4.11.11

Ramón Gómez de la Serna

RAMÓN GóMEZ DE LA SERNA (1888-1963). Nació en Madrid. Publicó su primer libro a los 13 años; su obra sobrepasa los 80 volúmenes. Entre sus muchas características innovadoras está la de transformar los géneros que toca dándoles un sello y configuración muy personales. Fue el creador de la greguería, frase aguda, breve y paradójica. Como el pintor Dalí, sus excentricidades abonaron su fama: pronunció conferencias, encaramado en un trapecio, o encima de una mesa colocada sobre el lomo de un elefante pintado de blonco y negro; solía decir que las siete plumas de fuente que invarioblemente llevaba en el bolsillo interior del saco se llenaban solas por la sangre que extraían de su corazón. La admiración hacia él llegó a ser motivo de un culto conocido con el nombre de ramonismo. No crea en su literatura propiamente personajes, sino tipos que encarnan ideas. Su novela más conocida, La viuda blanca y negra, acusa cierta influencia unamunesca.


El pez único
Ramón Gómez de la Serna


El gabinete brasileño tenía aire de decoración del rey Midas, con biombos del emperador del Japón. Sobre una mesita brillaba una pecera de cristal azuloso, en que el pez, más inverosímil del mundo se paseaba como por un palacio. Se veía que el centro de la habitación era aquella pecera. En la paz sestera del salón de Río de Janeiro, todo floreciente hacia la bahía luminosa, la pecera era como el símbolo de un misterio y de una adoración.
Don Américo, repleto y callado, y doña Lía, silenciosa y amuñecada, estaban satisfechos de sus rentas. Se sentía en aquella paz un silencio fecundo, cuajado en cafetales, rico en raíces, resurgidor de cosechas. Don Américo y doña Lía no tenían más deber que no interrumpir lo que iba cundiendo en la atmósfera, como riqueza de lluvia en día claro y candente.
—Lía, estás demasiado inmóvil —dijo don Américo, asustando al pez con sus palabras.
—Américo, así se conserva mejor la etiqueta, y ya sabes que viene a cenar el excelentísimo don Reinaldo dos Santos.
—Lo sé, pero es demasiada tu inmovilidad... Mécele,... Cuando tan compuesta y perfumada te mueves en la, mecedora, parece que entran vientos perfumados en la habjtación.
Doña Lía se movió un poco y por las ramas y las flores dibujadas en la casa y taraceadas en los biombos pasó una brisa que lo animó todo.
—¿Sabes el signo que me parece que hace nuestro pez en el agua? —preguntó don Américo.
—¿Cuál? —dijo doña Lía.
—El signo del dólar, la ese endemoniada.
—Como que nuestro pez en un pez capitalista.
Había llegado la hora de encender luz, y doña Lía encendió tantas lámparas como se encienden en un teatro inyectando enchufes en todas las paredes y animando de luz las más bellas pantallas céreas y sonrosadas.
El timbre sonó en el fondo de 1a casa, y a los pocos momentos se oyó el badajo de un bastón en la campana de cobre de la bastonera y poco después en el felpudo del pasillo se sintieron pasos en voz baja, y como remate un criado, al que destacaron en el umbral de la habitación las linternas de sus guantes blancos, pronunció e1 nombre del excelentísimo señor don Reinaldo dos Santos de Alburquerque da Silva.
Durante un largo rato como cuando los pájaros trinan al encontrarse en el mismo árbol, se repartieron cortesías, saludos y excelencias entre los tres reunidos. El excelentísimo don Reinaldo dos Santos traía un esmoquin intachable y en su pechera lucía esa perla verdadera en que se conoce a los americanos verdaderos.
Don Reinaldo comenzó a acariciar las pantallas como si fuesen gorrotes de niños, y alabó copiosamente todas aquellas riquezas que convertían en sacristía búdica el salón de doña Lía y don Américo. Al llegar al pez se quedó asombrado, como si hubiese hallado uno de esos joyeles únicos que se muestran en las vitrinas centrales de los museos.
—Pero ¿qué pez es éste? —preguntó balbuciendo ante las irisaciones con que coqueteaba bajo sus miradas, soltando burbujas de ópalo, mientras sonreía como un pez irónico y superior.
—¡Ah, este pez es un pez inencontrable y mágico! —dijo ponderativo don Américo.
Don Reinaldo miraba el fondo de la pecera como un pájaro que sólo mira con un ojo para ver mejor lo que cae bajo su vista.
—¡Un pez como éste no lo habrá visto su excelencia jamás! —añadió doña Lía, aumentando el interés de la visión.
El pez se movía en el agua con pretensiones de bolsillo de brillantes y zafiros montados sobre malla de oro.
—Este pez —insistió don Américo— es un pez único de la India, que ha necesitado cien años de cruces y cuidados para tener tan bellos matices. Ha consumido las vidas de un padre, un hijo y un nieto, dedicados a añadirle lóbulos de perfección.
—¡Si le dijéramos lo que ha costado, se quedaría usted patidifuso!... ¡Cinco mil pesos! —declaró doña Lía, dejando inmóvil al invitado.
Durante unos minutos, el joven de tierra adentro tomó el aspecto enigmático del indígena malicioso acariciando la idea de un crimen. El bigotico con que imitaba a los héroes de la pantalla se despegaba de su rostro de color amulatado, y su sonrisa se fue abriendo en sonrisa de máscara.
Don Américo y doña Lía se miraron satisfechos de ver una admiración tan enorme frente a su pez único.
Don Reinaldo espiaba en un espejo lejano el gesto de los dueños de la casa, y, volviéndoles la espalda, en un santiamén metió la mano en la pecera, apañó el pez, y en un abrir y cerrar de ojos, ¡zas!, se tragó el pez inaudito, el pez insólito, la filigrana tierna y centenaria.
—¡Oh!
—¡Ah!
Dos inmensas exclamaciones de pavor atravesaron como dos balas el espejo en que don Reinaldo, después de haber hecho el gesto infernal de quien se ha tragado toda la caja de las píldoras en vez de la pildorita indicada, volvía a sonreír satisfecho.
—¿Pero qué ha hecho su excelencia? -¿Pero cómo ha podido hacer su excelencia eso? —preguntaron uno tras otro, con idéntica incomprensión, doña Lía y don Américo.
Don Reinaldo, cínico y lleno de sensatez salvaje, respondió:
—¡Un pez de cinco mil pesos! ¡Pues no es nada la suerte! ¿Es que creen ustedes que volveré a encontrarme nunca un pez así? Lo contaré en todas partes como la fechoría más gloriosa de mi vida ¡Haberse comido un pez de cinco mil pesos!
Don Américo, que le oía atónito y colérico, se dirigió a él con gesto de rey de la tribu que echa del poblado al transgresor de la ley, y, señalándole con el dedo la puerta, le dijo:
—¡Váyase!... Ya ha comido usted en mi casa para toda la vida.
—Muchas gracias —respondió don Reinaldo—, ha bastado el entremés para quitarme el apetito... Muchas gracias.
Y don Reinaldo desapareció en el pasillo.



GREGUERÍAS («humorismo + metáfora = greguería»)
De Ramón Gómez de la Serna

Como daba besos lentos duraban más sus amores.
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A veces un beso no es más que chewing gum compartido.
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La reja es el teléfono de más corto hilo para hablar de amor.
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Amor es despertar a una mujer y que no se indigne.
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Daba besos de segunda boca.
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El primer beso es un robo.
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Cuando una mujer te plancha la solapa con la mano ya estás perdido.
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Cuando la mujer pide ensalada de frutas para dos perfecciona el pecado original.
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El amor nace del deseo repentino de hacer eterno lo pasajero.
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En la manera de matar la colilla contra el cenicero se reconoce a la mujer cruel.
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Aquella mujer me miró como a un taxi desocupado.
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Hay matrimonios que se dan la espalda mientras duermen para que el uno no le robe al otro los sueños ideales.
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Si os tiembla la cerilla al dar lumbre a una mujer, estáis perdidos.
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El beso es hambre de inmortalidad.
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Debajo de un traje de terciopelo parece que la mujer va sin ropa interior.
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Como con los sellos de correo sucede con los besos que los hay los que pegan y los que no pegan.

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