4.11.11

Marcelo Brito (cuento)

CAMILO JOSÉ CELA (1916). Nació en Galicia. Su formación universitaria se vio truncada por la guerra. Por breves períodos fue periodista y empleado burocrático. Es una figura literaria que siempre ha suscitado polémicas: ha recibido por igual elogios y denuestos. Viajó por América y conoce muy bien España. Algunas de sus obras son: Viaje a la Alcarria. Esas nubes que pasan y El molino de viento, narraciones cortas; La familia de PascuaI Duarte, Nuevas andanzas de Lazarillo de Tormes, La colmena, La catira, novelas. Cela posee una gran habilidad para dar rápidos retratos, y admirables dotes verbales. Es uno de los escritores españoles más traducidos y leídos en el extranjero.

Marcelo Brito
Camilo José Cela

Durante muchos meses no se habló de otra cosa por el pueblo... Marcelo Brito, el mulato portugués, cantor de fados y analfabeto, sentimental y soplador de vidrio, con su terno color de café con leche, su sempiterna y amarga sonrisa y su mirar cansino de bestia familiar y entrañable, había salido de presidio. Tenía por entonces alrededor de cuarenta años, y allá —como él decía— se habían quedado sus diez anteriores, mustios, monótonos, reducidos a una reproducción de la carabela Santa María, metida inverosímilmente dentro de una botella de vidrio verde, que había regalado —sabrá Dios por qué—, con una dedicatoria cadenciosa que tardó once meses en copiar de la muestra que le hiciera vaya usted a saber qué ignorado calígrafo presidiario, a don Alejandro, su abogado, el mismo que no consiguió convencer al juez de su inocencia. Porque Marcelo Brito, para que usted lo sepa, era inocente; no fue él quien le pegó con el hacha en mitad de la cabeza a Marta, su mujer; no fue él, que fue la señora Justina, su suegra, la madre de Marta. Pero como parecía que había sido él, y como —después de todo— al juez le era lo mismo que hubiera sido como que no, le mandaron a presidio, y allá le tuvieron casi diez años, metiendo las largas pinzas —con las jarcias y los obenques y los foques de la Santa María—, por el cuello de la botella. Sobre el camastro tenía una fotografía dc Marta, su difunta mujer, de traje negro y con un ramo de azahar en la mano; y, según me contó José Martínez Calvet —su compañero de celda, a quien hube de conocer, andando el tiempo, en Betanzos, en la romería D'os caneiros—, algunas veces su exaltación al verla llegaba a tal extremo, que había que esconderle la botella, con su carabelita dentro, porque no echase a perder toda su labor estragando lo que —cuando no le daba por pensar— era lo único que le entretenía. Después volvía el retrato de su mujer de cara a la pared, y así lo tenía tres o cuatro días, hasta que se le pasaba el arrechucho y lo volvía a poner del derecho. Cuando esto hacía, la cubría materialmente de besos, con tal frenesí, que acababa derrumbándose sobre el jergón, boca abajo, postura en la que quedaba a lo mejor hasta tres o cuatro horas seguidas, llorando como un niño.
Una vez fueron por la penitenciaría, en viaje de estudios, unos abogados recién salidos de la Facultad, sentenciosos y presumidillos como seminaristas de último año de la carrera, que hablaban enfáticamente de la Patología criminal y que no encontraban una cosa a derechas. Quiso la Divina Providencia que fueran testigos de una de las crisis de Marcelo, y como si se hubieran puesto de acuerdo, tuvieron a bien opinar —sin que nadie les preguntase nada— sobre lo que ellos llamaban “caracteres específicos del criminal nato”, sentando como incontrastable la teoría de que esos arrebatos del mulato no eran sino expresión del arrepentimiento que experimentaba por “haber segado en flor” —la frase es de uno de los letrados visitantes— la vida de la mujer a quien en otro tiempo había amado. Los abogadetes se marcharon con su sonrisa satisfecha y su aire triunfal, y yo muchas veces me he preguntado qué habrán dicho, si es que llegaron a enterarse, de lo que más tarde hemos sabido todos: que la pobre Marta se fue para el purgatorio con la cabeza atada con unos cordeles, puestos para enmendar lo que su marido ni hizo ni probablemente se le ocurrió jamás hacer.
La interpretación de los sentimientos es complicada, porque no queremos hacerla sencilla. Sin su complicación, mucha gente a quien saludamos ron orgullo —y con un poco de envidia y otro poco de temor también— y a quien dejamos respetuosamente la derecha cuando nos cruzamos con ella por la calle, no tendría con qué comprar automóviles, ni radios, ni pendientes para sus mujeres, ni nosotros, los que somos sencillos y no tenemos automóvil, ni radio, ni pendientes para regalar, ni, en última instancia, mujer a quien regalárselos, ¿para qué queremos complicar las cosas, si en cuanto dejan de ser sencillas ya no las entendemos? Usted se preguntará por qué sonrío cuando digo esto. Usted se pregunta eso porque no interpreta los sentimientos del prójimo —los míos en este caso— con sencillez. Usted piensa que yo sonrío para hacerme enigmático, para llevar a su alma una sombra de duda sobre mi sencillez; pero yo le podría jurar por lo que quisiera que si sonrío no es más que porque me asusta el convencerme de que no entiendo las cosas en cuanto han dado más de dos vueltas por mi cabeza. Mi sonrisa no es ni más ni menos de lo que creería un niño que me viese sonreír y entendiese lo que digo; mi sonrisa no es sino escudo de mi impotencia, de esta impotencia que amo, por mía y por sencilla, y que me hace llorar y rabiar sin avergonzarme de ello, aunque los abogados crean que si lloro y rabio es porque he dejado de ser sencillo, porque he matado —quién sabe si de un hachazo en la cabeza— mi sencillez y mi candor, recobrados ahora que ya soy viejo, como un primer tesoro...
Lo que sí puedo asegurarles es que el llanto del desgraciado portugués no estaba provocado por arrepentimiento de ninguna clase, porque de ninguna clase podía ser un arrepentimiento producido por una cosa de la que uno no puede arrepentirse porque no la hizo; el llanto de Marcelo no era ni más ni menos —Y qué sencillo es— que por haber perdido lo que no quiso nunca perder y lo que quería más en el mundo, más que a su madre, más que a Portugal, más que a los fados, más que a la varilla de soplar que le había traído don Wolf la vez que fue a Jena de viaje... El llanto de Marcelo era por Marta, por no poder tenerla, por no poder hablarle y besarla como antes, por no poder cantar con ella —parsimoniosamente, a dos voces ya la guitarra— aquellas tristes canciones que cantara años atrás...
—¡Voy muy desordenado, don Camilo José, y usted me lo perdonará! Pero cuando hablo de todas estas cosas es cuando miro jugar a los niños, ¡que no importa adónde van a parar, como no importa mirar si es más hondo o menos hondo el agujero que hacen las criaturas en la arena de la playa!...
Habíamos quedado en que no fuera él, sino la señora Justina, su suegra, la que diera fin a los veintitrés años de Marta. El caso es que tardó en averiguarse la verdad tanto como la vieja tardó en morir, porque la muy bruja —que debía de tener miedo a la muerte— tuvo buen cuidado de callar siempre, aun cuando más comprometido veía al yerno, y menos mal que cuando se la llevó Satanás tuvo la ocurrencia de dejar una carta escrita diciendo la verdad; que si no, a estas alturas el pobre Marcelo seguía añadiéndole detallitos a la Santa María... Tal maldad tenía la vieja, que para mí no dijo la verdad ni aun en trance de muerte, al confesor ni a nadie, porque, aunque, según cuentan, pedía confesión a gritos, me cuesta trabajo creer que no fuese hereje. El caso es que, como digo, dejó una carta escrita diciendo lo que había, y al inocente le sacaron de la cárcel —con tanto, por lo menos, papel de oficio como cuando le metieron—, y como era un buen soplador y don Wolf le estimaba, volvió a colocarse en la fábrica —que por entonces tenía dos pabellones más— y a trabajar, si no feliz, por lo menos descansado.
Transcurrieron dos años sin que ocurriera novedad, y al cabo de eso tiempo nos vimos sorprendidos con la noticia de que Marcelo Brito, temeroso de la soledad, se casaba de nuevo.
La soledad, con Marcelo tan al margen, tan a la parte de fuera de lo que le rodeaba, como tiempo atrás lo estuviera de su compañero José Martínez Calvet, era dura y desabrida, y tan pesada y tan difícil de llevar, que Marcelo Brito —quizá un poco por miedo y otro poco por egoísmo, aunque él es posible que no se diese mucha cuenta de este segundo supuesto y que incluso lo rechazara si llegase a percatarse de su verdad— se decidió a dar el paso, a arreglar una vez más sus papeles (aumentados ahora con el certificado de defunción de Marta) y a «erigir un nuevo hogar», como don Raimundo, el cura, hubo de decir con motivo de la boda. Esta vez fue Dolores, la hija del guarda del paso a nivel, la escogida. Marcelo lo pensó mucho antes de decidirse, y su previsión, para que la triste historia no se repitiese, la llevó hasta tal extremo, que, según cuentan, sometió durante meses a su nueva suegra a las más extrañas y difíciles pruebas; la señora Jacinta, la madre de Dolores, era tonta e incauta como una oveja, y fueron precisamente su tontería y su falta de cautela las que la hicieron salir victoriosa —la inocencia, al cabo, siempre triunfa— de las zancadillas y los baches que, por probarla, no por mala intención, le preparara su yerno.
Dolores era joven y guapa, aunque viuda ya de un marinero a quien la mar quiso tragarse, y el único hijo que había tenido —de unos cuatro años por entonces— había sido muerto diez u once meses atrás, por un mercancías que pasó sin avisar... Los trenes —no sé si usted sabrá—, cuando van a ser seguidos de otro cuyo paso no ha sido comunicado a los guardabarreras, llevan colgado del vagón de cola un farolillo verde para avisar. El mixto de Santiago, que era el que precedió al mercancías, no llevaba farol, y si lo llevaba, iría apagado; porque nadie lo vio. El caso es que Dolores no tomó cuidado del chiquillo y que el mercancías —con treinta y dos unidades— le pasó por encima y le dejó la cabecita como una hoja de bacalao... Al principio hubo el consiguiente revuelo; pero después —como, desgraciadamente, siempre ocurre— no pasó más sino que a la víctima le hicieron la autopsia, la metieron en una cajita blanca —que, eso sí, le regaló la Compañía— y la enterraron.
El gerente le echó la culpa al jefe de Servicios; el jefe de Servicios, al jefe de la estación de La Esclavitud; el jefe de la estación de La Esclavitud, al jefe de tren; el jefe de tren, al viento... El viento —permítame que me ría— es irresponsable.
La boda se celebró, y aunque los dos eran viudos, no hubo cencerrada, porque el pueblo, ya sabe usted, es cariñoso y afectivo como los niños, y tanto Marcelo como Dolores eran más dignos de afecto y de cariño —por todo lo que habían pasado— que de otra cosa. Transcurrieron los meses, y al año y pico de casarse tuvieron un niño, a quien llamaron Marcelo, y que daba gozo verle de sano y colorado como era. Marcelo padre estaba radiante de alegría; cuando vino el verano y ya el chiquillo tenía unos meses, iba todos los días, después del vidrio, al río con la mujer y con el hijo; al niño le ponían sobre una manta, y Marcelo y la mujer, por entretenerse, jugaban a la brisca. Los domingos llevaban, además, chorizo y vino para merendar, y la guitarra (mejor dicho, otra guitarra, porque la otra se desfondó una mañana que la señora Justina se sentó encima de ella) para cantar fados.
La vida en el matrimonio era feliz. No andaban boyantes, pero tampoco apurados; y como al jornal de Marcelo hubo de unirse el de Dolores, que empezó a trabajar en una aserrería que estaba por Bastabales, llegaron a reunir entre los dos la cantidad bastante para no tener que sentir agobio de dinero. El niño crecía poquito a poco, como crecen los niños, pero sano y seguro, como si quisiera darse prisa para apurar la poca vida que había de restarle.
Primero echó un diente; después rompió a dar carreritas de dos o tres pasos; después empezó a hablar... A los cinco años, Marcelo hijo era un rapaz moreno y plantado, con los labios rojos y un poco abultados, las piernas rectas y duras... No había pasado el sarampión; no había tenido la tosferina; no había sufrido lo mismo para echar la dentadura...
Los padres seguían yendo con él —y con el chorizo, el vino y la guitarra— a sentarse en la hierbita del río los domingos por la tarde. Cuando se cansaban de cantar, sacaban las cartas y se ponían a jugar —como cinco años atrás— a la brisca. Marcelo seguía gastándole a su mujer la broma de siempre —dejarse ganar—, y Dolores seguía correspondiendo al marido con la seriedad de siempre; una seriedad un poco cómica que a Marcelo —un sentimental en el fondo— le resultaba encantadora.
Al niño le quitaban las alpargatas y correteaba sobre el verde, o bajaba hasta la arena de la orilla, o metía los pies en el agua, arremangándose los pantaloncillos de pana hasta por encima de las rodillas.
Hasta que un día —la fatalidad se ensañaba con el desgraciado Brito— sucedió lo que todo el mundo (después de que sucedió, qué antes nadie lo dijo) salió diciendo que tenía que suceder: el niño —nadie sino Dios, que está en lo alto, supo nunca exactamente cómo fue— debió de caerse, o resbalar, o perder pie, o marearse, el caso es que se lo llevó la corriente y se ahogó.
¡Sabe Dios lo que habrá sufrido el angelito! Don Anselmo, que conocía bien los horrores de verse rodeado de agua por completo, que sabía bien el pobre —tres naufragios, uno de ellos gravísimo, hubo de soportar— de los miedos que se han de pasar al luchar, impotentes, contra el elemento, comentaba siempre con escalofrío la desgracia de Marcelo hijo.
No se oyó ni un grito ni un quejido; si la criatura gritó, bien sabe Dios que por nadie fue oída... Le habrían oído sólo los peces, los helechos de la orilla, las moléculas del agua... ¡lo que no podía salvarle! Le habrían sólo oído Dios y sus santos, los ángeles, niños a lo mejor como él, y quien sabe si, por la voluntad divina, parados en sus cinco años inocentes, aunque en sus alas hubieran soplado ya vendavales de tantos siglos...
El cadáver fue a aparecer preso en la reja del molino, al lado de una gallina muerta que llevaría allí vaya usted a saber los días, y a quien nadie hubiera encontrado jamás si no se hubiera ahogado el niño del portugués; la gallina se hubiera ido medio consumiendo, medio disolviendo lentamente, ya la dueña siempre le habría quedado la sospecha de que se la había robado cualquier vecina o aquel caminante de la barba y el morral que se llevaba la culpa de todo...
Si el molino no hubiera tenido reja, al niño no le habría encontrado nadie. ¡Quién sabe si se hubiera molido, poquito a poco; si se hubiera convertido en polvo fino, como si fuera maíz, y nos lo hubiéramos comido entre todos! El juez se daría por vencido, y doña Julia —que tenía un paladar muy delicado— quizá hubiera dicho:
—¡Qué raro sabe este pan! Pero nadie le hubiera hecho caso, porque todos habríamos creído que eran rarezas de doña Julia...

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