4.11.11

Gael o la obsesión de unas noches de verano

LUCÍA ETXEBARRÍA
Lucía Etxebarría de Asteinza nació en 1966 en Bermeo, Vizcaya


Dicen que la obsesión es el más peligroso de los sentimientos humanos.

La primera obsesionada fue Eva. Conmigo. Eva era la prima de Rubén, que se bajó hasta Altea para pasar un fin de semana y acabó quedándose quince días. En principio tenía que dormir en el sofá, porque no había otro sitio en la casa que compartíamos. Pero acabó instalándose en mi cama, que era doble, con la excusa de que los muelles del sofá desfondado le hacían daño en la espalda. Es una pena que no se pueda denunciar a una mujer por intento de violación. El caso es que yo acabé harta de ella ( nunca me han gustado los acosos) y amenazando con volver a Madrid si la prima no me dejaba en paz. Ella, ofendida, desapareció una noche para irse sola de bares, y a la mañana siguiente se descolgó por casa del brazo de un chico que tenía un cuerpo de vértigo y el tipo exacto de labios carnosos que prometen imperios de dicha con su solo roce. Eva se deshacía en mimos y carantoñas, pero sin dejar de mirarme, pues me estaba dedicando todo aquel delirio matinal de ojitos, babas y sandeces. Quería decirme "no me importas tanto como tú te crees" y "mira lo que es capaz de conseguir la chica que tú has despreciado". Dos días después se volvió a Madrid, sin haber conseguido impresionarme.

El que sí se impresionó fue Rubén, que se convirtió en el segundo obsesionado. Enterado de que aquel prodigio rubio como la llama trabajaba de camarero en uno de los bares de la Plaza, bajaba por allí cada noche, a primera hora, antes de que empezara a llegar la gente, para hablar con el chaval de lúbricos labios. Por la mañana, en la playa, nos atorraba a Abejita y a mí con la descripción detallada de la conversación (Abejita, se me ha olvidado decirlo, era la tercera compañera de piso. La llamábamos así a cuenta de una camiseta a rayas amarillas y negras que se ponía para dormir). "Entiende", decía y repetía Rubén, " Seguro que entiende. Si se ha liado con Eva, que es el tío más tío que hayamos conocido, ¿cómo no se va a liar conmigo?" No le había visto tan mordido por una manía desde aquella vez en la que se encontró con su padre en el cuarto oscuro del Venial. Por fin, un sábado, nos descolgamos los tres por el bar decididos a que Gael cayera. Habíamos pillado unos éxtasis potentísimos que, según nuestro camello, podrían poner caliente hasta a Loyola de Palacio, y estabamos decididos a probar su eficacia. El plan era recoger a Gael cuando el bar cerrara y organizar una fiestecilla en casa, a ver qué pasaba. Dicho y hecho. Acompañados por unas turistas suecas, unos colgados de Benidorm, el disjockey y el resto de los camareros, improvisamos en el hogar nuestro chill out.

La cosa parecía marchar bastante bien ( Rubén se había pasado un buen rato susurrando al oído de Gael unas gracias que el camarero reía estrepitosamente, ambos muy juntitos en el sofá desfondado) hasta que yo decidí irme a la cocina a fregar unos cuantos vasos. Agachada sobre el fregadero, sentí de pronto unos brazos rodeándome la cintura y una presión recitílinea, inconfundible, en las nalgas. Casi no me dio tiempo a darme la vuelta cuando ya tenía los labios prendidos en un espejismo, y la secreta premura de la sangre - febril, fatal, femenina- ascendiendo hasta acelerarme el corazón. Pero por muy puesta que yo fuera no se me escapaba que Rubén podría matarme si me liaba con "su" objetivo, así que me deshice del camarero de un empujón y volví trotando al salón como si no hubiera pasado nada.

El que no volvió al salón fue Gael. De alguna manera, debió encontrarse con Abejita en el camino que iba de la cocina al salón y acabó la fiesta en su cama. Durante unos días reinó en la casa un silencio tenso como las cuerdas de un violín. Rubén se negaba a hablar a Abejita, y Abejita - la tercera obsesionada- pensaba demasiado en Gael como para darle excesiva importancia a aquel mutismo. Pero Gael no llamó nunca, ni se dignó a dirigir la palabra a Abejita en el bar más allá de un "¿cómo estás?" lacónico. Así que, unidos en la desgracia y el despecho, Rubén y Abejita acabaron por volver a hablarse y todos tomamos la decisión de no volver por el bar de la plaza para evitar la visión de aquella Némesis en forma de galán.

Yo me lo encontré varias veces, sin embargo. Una en el supermercado, otra en la tienda de periódicos, la tercera comprando un helado. No se me escapó en ninguna ocasión la mirada incendiaria que me dirigía. Resultaba evidente que no había olvidado la escenita de la cocina. Yo tampoco. Así que me convertí en la cuarta obsesionada. Saber que lo tenía allí, al alcance de la mano, como quien dice, que bastaría pasarme por el bar una noche para tenerlo, pero no atreverme a dar el paso para no ofender a mis compañeros de piso, me estaba volviendo loca. Le veía incluso en sueños, mi inconsciente traspasado por la aguda espina del deseo.

Por fin, la última noche del verano, me decidí. Total, al día siguiente nos marchábamos, y si teníamos una bronca a cuenta del tal Gael, por lo menos no estaríamos viviendo en la misma casa a la hora de resolverla. Emulando a Tamara, me presenté en el bar en minifalda y sin ropa interior y me lo encontré en la barra - los ojos incitantes, los labios entreabiertos - como si me hubiese estado esperando todo aquel tiempo. " Salgo en media hora", me dijo, "Espérame, y nos vamos a la playa".

Pero, ya en la playa, y con semejante mole sobre mí, chupeteándome el cuello, las atareadas manos magreándome las tetas, empecé a encontrar absurdo todo aquello. ¿Qué hacía yo con aquel chulo de playa que no había hojeado en su vida otro libro que la guía telefónica? ¿De verdad lo deseaba o sólo creía desearlo por que los demás sí lo hacían? Además ¿qué iba a ser yo aparte de una más de sus muescas, una entre mil aventuras de barra, una de las tantísimas a las que ya se habría tirado y se tiraría en una tumbona? Sentí mi cuerpo distante, extraño como yo misma, en aquella playa extraña, vestida de aquella extraña manera. De modo que me levanté de pronto y, estirándome la exigua falda como bien o mal podía, le dije que no me encontraba bien y que necesitaba volver a casa, sola. Adiós Gael, guarda esos labios por si vuelvo el próximo verano, le dije sin decirlo, más bien para mí misma, pues acababa de descubrir que existe un sentimiento humano más poderoso que la obsesión.
El orgullo.

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