hará añicos el planeta, desperdigándonos en una frialdad hierática por el espacio estelar, como trozos de nada helada y triste vagando por los siglos de los siglos.

¿Cómo vivir, para qué hacerlo, sabiendo todo eso? La posibilidad no es más que la conciencia que presiente lo posible, aunque no sea probable.

Se secó de nuevo el sudor con un grasiento pañuelo y lloriqueó como un niño perdido.

Se oían sirenas y gritos en la calle. Hacía rato que el terremoto había cesado afuera, en la Tierra. Sin embargo, dentro de él, el seísmo de locura y terror no había hecho más que iniciar su ciclo, interminable y vertiginoso.

Menú día diez

BERNARDO CASADO
Nació en Madrid en 1964. Cursó estudios de Filología Hispánica y Técnicas de Locución. Ha colaborado en diferentes revistas, volúmenes colectivos y actos.
Libros publicados
· Circunstancia de árboles
· Colectivo Altazor -Colección El Arca de Noé, Murcia 1999
· Si hoy prometiera decena de viento
· Editorial Premura - Barcelona, 2000
· Hombre bajo señales de Octubre
· Revista Badosa - Barcelona, 2001
· Treinta y dos saludos de la boca
Editorial Anceo.com, 2001

Menú día diez

Se envalentonó e hizo caer sobre sus hombros la chaqueta con un alarde taurino. Quiso salir haciendo el menor ruido posible, pero la puerta no colaboró mucho, y temió que su padre se levantara y comenzara de nuevo a insistir sobre la necesidad de terminar la carrera. Las escaleras, aunque eran las mismas de todos los días, tenían un aspecto diferente. Mientras las bajaba, recordaba insistentemente las palabras que le había oído a su padre la noche anterior.
- Tú primero terminas la carrera -, y las palabras salían de su boca acompañadas del humo del cigarro que estaba fumando. - ¿Me entiendes?. Te digo que primero terminas la carrera, y después, ya veremos.
Los tres tramos de escaleras le llevaron hasta la puerta principal. Cuando puso la mano en el pomo de la puerta, inspiró con fuerza y tuvo deseos de santiguarse como había visto hacer a su abuela cuando era pequeño. El era un libra equilibrado, que necesitaba cordialidad entre las partes, ambiente extendido de acuerdo, pero si continuaba con esta disposición a su signo, no lograría en la vida salir del portal, y alcanzar el autobús, el 28, buen número, porque cuando se trata de liberación cualquier número es válido.
Había conseguido encaramarse en el cuarto curso de Derecho, con más ahínco de su padre que disposición suya. Y es que ningún artículo del código penal mencionaba todavía la estrecha relación existente entre el monumental olor de un incipiente sofrito y el deseo de elevarse por el aire articulando un artístico salto. Aquel anuncio en el periódico de la facultad, durante el primer año de carrera, que invitaba a los alumnos a sorprender al jurado del III Concurso de Gastronomía para Universitarios, fue el detonante para empezar a detestar, de forma abierta, las innumerables prótesis legales que se le iban añadiendo a los distintos códigos, para actualizarlos, y así obligarle a memorizar de nuevo, componendas y variantes de leyes y protocolos. Encontró que una mesa, donde se hallan expuestas las diferentes viandas para afrontar el viaje de una buena labor de cocina, se asemejaba mucho al círculo que formaban los distintos signos del zodiaco. Allá, los Leo, gentes como la sal, el cerdo, el vinagre, gentes de empaque y mandato. Girando, los Libra, asunto de equilibrio, como él mismo, la merluza suave que todo permitía, el caldo de verdura dispuesto a alegrar cualquier cuenco. Eso sí, acompañado de un breve apunte de vino, que es la sequía dolencia amarga. O acaso convendría mencionar a Tauro, que como signo de tierra, concitaba a las zanahorias fieles, la amable patata, y el puerro obstinado. Aquella fue la primera y única visión esclarecedora sobre su futuro.
Tomó el autobús con decisión y sin culpa. Vio pasar cada una de las paradas, y en cada una de ellas, al abrirse la puerta para que descendieran viajeros, descendían también asignaturas con nombres latinizados y fantasmagoría de palabras. Cuando volvía a arrancar el autobús, giraba su cabeza y miraba en la calzada para solazarse con los restos inmóviles de las disciplinas expulsadas de su paraíso particular.
- Ahí te quedas, arpía -. Había perdido pie Derecho Romano, y yacía sobre el asfalto enfangado en los humos que soltaba el autobús.
Cuando llegó a su parada, había tenido tiempo para deshacerse de todas las materias acumuladas durante aquellos años. Se abrieron las puertas, y al bajar, encontró que la calle tenía un buen sabor. Un escaparate exponía ciudades y destinos turísticos con los precios expresados en pesetas y euros. Dos números más arriba, la calle se convertía en dos ventanales con marco de madera y una puerta de trazado rústico, tocada por cerrajería negra de forjado. En la parte superior, una placa recordaba que el establecimiento había sido fundado en 1910, y que su nombre era "El FOGON ANTIGUO", así, sin segundo apellido.
Al entrar, un caballete de pintor exponía la carta para aquel día diez, sobre la pared, un educado cuadro, informaba sobre las tarjetas que se aceptaban. Había olor. No aquel olor leguleyo de la página 107 a la 212. Era un olor que sabía relacionado con él, que le reconfortaba, y le disponía.
- Mendieta, adelante, adelante -. El dueño miró su reloj que se asomó con instinto de cabeza de tortuga por la manga de la americana azul. - Has llegado muy pronto.
- Tenía que salir de casa, antes de que sucediera alguna catástrofe.
- ¿Ya lo sabe tu padre?
- Hace lo posible por no quererlo saber. Pero mi decisión está muy clara.
Daniel había sido el dueño durante los últimos catorce años. El anterior, se jubiló sin hijos a quienes confiar el legado familiar, y los trastos de matar habían terminado en su poder con más tesón que conocimiento. Había sabido rodearse de buenas manos atendiendo al público, y de iguales destrezas en la sala de máquinas, como a él le gustaba denominar a la cocina. Su hijo estudiaba también en la Facultad de Derecho, y a cuenta de ello conoció los irrefrenables deseos del joven Mendieta, que sentía ahogarse entre las paredes de las aulas. Muchas habían sido las tardes que había alternado el repaso de los treinta últimos artículos, con los modos de firmar una buena Salsa Cazadora, con el champiñón rondando hasta tomar algo de buen color.
Título VII. De las relaciones Paterno-Filiales. Arts.154 -180: Se acomodará una sartén a fuego vivo, que contenga la mantequilla y el aceite de oliva, el champiñón, laminado…… .
Tal embadurne de lo de aquí y lo de allá, dio la última victoria a las cosas de la creatividad, y terminó por perder las también últimas ganas que le acreditaban como estudiante de derecho.
- Amigo Mendieta -pronunció Daniel, poniéndole la mano sobre el hombro.
- Veamos nuestra sala de máquinas.
Cruzaron el pasillo en dirección a la cocina, y a pesar de haberla visto tan repetidas veces, y de haber estado en su interior como mano de dios que mezcla, dora o hierve, no pudo evitar sentirse reconfortado ante las cosas de su preferencia.
- Aquí está, toda tuya.
La cocina ya tenía dispuestas algunas fuentes para la comida, aunque no pudo ver lo que contenían. Sobre una de las grandes mesas tenían paciencia algunas viandas al natural, y fue entonces cuando tuvo la sensación de haber vivido aquella situación anteriormente. Se hallaban a la vista, como en un zodiaco perfectamente ordenado, metódicos cortes de carne salidos de una gran pieza, que alguien había terminado de cortar sobre una tabla de madera; ruedas de zanahoria que descansaban apoyadas unas sobre otras, en un equilibrio de color naranja, contrastaba el color de la patata sin pelar con el de la harina siempre pulcro. Así, como planetas menores en el cielo de la mesa.
- Buen provecho Mendieta -dijo sonriendo Daniel, y con un leve apretón en el brazo le dio la bienvenida.

© Bernardo Casado



Texto extraído de http://www.angelfire.com/nt/cuentistas/Pages29.html

Gael o la obsesión de unas noches de verano

LUCÍA ETXEBARRÍA
Lucía Etxebarría de Asteinza nació en 1966 en Bermeo, Vizcaya


Dicen que la obsesión es el más peligroso de los sentimientos humanos.

La primera obsesionada fue Eva. Conmigo. Eva era la prima de Rubén, que se bajó hasta Altea para pasar un fin de semana y acabó quedándose quince días. En principio tenía que dormir en el sofá, porque no había otro sitio en la casa que compartíamos. Pero acabó instalándose en mi cama, que era doble, con la excusa de que los muelles del sofá desfondado le hacían daño en la espalda. Es una pena que no se pueda denunciar a una mujer por intento de violación. El caso es que yo acabé harta de ella ( nunca me han gustado los acosos) y amenazando con volver a Madrid si la prima no me dejaba en paz. Ella, ofendida, desapareció una noche para irse sola de bares, y a la mañana siguiente se descolgó por casa del brazo de un chico que tenía un cuerpo de vértigo y el tipo exacto de labios carnosos que prometen imperios de dicha con su solo roce. Eva se deshacía en mimos y carantoñas, pero sin dejar de mirarme, pues me estaba dedicando todo aquel delirio matinal de ojitos, babas y sandeces. Quería decirme "no me importas tanto como tú te crees" y "mira lo que es capaz de conseguir la chica que tú has despreciado". Dos días después se volvió a Madrid, sin haber conseguido impresionarme.

El que sí se impresionó fue Rubén, que se convirtió en el segundo obsesionado. Enterado de que aquel prodigio rubio como la llama trabajaba de camarero en uno de los bares de la Plaza, bajaba por allí cada noche, a primera hora, antes de que empezara a llegar la gente, para hablar con el chaval de lúbricos labios. Por la mañana, en la playa, nos atorraba a Abejita y a mí con la descripción detallada de la conversación (Abejita, se me ha olvidado decirlo, era la tercera compañera de piso. La llamábamos así a cuenta de una camiseta a rayas amarillas y negras que se ponía para dormir). "Entiende", decía y repetía Rubén, " Seguro que entiende. Si se ha liado con Eva, que es el tío más tío que hayamos conocido, ¿cómo no se va a liar conmigo?" No le había visto tan mordido por una manía desde aquella vez en la que se encontró con su padre en el cuarto oscuro del Venial. Por fin, un sábado, nos descolgamos los tres por el bar decididos a que Gael cayera. Habíamos pillado unos éxtasis potentísimos que, según nuestro camello, podrían poner caliente hasta a Loyola de Palacio, y estabamos decididos a probar su eficacia. El plan era recoger a Gael cuando el bar cerrara y organizar una fiestecilla en casa, a ver qué pasaba. Dicho y hecho. Acompañados por unas turistas suecas, unos colgados de Benidorm, el disjockey y el resto de los camareros, improvisamos en el hogar nuestro chill out.

La cosa parecía marchar bastante bien ( Rubén se había pasado un buen rato susurrando al oído de Gael unas gracias que el camarero reía estrepitosamente, ambos muy juntitos en el sofá desfondado) hasta que yo decidí irme a la cocina a fregar unos cuantos vasos. Agachada sobre el fregadero, sentí de pronto unos brazos rodeándome la cintura y una presión recitílinea, inconfundible, en las nalgas. Casi no me dio tiempo a darme la vuelta cuando ya tenía los labios prendidos en un espejismo, y la secreta premura de la sangre - febril, fatal, femenina- ascendiendo hasta acelerarme el corazón. Pero por muy puesta que yo fuera no se me escapaba que Rubén podría matarme si me liaba con "su" objetivo, así que me deshice del camarero de un empujón y volví trotando al salón como si no hubiera pasado nada.

El que no volvió al salón fue Gael. De alguna manera, debió encontrarse con Abejita en el camino que iba de la cocina al salón y acabó la fiesta en su cama. Durante unos días reinó en la casa un silencio tenso como las cuerdas de un violín. Rubén se negaba a hablar a Abejita, y Abejita - la tercera obsesionada- pensaba demasiado en Gael como para darle excesiva importancia a aquel mutismo. Pero Gael no llamó nunca, ni se dignó a dirigir la palabra a Abejita en el bar más allá de un "¿cómo estás?" lacónico. Así que, unidos en la desgracia y el despecho, Rubén y Abejita acabaron por volver a hablarse y todos tomamos la decisión de no volver por el bar de la plaza para evitar la visión de aquella Némesis en forma de galán.

Yo me lo encontré varias veces, sin embargo. Una en el supermercado, otra en la tienda de periódicos, la tercera comprando un helado. No se me escapó en ninguna ocasión la mirada incendiaria que me dirigía. Resultaba evidente que no había olvidado la escenita de la cocina. Yo tampoco. Así que me convertí en la cuarta obsesionada. Saber que lo tenía allí, al alcance de la mano, como quien dice, que bastaría pasarme por el bar una noche para tenerlo, pero no atreverme a dar el paso para no ofender a mis compañeros de piso, me estaba volviendo loca. Le veía incluso en sueños, mi inconsciente traspasado por la aguda espina del deseo.

Por fin, la última noche del verano, me decidí. Total, al día siguiente nos marchábamos, y si teníamos una bronca a cuenta del tal Gael, por lo menos no estaríamos viviendo en la misma casa a la hora de resolverla. Emulando a Tamara, me presenté en el bar en minifalda y sin ropa interior y me lo encontré en la barra - los ojos incitantes, los labios entreabiertos - como si me hubiese estado esperando todo aquel tiempo. " Salgo en media hora", me dijo, "Espérame, y nos vamos a la playa".

Pero, ya en la playa, y con semejante mole sobre mí, chupeteándome el cuello, las atareadas manos magreándome las tetas, empecé a encontrar absurdo todo aquello. ¿Qué hacía yo con aquel chulo de playa que no había hojeado en su vida otro libro que la guía telefónica? ¿De verdad lo deseaba o sólo creía desearlo por que los demás sí lo hacían? Además ¿qué iba a ser yo aparte de una más de sus muescas, una entre mil aventuras de barra, una de las tantísimas a las que ya se habría tirado y se tiraría en una tumbona? Sentí mi cuerpo distante, extraño como yo misma, en aquella playa extraña, vestida de aquella extraña manera. De modo que me levanté de pronto y, estirándome la exigua falda como bien o mal podía, le dije que no me encontraba bien y que necesitaba volver a casa, sola. Adiós Gael, guarda esos labios por si vuelvo el próximo verano, le dije sin decirlo, más bien para mí misma, pues acababa de descubrir que existe un sentimiento humano más poderoso que la obsesión.
El orgullo.

Zapatos

LUCÍA ETXEBARRÍA



No se trató del mejor verano de mi vida. Y creo que el mejor verano de mi vida, como el mejor amante, está aún por llegar. He tenido veranos buenos y malos; ninguno, que yo recuerde, especialmente maravillosos, excepto los de la primera infancia. En cualquier caso, voy a contar una historia verídica. Durante tres años mantuve una relación que ahora no podía calificar de amorosa, pues pienso que quien ama no humilla a su pareja ni la acosa ni la hace sufrir. Digamos, pues, que mantenía una relación (sin adjetivo) con un hombre ciclotímico, inmaduro, extremadamente celoso y muy dado a los arrebatos de mal genio, cuya influencia me cambió el carácter de tal manera que mis amigos empezaron a preocuparse viendo cómo la antigua alegría de las fiestas iba languideciendo y marchitándose a ojos vista, como quien dice. Mi amiga Gemma trabaja en el Festival de Cine de San Sebastián y dispone cada verano de un piso estupendo en primera línea de playa. Viéndome tan mal como yo entonces estaba, casi habría que decir que me suplicó que fuera a verla, en lugar de afirmar que me invitó a pasar una semana en la ciudad. Convencí a mi amigo Nacho para que subiera conmigo, pues así podríamos aprovechar para ver el Festival de Jazz. Cuando volvimos a casa tras la primera noche e n la ciudad, achispados los tres, y compartidos nuestro primer concierto y nuestra primera juerga donostiarra, reparé en que la pantalla de mi móvil me avisaba de que tenía almacenados tres mensajes de voz. Se trataba de mi amante, borracho perdido e indignado porque no me localizaba. Cuando le llamé, me contestó con una serie de improperios dictados por el alcohol o los celos, o por la combinación de ambos factores. No encontré manera de hacerle razonar. Cuanto más amable me mostraba yo, más desagradable se ponía él, supongo que porque le reafirmaba verme sufriendo y le hacía sentirse superior, o al menos más fuerte. Me puse a llorar de tal manera, sollozando e hipando a lágrima viva, que Nacho me obligó a desconectar el teléfono. Luego se sentó frente a mí y me repitió el discurso que me había repetido ya miles de veces sin conseguir nada: que me estaba arruinando la vida, que aquel hombre evidentemente no me quería, y que no me quedaba más remedio que cortar con esa relación de una vez.

Cada vez que Nacho, o cualquier otra de mis amistades, me soltaba sermón idéntico o parecido, yo comprendía que tenían razón y hacía firmes propósitos de enmienda, y me juraba cortar por lo sano con aquella historia, pero luego me vencía el dolor de corazón y, a la mañana siguiente, volvía a llamar a mi amante. Así que, tras escuchar a Nacho y asentir a lo que decía más por educación que por convencimiento, me fui a dormir agotada física y emocionalmente, y convencida de que no tendría fuerza de voluntad como para acabar con aquella historia que me estaba consumiendo viva.

A la mañana siguiente Gemma, nacho y yo decidimos salir a pasear a la playa. Nos sorprendió mucho encontrar, justo frente al portal del edificio, un par de zapatos negros perfectamente alineados. Lo curioso es que se trataba de unos zapatos nuevos, del número 38 y medio, que es precisamente el mío y que muy pocos diseñadores fabrican, y firmados por la diseñadora Atenía Alexander, que siempre me ha gustado pero cuyos modelos son dificilísimos de encontrar. Intentamos buscar una explicación al hecho de que alguien hubiera dejado tirados en la calle unos zapatos tan caros y prácticamente sin usar. Pensamos en una historia romántica: el chico que se ofrece a subir a su novia hasta casa cruzando el umbral/portal del edificio con ella en brazos, como quien entra a una novia. Y quizá un vecino, al ver los zapatos desparramados en la acera -la chica lo deja caer mientras patalea, entre la alegría y la vergüenza, fingiendo que se resiste, pero encantada de que él la alce-, los hubiese alineado en una esquina. Pensamos en una inglesa borracha que, harta de las ampollas que estaban martirizándole los pies, se deshizo de los zapatos en dos literales patadas y decidió seguir camino sin ellos. Pasamos la mañana imaginando historias sobre el par de zapatos perdido y hallado. El caso es que yo decidí quedármelos, porque no sólo me gustaban mucho, sino que me sentaban como un guante.

Llamé por la tarde a mi amigo Francisco, especialista en temas esotéricos, y le conté la historia, convencida de que el hallazgo de los zapatos revestía una significación especial. Él me dijo que unos zapatos que esperan a la puerta -y era obvio que aquéllos me esperaban, puesto que es raro que yo encuentre unos zapatos de mi horma, demasiado ancha, y de mi número, ese medio que no quiere ni ser 38 ni 39, y que además se adapten a mi gusto extravagante-, unos zapatos preparados para que alguien emprenda con ellos camino, significan un cambio radical en la vida, la señal de que se anuncia un desvío en el próximo recodo del camino, donde los pasos se torcerán para bien e iniciarán un nuevo rumbo. Y el caso es que nunca más volví a llamar a aquel amante, aunque durante tres años había conocido discusiones telefónicas mucho más airadas y sonadas que las de la noche anterior, y me habían soltado bienintencionados sermones tanto o más convincentes que el que Nacho me había largado, pero sé que el hallazgo de los zapatos fue determinante para mi cambio de vida, no sé si porque realmente se trataba de una marca del destino o si porque la certeza del destino me alentaba a tomar una decisión de una vez por todas, y fue mi propia sugestión, mi propia creencia en un destino trazado de antemano, la que me animó a cambiar de rumbo y, así, mi propia voluntad se hizo destino, aunque el destino no exista, o aunque existiera pero no fuera su mano la que hubiera colocado los zapatos a mi puerta. Yo nunca lo sabré, ni me importa.